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martes, 20 de agosto de 2024

EL HAIKU EN ALGUNAS POÉTICAS CONTEMPORÁNEAS

Poéticas
(Sierra Norte de Madrid)
Fotografía
de
Javier Cabañero Valencia

 

 POÉTICAS CONTEMPORÁNEAS DEL HAIKU


   Fue en 1972 cuando el profesor y ensayista Fernando Rodríguez-Izquierdo hizo la primera cala crítica peninsular sobre el kaiku, y su carácter congénito y originario. Aquella temprana indagación hoy tiene carácter clásico. Se tituló El haiku japonés. Historia y traducción (Madrid, Guadarrama, 1972) y completaba el aserto un subtítulo repleto de optimismo enunciativo sobre el amplio vuelo de la estrofa en nuestros días: “Evolución y triunfo del haikai, breve poema sensitivo”. El índice desplegaba un transitar histórico, lingüístico y literario remontándose al origen y recorría, con sentido diacrónico, andenes definitorios por significado y aportación textual. Quiero partir de las conclusiones de aquel estudio al abordar el cultivo del haiku en algunos escritores contemporáneos, no para contradecir planteamientos sino para discernir con criterios temporales el asentamiento, crecida y evolución de esta estrategia expresiva.
   El arte de la sugerencia no es un apéndice extraño, ni está reñido con el legado occidental; forma parte esencial de una tradición remozada y pletórica, si nos atenemos a la nutrida nómina de practicantes y la onda expansiva de matices que ha trasformado el encuadre estacional. En el ahora el haiku es plataforma polisémica que promueve una abierta libertad expresiva, tanto en los aspectos gráficos (uso habitual de signos de puntuación), empleo, en ocasiones, del título, y mantenimiento con derivaciones del esquema silábico habitual. Todo ello sin que pierda vigencia la perenne definición de Mashuo Bashô: “Haiku es simplemente lo que está ocurriendo en este sitio, en este momento”.
  La difusión del haiku en estas primeras décadas del siglo XXI  está representada en panorámicas como Alfileres (2004), antología con selección y prólogo de Josep Maria Rodríguez, y Un viejo estanque (2013), con edición conjunta de Susana Benet y Frutos Soriano. Ambos volúmenes clarificaban el cauce ancho de la estrofa y su capacidad de diálogo con el presente. Más parcial, nuestra perspectiva busca la singularidad de autores en cuyo taller creador encuentra sitio la dermis heterogénea del haiku.
   La voluntad expresiva de Jesús Munárriz (1940) comienza en 1975 con Viajes y estancias. Era un momento marcado por el afán experimental y el culturalismo. Sin embargo, el poeta, editor y traductor desdeña esos indicios para adentrarse en una indagación elusiva y simbólica, centrada en la andadura existencial. El diálogo entre conciencia y estética impulsa Cuarentena (1977), Esos tus ojos (1981), y Camino de la voz (1988), en cuyos poemas hay un acercamiento a la poesía metafísica. Nunca estática, la creación prosigue con Otros labios me sueñan (1992), que alerta sobre una multiplicidad de voces, convertida en espejo de realidad biográfica e imaginación. La escritura prosigue con De lo real y su análisis (1994), que advierte sobre la continua deshumanización de la postmodernidad, y las entregas Corazón independiente, Nada más que la verdad y Viento fresco. Este periodo se hace síntesis en la antología Peaje para el alba, con edición, selección y prólogo de Ángela Vallvey. La muestra reúne una poesía de dicción coloquial, epigramática, que asume la alteridad como cercanía y el compromiso social como revulsivo transformador de asimetrías. Aunque conoce la estrofa muy pronto, hasta 2005 no aparecen los primeros jaikus –el escritor prefiere esta transcripción fonética-, que nacen en el ámbito urbano de la ciudad. La editorial La Isla de Siltolá publica en 2018 Capitalinos, conjunto monográfico de haikus. El poeta concibe el trébol verbal como un destello sensorial que nace desde la postura del observador. Su génesis son los elementos concretos del devenir cotidiano en los que se aprecian características y detalles, diminutos hallazgos que enriquecen el cauce cognitivo. Lo transitorio no anula lo permanente, esa línea invisible en la que se reconoce de inmediato la emoción y ese ascetismo verbal que preserva el fulgor.     
