Las voces del páramo Ismael Alonso Bohodón Ediciones Madrid, 2018 |
EVOCACIONES
La presencia literaria de Ismael Alonso (Fuente el Olmo de Íscar,
Segovia, 1974) integra producción ficcional, poesía y colaboraciones en prensa,
completando su perfil con publicaciones didácticas en las que vuelca su
experiencia docente. Su recorrido comienza en 2010, tras la aparición de la
novela Algún día, que
tiene continuidad en las entregas La hija
de la lluvia, Tierra eres, Devuélveme la muerte y el poemario De la luz y otras ausencias.
En el primer tramo de 2018 retorna a la prosa con Las voces del páramo, una novela en cuyo arranque se oye
la voz de un protagonista directo que, en forma de crónica epistolar,
deshilvana un poblado soliloquio donde aflora la caligrafía de la
propia intimidad. Los recuerdos reconcilian espesura imaginaria y
clarividencia, como si el pretérito necesitase enriquecerse con
contingencias añadidas que justifican el ambiguo papel del narrador. En el
transcurso de la exposición los detalles cambian, mudan el paso y dejan pormenores que necesitan la inteligencia activa del lector o trazan
nuevos itinerarios. La existencia, al cabo, se convierte en recreación
libre, en trama novelística. Así confluyen en las evocaciones, como un magma
confuso, o un terreno de sombras “voces
antiguas, rostros desdibujados, hombres, mujeres y niños buenos que quieren con
desesperación que los devuelva a la vida, de donde nunca debieron haber salido”.
La narración sugiere en ocasiones un juego de máscaras que permite
adquirir una sensibilidad distinta a la propia. De este modo, el narrador,
Tobías Centeno, asimila la presencia paterna, o hace suyas las lejanas vivencias
del padre, como si él mismo fuese responsable de una vida bifurcada y extraña; o
se transforma en el fogoso escribidor de cartas Orestes Badillo, capaz de
convertir la pasión y el deseo en encendida caligrafía.
Pero el azar siempre juega un papel esencial en lo diario; Orestes acaba
gestionando una identidad autónoma que incluso, más allá de su aparición, provoca una suerte de efectos secundarios inexplicables. Cada acera de lo
cotidiano se convierte en misterio por desvelar. Poco a poco los figurantes van mostrando su rostro verdadero, como sucede un día con Fausto Barreiro, el
jefe de estación siempre a la espera del último tren, ese que simboliza el
destino final en el que no existe regreso. También el narrador se ve a sí
mismo como una sombra extraña predispuesta a la lejanía y a comenzar de nuevo para
encontrarse. El angosto espacio de la rutina deja sitio, más allá de las vías,
a una ciudad que sirve de asiento al pasado; abre puertas al contacto solitario con una incertidumbre convertida en
hospitalario refugio
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