Vamos a perdernos Francisco Díaz de Castro Fundación José Manuel Lara, Vandalia Sevilla, 2020 |
ENCUADRES
En su recorrido, el discurso creador de
Francisco Díaz de Castro (Valencia, 1947) alienta un itinerario dual, un quehacer de crítica y poesía. Como estudioso de la literatura contemporánea, deja trabajos
referenciales sobre el modernismo, la generación del 27, el campo erosionado de
posguerra y sobre coetáneos como Carlos Marzal y las voces nucleadas en torno a
la otra sentimentalidad. El fluir lírico integra casi una decena de entregas,
compilada en balances como Utilidad del
humo. 1987-1997 (1997), Sol de niebla
(2003), Material para nunca
(2011) y Cuestión de tiempo (Poesía 1992-2017).
La cosecha dibuja una producción coherente y unitaria, leal a unos pocos temas básicos, de sobrios recursos expresivos. Así nace un credo poético sostenido en el tiempo que va añadiendo matices nuevos. Quien aborda el deslizarse por la madurez, en el periplo vital tras la jubilación, consolida una vocación introspectiva que se convierte en ejercicio tenaz. En el alféizar del presente, la caligrafía verbal tantea sentidos, personifica formas de habitar la casa encendida de lo diario a través de las palabras. Desde ese afán de hacer inteligible la dialéctica entre realidad y sujeto llegan las composiciones de Vamos a perdernos.
La apertura, “Cabo de Gata” recorre un espacio
poético que evoca de inmediato a Javier Egea. El hablante lírico testifica y
describe un paisaje con el objetivismo de una cámara fotográfica, mientras aflora
a plena luz el destino roto del poeta de Granada. Los versos postulan un reportaje
cuajado de elementos visuales que añade extrañeza al enunciado argumental y se
vuelca en la tarea de diseccionar los
contornos del tiempo.
El jazz es una clave de escritura compartida por poetas muy próximos, como Joan Margarit, Pere Rovira, o Antonio Jiménez Millán. Está presente en el humus de abundantes textos, “Money jumgle”, “Blood count “, “Lester”, “Duke Ellington, Newport 1956”, “Escuchando a Louis Armstrong”… O en “Lee Konitz en la Sala Europa”, que alza el muro evocador de un espacio sonoro, ya irreal, que fue templo del jazz en las noches de Lleida, en la década de los noventa. Como un homenaje, en este caso al fotógrafo Carlos Pérez Siquier, puede entenderse “Testigo”. Recordamos que Pérez Siquier es activo pionero de la vanguardia fotográfica española, capaz de crear en sus imágenes un acusado interés antropológico, como las series que retratan el humilde barrio de la Chanca en Almería.
Los poemas, cristales fragmentados de la realidad, vislumbran percepciones reflexivas del entorno, propician horizontes visuales. Más allá de lo aparente, la mirada suma cuadros que se interiorizan, depurados y con una creciente hondura evocadora. En su fluida cadencia, el estar diario convoca hábitos y ese magma que define nuestro tiempo. Se muestra un tejido relacional complejo que abre sitio a la melancolía y, también, al furtivo sentir de la ausencia, que suena a despedida sin retorno.
Los poemas encarnan un activo dinamismo temático. De cuando en cuando, como si fueran mínimas cesuras formales, Francisco Díaz de Castro recurre al esquema versal del haiku para acentuar la cesura pensativa. El suceder en el instante aporta incisiones de la actualidad política y de una conciencia despierta, empeñada en oír los ecos del ahora y modular efectos emocionales. Desde el marco cercano de la contingencia, un cielo al revés, donde se acoge la carencia y el barro, se buscan respuestas sobre el quehacer escritural; los poemas prodigan trazos que desaparecerán en el silencio, pero constituyen el destino que sostiene. Tras esa inquieta reflexión sobre el para qué del largo viaje de las palabras, la escritura profesa una voluntad de estar en el entorno, más allá de la mudez. Quiere penetrar en los significados como subrayan estas líneas de “Laberintos”: “Escribir, acceder a un laberinto, / tratar de descubrir en ese espejo / el espectro, lo póstumo y sus códigos. / Exprimir la emoción con las palabras / que son del pensamiento, nube rápida / contra el cielo impasible…”.