   En esta ceñida valoración destaca el impulso de Susana Benet (Valencia, 1950). La poeta y artista plástica personifica una de las sensibilidades más reconocidas en el cultivo del haiku por  su economía verbal, carácter lírico y precisión. El volumen La enredadera (2015) reúne la experiencia poética iniciada en 2006 con el poemario Faro del bosque. En las páginas introductorias, Fernando Rodríguez-Izquierdo analiza el corpus de La enredadera a partir de cinco tramos que comparten el esquema clásico y una dicción límpida, sin asperezas, de abierta claridad y voz humilde. Los chispazos acumulan sinestesias y asombro, como amanecidas cuajadas de centros de luz. La belleza es faro tangible: “Veo encenderse / el pino en la mañana. / Faro del bosque”. Quien deja en alerta los sentidos nunca está solo, una fauna diminuta propaga un vitalismo mudable, un parpadeo oculto entre la fronda: “Aves e insectos, / todo el jardín es vuestro / de madrugada”. El ciclo estacional remoza la visión cotidiana sembrando apuntes escritos en el margen del día. Junto a los textos nacidos como indicios, conviven otros más reflexivos en los que se enuncian paradojas y contrastes de lo transitorio. Se revitalizan secuencias y raíces de etapas vitales donde se conforma la experiencia, pero el yo biográfico asume un papel secundario para que suenen con nitidez las sílabas claras de la naturaleza. El sujeto es reflejo vivo de lo contingente; se asoma al exterior para observar el desfile incansable de lo cotidiano. De ese modo, La enredadera abre la pupila a lo tenue, la sensación de una belleza que se propaga alrededor con claridad de lluvia; define un quehacer poético hecho de matices, que enriquece la grata apariencia de lo más humilde.
   Todo el artesonado poético de Antonio Cabrera (1958) parece encontrar sitio bajo el viejo pórtico de la filosofía. El pensamiento filosófico hace inteligible la hondura del transcurso existencial. Desde ese ímpetu indagatorio germinan los poemarios En la estación perpetua (2000) y Tierra en el cielo (2001), una colección de haikus focalizada en la ornitología. Como advierte la nota previa, el poeta busca “la poetización de rasgos reales –biológicos- de las aves, ya sea en el terreno de sus costumbres, de su hábitat, de su aspecto, de su plumaje, de su canto o de su alimentación”. En este acercamiento a la naturaleza para desentrañar los íntimos secretos de la ornitología, el recurso al minimalismo estrófico se debe a la apuesta personal por la esencialidad que deja a trasmano el objetivismo descriptivo. Así se justifica también la ausencia de glosas y notas complementarias. Cada estrofa constata cualidades, la evidencia designativa de cada especie como si fuese un pálpito que ayuda a reconocer. Los trazos refrendan el sentir fascinado del vuelo y el ocio de las alas en un largo viaje contra el tiempo. Leemos en CISNE: “La lentitud. / Blanca serenidad, / alta desgana”. Lo real muda en el rastro invisible del arquetipo que cambia el punto de vista de lo cotidiano y concede un sentido poético. Es una estrategia palpable en muchas composiciones. ANSAR insiste en ese enfoque: “Alas de escarcha / que al volar en la niebla / añaden bruma”.
  La percepción repara en existencias mínimamente advertidas, cuyos signos leves conforman un recordatorio del patrimonio natural. Así se adquieren sedimentos que cobran en la conciencia un significado personal, el sentido de pertenencia a un mundo físico y cercano.
