jueves, 21 de marzo de 2024

GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER. POESÍA ERES TÚ

Gustavo Adolfo Bécquer
Retrato, 1862
Museo de Bellas Artes de Sevilla
Valeriano Bécquer

 

POESÍA ERES TÚ

(Pervivencia de Gustavo Adolfo Bécquer)

                            

   Todavía nos gusta dibujar el perfil de Gustavo Adolfo Bécquer a base de rasgos sentimentales y románticos, con una fisonomía al gusto de adolescentes enamoradizos; y sin embargo el poeta nacido en Sevilla en 1836 es uno de los núcleos centrales del canon que sedimenta en la modernidad. Así lo entiende Luis García Montero, autor del ensayo Gigante y extraño, una edición crítica de las Rimas. El trabajo desvela claves de la estética becqueriana y deshace el orden tradicional de la edición póstuma de 1871 que prologara Ramón Rodríguez Correa, amigo del poeta y autor de una emotiva semblanza. Prefiere seguir el manuscrito de El Libro de los gorriones, descubierto en 1914 por el hispanista alemán Franz Schneider entre los fondos de la Biblioteca Nacional de Madrid. Este acercamiento a Bécquer cuenta con autorizados precedentes: Antonio Machado, Miguel de Unamuno, Juan Ramón Jiménez, Jorge Guillén, Rafael Alberti o Luis Cernuda dieron fe de la sólida arquitectura de una lírica singular. Así lo corroboran estudiosos becquerianos como Dámaso Alonso, Rafael Montesinos, Rusell P. Sebold, José Luis Cano, Juan Manuel Díaz Taboada o María del Pilar Palomo.

   El romanticismo define su significado histórico a lo largo del siglo XVIII en dos ámbitos principales, Alemania e Inglaterra. En ellos se gesta un espíritu que adquiere en su expansión una peculiar orografía. La mentalidad romántica en su ambivalencia se define desde el ser individual; el yo subjetivo aporta el discurso de su imaginación, se sabe  finito y transitorio y no duda en contemplarse a si mismo desde la ironía. Este modo de pensar sobrevuela la realidad y mantiene ante el hecho social una postura ambigua al defender la autonomía del arte, una coartada para la evasión y el conformismo. Los manuales literarios suelen atribuir a nuestro país una aportación modesta al devenir creador del periodo con tres románticos de interés: Larra, Espronceda y Zorrilla. Gustavo Adolfo Bécquer sería un romántico rezagado que nos entrega su cosecha literaria en medio de la vitalidad conflictiva del realismo. El itinerario biográfico estuvo marcado por la adversidad. Huérfano desde niño, estuvo tutelado por Manuela Monnehay, en cuya biblioteca comienza su acercamiento al libro. Son esclarecedoras las referencias a este periodo en las Cartas desde mi celda: “ Cuando yo tenía catorce o quince años y mi alma estaba llena de deseos sin nombre, de pensamientos puros y de esa esperanza sin límites que es la más preciada joya de la juventud; cuando yo me juzgaba poeta, cuando mi imaginación estaba llena de esas risueñas fábulas del mundo clásico, y Rioja,  en sus silvas a las flores; Herrera, en sus tiernas elegías, y todos mis cantores sevillanos, dioses penates de mi especial literatura, me hablaban de continuo del Betis majestuoso…”. Importante también en este momento fue la amistad con Narciso Campillo, con quien comparte inquietudes, pretensiones y dudas pues en este momento juvenil se mira en la tradición familiar y no sabe si decantarse por la pintura, como su padre, su hermano Valeriano o su tío Joaquín, o las Humanidades. Con Narciso Campillo había escrito un drama precoz, Los conjurados, que llegaría a representarse en las aulas del Colegio San Telmo. Es en Madrid donde entabla contactos personales que lo conducen al periodismo hasta su primera enfermedad en 1858. Su amor por Julia Espín inspira algunos poemas y textos en prosa, pero se casa con Casta Esteban, aunque la convivencia es agria y se rompe ocho años más tarde. Es un periodo de variado quehacer laboral y estabilidad económica, gracias sobre todo al apoyo del ministro González Bravo. 

   Las Rimas  representan la cota máxima de la obra becqueriana. Se escriben entre 1857 y 1861 y ejemplifican el carácter peculiar y personalísimo de la voz del poeta sevillano. El manuscrito original fue entregado por el autor al periodista y político Luis González Bravo que se había comprometido por amistad personal a escribir el prólogo y a promover la edición. La contingencia histórica del momento es conocida; el político moderado que había sido ministro de gobernación en el gabinete de Narváez es nombrado a la muerte de éste presidente del Consejo por lo que la revolución de Septiembre que propicia la caída de Isabel II le obliga a salir de Madrid y a elegir como Burdeos como lugar de exilio. Estos hechos originan la pérdida del manuscrito y obligan al poeta a recomponer las rimas en el Libro de los gorriones, donde conviven con otros proyectos literarios, la Introducción sinfónica y el fragmento La mujer de piedra. El orden de este libro se altera en la edición póstuma financiada por los amigos del poeta que sirve de base a la ordenación tradicional, hecha con evidente afán didáctico. Luis García Montero defiende el orden del Libro de los gorriones porque desarrolla de manera directa la trabazón original de las composiciones ideada por Bécquer. Para Luis García Montero: “Las Rimas de Bécquer no sólo significan una depuración de las galas sentimentales y los excesos de la lírica romántica española. Suponen también la primera indagación inteligente sobre el sentido de la poesía lírica en la sociedad contemporánea. Bécquer descubre la velocidad y busca un estilo para fijar la raíz de la palabra poética en el vértigo”[1]

   La escritura desconfía del delirio emocional, “cuando siento no escribo” y obedece a una brújula compositiva; la experiencia se aposa y se transforma en memoria coherente, condensa elementos para posibilitar una elaboración  sobria y esencial, con valor estético. Como escribiera en la “Introducción sinfónica”: ”Entre el mundo de las idea y el de la forma existe un abismo que sólo puede salvar la palabra”. La estela de Bécquer permanece transitada porque incorpora a la tradición un sentir inteligente, un ideario expresivo que sirve como referente a magisterios del 98 como Unamuno y Machado, y prosigue en los albores del siglo con Juan Ramón Jiménez, para integrarse en la nómina del 27 de la mano de Alberti, Lorca o Cernuda. En todos hallamos la mano de nieve del artista, un pacto entre realidad e ideal formulado con el escueto timbre de la palabra necesaria: “no se debe escribir sino cuando el espíritu siente la necesidad de dar a luz lo que se ha creado en las entrañas”.



[1] En Gigante y extraño. Las Rimas  Gustavo Adolfo Bécquer, Luis García Montero, Barcelona, Tusquets, 2001, pág. 19.


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