En Vamos a perdernos percibimos la pupila meditativa y la recepción sensorial de ámbitos cotidianos que alertan la voluntad de conocimiento. El quehacer lírico siente los vislumbres de lo transitorio y, sin dramatismos verbales ni ansiedad enunciativa, sondea en lo cercano esas briznas de luz que todavía preservan su fulgor y pujanza.
La cosecha dibuja una producción coherente y unitaria, leal a unos pocos temas básicos, de sobrios recursos expresivos. Así nace un credo poético sostenido en el tiempo que va añadiendo matices nuevos. Quien aborda el deslizarse por la madurez, en el periplo vital tras la jubilación, consolida una vocación introspectiva que se convierte en ejercicio tenaz. En el alféizar del presente, la caligrafía verbal tantea sentidos, personifica formas de habitar la casa encendida de lo diario a través de las palabras. Desde ese afán de hacer inteligible la dialéctica entre realidad y sujeto llegan las composiciones de Vamos a perdernos.
El jazz es una clave de escritura compartida por poetas muy próximos, como Joan Margarit, Pere Rovira, o Antonio Jiménez Millán. Está presente en el humus de abundantes textos, “Money jumgle”, “Blood count “, “Lester”, “Duke Ellington, Newport 1956”, “Escuchando a Louis Armstrong”… O en “Lee Konitz en la Sala Europa”, que alza el muro evocador de un espacio sonoro, ya irreal, que fue templo del jazz en las noches de Lleida, en la década de los noventa. Como un homenaje, en este caso al fotógrafo Carlos Pérez Siquier, puede entenderse “Testigo”. Recordamos que Pérez Siquier es activo pionero de la vanguardia fotográfica española, capaz de crear en sus imágenes un acusado interés antropológico, como las series que retratan el humilde barrio de la Chanca en Almería.
Los poemas, cristales fragmentados de la realidad, vislumbran percepciones reflexivas del entorno, propician horizontes visuales. Más allá de lo aparente, la mirada suma cuadros que se interiorizan, depurados y con una creciente hondura evocadora. En su fluida cadencia, el estar diario convoca hábitos y ese magma que define nuestro tiempo. Se muestra un tejido relacional complejo que abre sitio a la melancolía y, también, al furtivo sentir de la ausencia, que suena a despedida sin retorno.
Los poemas encarnan un activo dinamismo temático. De cuando en cuando, como si fueran mínimas cesuras formales, Francisco Díaz de Castro recurre al esquema versal del haiku para acentuar la cesura pensativa. El suceder en el instante aporta incisiones de la actualidad política y de una conciencia despierta, empeñada en oír los ecos del ahora y modular efectos emocionales. Desde el marco cercano de la contingencia, un cielo al revés, donde se acoge la carencia y el barro, se buscan respuestas sobre el quehacer escritural; los poemas prodigan trazos que desaparecerán en el silencio, pero constituyen el destino que sostiene. Tras esa inquieta reflexión sobre el para qué del largo viaje de las palabras, la escritura profesa una voluntad de estar en el entorno, más allá de la mudez. Quiere penetrar en los significados como subrayan estas líneas de “Laberintos”: “Escribir, acceder a un laberinto, / tratar de descubrir en ese espejo / el espectro, lo póstumo y sus códigos. / Exprimir la emoción con las palabras / que son del pensamiento, nube rápida / contra el cielo impasible…”.
En Vamos a perdernos percibimos la pupila meditativa y la recepción sensorial de ámbitos cotidianos que alertan la voluntad de conocimiento. El quehacer lírico siente los vislumbres de lo transitorio y, sin dramatismos verbales ni ansiedad enunciativa, sondea en lo cercano esas briznas de luz que todavía preservan su fulgor y pujanza.
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