   El sosegado observador del entorno natural cobija también al poeta. Siente cerca la visibilidad, el canto y la cercanía de las aves en la tradición literaria. Es difícil no sentir en el vuelo circular de las golondrinas el eco literario de Bécquer: “Dorada herrumbre / de la tarde que un ala / limpia ha rasgado”. Y es poco probable que el canto del mirlo no se haga visible la emotiva caligrafía poética de Wallace Stevens, recordando que el entorno tiene un mapa habitable interior y una cartografía mental. Igual ocurre con RUISEÑOR COMÚN: “Comienza el canto. / Eterno, Keats lo escucha. / Se limpia el aire”. O con GORRIÓN COMÚN: “Alegre y triste / peatón. Cruza siempre / un cielo bajo”.
  Tierra en el cielo es el cuaderno de campo de un contemplador. Constata el abrazo dialogal entre pensamiento y sentidos para enlazar los indicios interiores del yo subjetivo con las formas difusas de un afuera que aspira a formar parte de la naturaleza sentimental del ser, que quiere convertirse en hondo sustrato de la conciencia.
   Nacida en el litoral mediterráneo almeriense, Aurora Luque (1962) se asentó en su infancia en Cádiar, un municipio de la Alpujarra de Granada donde su madre ejercía como maestra. En aquel entorno la cercana pedanía de Narila se convertirá, en el cauce del tiempo, en un topónimo esencial de su quehacer poético. Lo mismo ocurre con la expandida geografía sentimental de Grecia, tras finalizar su licenciatura en Filología Clásica, su labor docente como profesora de Griego Antiguo en Bachillerato y la plural dedicación como traductora. Para Aurora Luque “Creación y traducción son momentos diferentes de un mismo proceso de reescritura, de una inmersión en el continuum verbal, de una disposición de búsqueda ante y desde el lenguaje”. Ya en su primera entrega Hiperiónida (1982) se percibe con singular reflejo “la claridad de lo cotidiano” y ese abrazo expresivo y dual entre culturalismo y aporte experiencial. No son realidades conceptuales disímiles sino estratos complementarios que encuentran en Problemas de doblaje (1990) y Carpe noctem (1994) ubicación generacional y perfil definido. En el poema conviven mito y cotidianidad para esbozar una perdurable concepción del mundo. Como ha escrito el investigador y ensayista José Andújar “la poesía de Aurora Luque es el resultado de una conciencia artística que ha sabido inventarse su propia tradición; una tradición necesaria, sustentada en los tonos del vitalismo y la lucidez románticos, capaz de encarar los fantasmas del vacío con la corporeidad del deseo”.
  La escueta sintaxis y el equipaje sobrio del haiku ven la luz en 2005 en el cuaderno Haikus de Narila, editado por el Centro Cultural Generación del 27. Una mínima nota autorial advierte que la publicación no contiene haikus ortodoxos en su aspecto formal, pero la deslealtad se compensa con una extrema fidelidad al espíritu antiguo, aunque sea a partir de una “acuñación minimalista”  en la que encuentra concreción el devenir estacional y el sentir celebratorio del instante. Aquella edición no venal se reedita en Luces de Gálibo, en edición bilingüe  de Elsy Cardona, responsable de la traducción al inglés y del análisis introductorio, en Haikus de Narila. Portuaria (2017).
   La práctica del haiku mantiene sus elementos básicos, pero lejos de esquemas miméticos. Se busca ampliar el paisaje temático y añadir fuerza plástica a las captaciones del instante. Los textos además  aportan una textura emotiva con una acogedora calidez rítimica.
   También en el poemario La siesta de Epicuro (2008) se incluye una sección completa de haikus, “El jardín de Filodemo” celebrando un hedonismo ascético. La temporalidad urge a buscar la pulpa existencial, encomienda la liberación del instante y el gozo de cualquier floración del deseo. En “Haikus del año seco”, los breves poemas enuncian sin perder el carácter estacional, aunque entremezclan los paisajes diarios y el azaroso viaje interior: “Los cielos grises, / otra vez el camino / viene de vuelta”. El largo viaje por las palabras se completa en “Seis haikus de amor y muerte” con núcleos reflexivos clásicos que trasmutan su habitual solemnidad y su epitelio nostálgico con una dicción más intimista y coloquial. Mientras que en los textos finales de “Letras para Carmen Linares” toma voz el aire popular y musical del ser colectivo, abierto a las influencias de la copla, la seguidilla y la soleá. Por refrendar el atinado acierto de Ricardo Virtanen, autor de la antología sobre la poeta Carpe amorem (2007). En la limpia verdad de sus poemas, Aurora Luque nos deja una “poesía hecha de aroma que ilumina con una lucidez asombrosa”.   
