miércoles, 23 de febrero de 2022

MARÍA DOLORES GARCÍA ROZALÉN. EL DÍA QUE SE ACABARON LAS COSQUILLAS

El día que se acabaron las cosquillas
María Dolores García Rozalén
Prólogo de Lourdes Simarro
Chamán Ediciones
Colección Chamán en su senda
Albacete, 2022 (2ª edición)

 

MEMORIA ADENTRO 


   Profesora de Educación Primaria en la escuela pública, música y letrista, María Dolores García Rozalén (Albacete, 1978) reúne su primer ramillete de relatos en  El día que se acabaron las cosquillas, un corpus narrativo muy bien acogido por el público que agotó en apenas dos meses la primera edición. La segunda integra un liminar de Lourdes Simarro cuyo afán enunciativo se cimenta en una sólida gama de referencias culturales, en la que aparecen Irene Vallejo, Ana María Matute o Richard Rorty. En todos los mencionados está presente la reivindicación de la literatura como viaje existencial que muda la identidad y hace posible ese caminar memoria adentro en la búsqueda de imaginación, belleza y conocimiento.
  La escritora integra en su quehacer doce relatos, escritos en ese periodo de ensimismamiento y soledad propiciado por la pandemia, cuando las calles se vaciaban de abrazos y era preciso mantener firme el apunte lírico de la inteligencia creativa e invocar, con fuerte apelación discursiva, el retorno de la esperanza. Así lo entiende también María Dolores García Rozalén en este primer paso, que deja como amanecida el fluir testimonial de “Cartas a su otra madre”, una emotiva historia de los días aurorales, que ajusta los latidos de su escritura al discurrir de la memoria. También como un regreso a la infancia, aunque aquel paraíso idealizado acaba siendo un rastro de infamia en la convivencia familiar a causa de la estrepitosa presencia del padre es el relato “Cuando papá puso la semillita en mamá”, donde la alegría y la felicidad se velan de inmediato, tras la nefasta presencia de los progenitores.
  Los relatos tantean tramas argumentales que se esfuerzan en dar voz al aprendizaje sentimental, fragmentado en secuencias con tiempos y protagonistas autónomos. La tristeza, el disgusto o esa sensación de ruptura del viaje diario de quien no sabe hacia dónde le conducen los días, se convierten en estados afectivos discontinuos. Son estridencias que ciegan otros ruidos en el rumor de fondo del entorno familiar. Desde ese itinerario por la incertidumbre se cuestiona el papel de los sentimientos impuestos por los adultos y se hace una definición sin imposturas de la soledad. También de esa fuerte conciencia de finitud que atestigua que todo es invierno, un puñado de sombras y ceniza, como sucede en el cuento “El abuelo amarillo”, cuya trama nace de la temprana conciencia de la muerte.
  El quehacer de una vida baldía se afirma como una labor sin tregua. La familia es un reducto que se hace fuerte en la jerarquía de ordeno y mando. Las niñas obedecen y aguantan las infinitas variaciones del dolor: los castigos físicos, el menosprecio o la ausencia de los que convierten las relaciones personales en espacios habitables, como los primos. Ese habitar en la penumbra, tiene en las películas de aventuras de la televisión un horizonte expandido. En “La pirata Bocazul” se anota ese contraste de las historias visuales y  los pasos cambiantes de lo real, ese territorio donde sobrevivir desde el recuerdo y la soledad del náufrago.
  En la disolución de la ingenuidad infantil germina con fuerza un epitelio de inquietud, como si cada etapa vital cobijara una caja de pandora, un puente cuya oscura cimentación sostiene el aprendizaje como sustrato básico. La niñez poco a poco va sumando experiencias, aprende a convivir con los ángulos oscuros de la salud, cuando la enfermedad afecta al padre.
 El volumen El día que se acabaron las cosquillas, de María Dolores García Rozalén, hilvana sus relatos con una perspectiva continuista. El trayecto completo adquiere la dimensión de un dietario autobiográfico en el que se exploran, con sensibilidad intimista y un claro sentido ético, los conflictos generacionales, las incidencias sociales del personaje principal y los recorridos aleccionadores de la propia experiencia. El discurrir muestra ángulos oscuros y claves interpretativas donde se va moldeando una manera de mirar el mundo. El anhelo contenido de la niñez, en el que la inocencia es venero esencial, cambia sus formas y sensaciones se convierte en un rastro, terroso y polvoriento, que mancha los indicios del futuro, que borra las cosquillas para siempre.
 
JOSÉ LUIS MORANTE


 

 

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