   No obstante, en él se trazaban algunos juicios atinados:“un lenguaje de capacidad metafórica y visionaria, que, libro a libro,  sin renunciar a su proyección simbólica ni a su brillo analógico, se ha ido tornando en palabra cada vez más precisa, más incisiva, más exacta”.

  La edición bilingüe Jardin(e)s Excedidos, con versión al portugués de Carlos d’Abreu completa una indagación del singular verbo poético de María Ángeles Pérez López a partir de 28 poemas de distintos momentos creadores, sin citar la procedencia de los mismos, una carencia que se reitera también en antologías más amplias como la reciente Algebra de los días, con traslado al italiano de Emilio Coco, publicada en Rimini en 2017 por Raffaelli Editore. Así que me parece necesario ubicar la cronología lírica de María Ángeles PérezLópez cuya presencia en el ahora poético arranca en 1997 con Tratado sobre la geografía del desastre. Aquella entrega, hilvanada con algunos magisterios esenciales como Vicente Huidobro, César Vallejo y Claudio Rodríguez, interroga a la memoria para dejarnos una conjunción de imágenes que habla de intimidad y erotismo, que se aleja del verso referencial para apostar por la sugerencia y el soplo entrevisto del onirismo: “Los nombres de unicornios maldicientes / guardan olor de labios empolvados / o pedazos de semen para el tedio. / También nuestras ratas más ocultas / tienen derecho a un párpado y a ortigas / para acallar las voces del deseo.” En los versos cabe el temblor de las sensaciones y ese destello luminoso de quien dibuja andamios interiores. Dicha salida tuvo una continuidad inmediata. Un año después aparecía, tras ganar el Premio Tardor, La sola materia (Alicante, 1998). Desde un objetivismo sentimental que busca despojar la materia de cualquier dimensión simbólica, los poemas abren un escaparate perceptivo. Quedan expuestas en él las marcas del origen, las palpables formas de las cosas como garantes de quietud intacta, cuando se acumula una superficie de rutina y tránsito. También se reconoce una sensibilidad femenina aplicada en tareas que han ido definiendo en el tiempo esa labor diaria que desprende los trazos volátiles de un universo personal, cuajado y vivo.
   Carnalidad del frío, reconocido con el Premio de Poesía Ciudad de Badajoz, abre una nueva senda escritural. La voz reflexiva explora desde dentro el lenguaje. El poema se hace más incisivo, mira sobre si mismo para hallar la razón que sostiene los significados. La intemperie deja su peso sobre el presente y expande una atmósfera de soledad y pérdida en la que la identidad solo encuentra refugio tras el muro de signos que las palabras alzan. Ya en 2004 aparece La ausente, una entrega en clave autobiográfica. Con voz directa y foco indagatorio, se expande en los poemas el temblor perceptible del devenir. El acto de ser contiene en sus repliegues un sesgo paradójico; sus contraluces cobijan las sombras del dolor y las certezas mínimas de una memoria espesa y fragmentada.
   Los cuatro libros citados, escritos entre 1995 y 2009, se integran en el volumen Catorce vidas (Diputación de Salamanca, 2010). El conjunto se define, desde la mirada crítica del poeta, ensayista y traductor Eduardo Moga como "un legado fuerte en el que resaltan como signos diferenciales la investigación de la forma, la decidida inmersión en los tumultos del cuerpo y el empleo de un lenguaje incisivo y metafórico”.
  Son caracteres que perseveran en los nuevos pasos. Integrado en Olifante en 2012, Atavío y puñal despliega composiciones que hacen de la identidad subjetiva un núcleo argumental recurrente. Es una entrega esencial en este itinerario por su despliegue verbal y por la densidad semántica de un lenguaje muy rico, que borra los rasgos concretos de la intimidad para moldear un arquetipo de la mujer, un yo paradigmático en el que caben el dolor y la mujer rota, la belleza corporal, el aprendizaje de la decepción y la felicidad de la búsqueda. En la excelente resolución argumental, el cuerpo habitado por la enfermedad concita una anónima memoria en el que la metástasis se define como una abrasiva lengua purulenta que precipita una insólita intensidad reflexiva.
   Su libro Fiebre y compasión de los metales se impulsó en 2016, en la colección poética del sello Vaso Roto. La fluencia verbal de Juan Carlos Mestre, con intensa dermis lírica, incide en el latido que tiende puentes entre materia y simbología para espaciar lugares propios en los que se refleje el alma del mundo; nunca faltan en la razón del poema las correspondencias éticas y las interrogaciones solidarias que hacen de los linderos de la realidad signos caligrafiados y desvelos, con nuevas zonas de significado.  
   Peo la escritura de estos poemarios no se enrosca sobre sí misma; se expande en frecuentes compilaciones que confunden en su desarrollo pasado y presente y que rescatan a las composiciones de su estar orgánico para que de nuevo restauren sus significados y confluyan en otras lecturas. En este proceso creador el libro Diecisiete alfiles (2019) es la primera entrega monográfica dedicada al haiku. Así se constata en el liminar “La vida muy urgente” que escribe Erika Martínez. La poeta, aforista y profesora aborda el acercamiento a la senda cultural japonesa desde la superación de actitudes excluyentes de purismo y cautela. Hay un contacto directo con el minimalismo del haiku en el que la palabra toma cuerpo para mostrar su carácter matérico y su endogamia. Esa energía interior no anula el subjetivismo sino que lo transforma en energía que deja sitio a la paradoja y al magma conceptual.
  Como si los enunciados poéticos obedecieran a indicios aurorales, Diecisiete alfiles alumbra un amanecer transformado en espacio germinativo. Así se postula en la serie de inicio en cuyo avance argumental resalta también el recurso de la rima asonante que deja en los textos otro signo personal: “Luz que levanta / su proa, su rompiente / su espuma blanca”. Con rigor orgánico, la autora yuxtapone series que reiteran la misma cantidad de textos y los itinerarios circulares en torno a un concepto.
  Frente al despliegue sensorial la realidad postula un magma cuajado de elementos visuales, de texturas y formas. Su estatismo apariencial emite señales que la conciencia en vela transforma en cadencias de ánimo e hilvanes emotivos. leemos en “Haikus de la soga”: “ Esparto ronco / que agita entre sus hebras / la flor del odio”; “Corcel torcido / del que caen las palabras / y los mendigos”. Pero, no se trata de describir ni de hacer del entorno un mirador al alcance de un testigo anónimo, sino de conexionar emociones y pensamientos y dar voz al lenguaje. Se subraya, de este modo, el afán metaliterario que formula una cumplida poética: “Ser verso suelto / lumbre que desordena / cada destello”.
   Esa apelación a los objetos como presencias que certifican la condición perecedera del yo, convive con uno de los núcleos básicos de la tradición del haiku: el viaje. El discurrir existencial es tránsito, desplazamiento, senda que convulsiona el interior del hablante lírico. Es un modo de redescubrir el espacio e iluminar sus matices, como en las piezas de “Haikus de los apeaderos”: “Meseta sola. / El tren que nunca pasa. / Raíl de sombras”.
 En 2017 llegó a las librerías Cardinales, una muestra poética, un tanto especial, que casi pasó inadvertida, a pesar de editarse en Huerga & Fierro. Estaba coordinada por José Luis Morales e incluía ocho poetas diversos, agrupados en torno a un ciclo celebrado en Madrid, entre 2014 y 2017. Allí estaba María Ángeles Pérez López con doce poemas representativos, bibliografía básica, imagen de la autora y liminar que definía más la personalidad biográfica que el ideario estético. No obstante, en él se trazaban algunos juicios atinados: “un lenguaje de capacidad metafórica y visionaria, que, libro a libro, sin renunciar a su proyección simbólica ni a su brillo analógico, se ha ido tornando en palabra cada vez más precisa, más incisiva, más exacta”.
   
   Verónica Aranda (Madrid, 1982) vivió durante la niñez y adolescencia en Italia y Bélgica, en cuya capital completó el Bachillerato internacional. Licenciada en Filología Hispánica, realizó el doctorado en la Universidad Nerhu de Nueva Delhi, becada por el gobierno indio. Temporalmente compaginó la interpretación de fados con la escritura. Ha preparado traducciones al castellano desde el portugués y el nepalí.
   El corpus poético integra los títulos Poeta en India, Tatuaje, Alfama, Postal de olvido, Cortes de luz, Senda de sauces. 99 haikus, Café Hafa y Lluvias continuas. Ciento un haikus. Rasgos compartidos por estas entregas son la evocación y el recuerdo de itinerarios. Las vivencias retornan trasmutadas para fusionar intimidad y paisajes. Los escenarios del fluir temporal perduran entre las palabras; los versos expanden retazos, rostros, distancias y emociones. Son ecos de una conciencia en vela, con el tono de voz de los regresos.
  La poeta ha empleado el haiku con frecuencia. Su afán creador conoce la singular impronta del esquema japonés para caligrafiar el instante y dar brillo a los elementos entrevistos en la percepción. Así germina una escritura de sensibilidad despierta, introspectiva y atenta al detalle en 99 haikus (2011). Con Lluvias continuas (2014) retorna a la estrofa, sorteando algunos esquemas preconcebidos. El más resistente es el supuesto espíritu japonés de la estrofa, que obliga sin más a un intrusismo mimético de las diecisiete sílabas. Es una especulación errónea y fácilmente desmontable: ni todos los haikus japoneses son iguales, ni los temas son únicos y ni siquiera cada autor se libra de la personal evolución en el tiempo. De este modo, la colecta agrupa cinco franjas, cada una de las cuales lleva como epígrafe un sustantivo y se acoge al magisterio de un autor clásico. El primero, “Camino”, tras la estela de Taneda Santoka, contiene veintinco textos que dejan constancia de los elementos: “Piñas caídas / donde empieza el camino. / Viento en los chopos “. De estos haikus procede el título: “Lluvias continuas. / Las primeras hortensias / han florecido “. Son intuiciones de una voz dispuesta a ser, sin buscar nada. En “Bosque” se asoma la naturaleza; el umbral es un haiku de Chiyo-ni, monja budista, de extrema precocidad que añade al poema la mirada sentimental. El entorno cobija asombro, sacude a quien participa de su belleza y convierte al sujeto en pálido reflejo de lo externo. “Aldea” se nutre de haikus sobre la vida comunitaria. La convivencia reparte quehaceres, y las palabras plasman esa labor del otro o su mera presencia, ya sea en el taller, en las aceras, en el recinto solitario del jardín o junto a la madrasa.     
   El magisterio de Matsuo Bashô abre el apartado “Montaña”. El haiku encarna al caminante que se desplaza sin dirección “porque cada día es un viaje y la casa misma es viaje”. En esta sección, los enunciados dejan la inquietud de un paisaje cambiante, hecho para enlazar pasos y vicisitudes.
   Cierra el libro “Mar” un breve muestrario. La presencia del agua, como espacio de belleza y meditación, inspira textos en los que también está presente el laboreo de los pescadores y el multiforme vitalismo acuático de la fauna marina.
   Lluvias continuas propaga desde el haiku un ideal de belleza. Cobija el perfil de lo transitorio. Da voz a una sensibilidad que parece anteponer la representación a las cosas en sí.  Suena a rumor que calla, porque el sueño siempre es más valioso que lo real. 
   Más allá de su verdad humilde y sensitiva y de capacidad observadora, el haiku contemporáneo es una línea abierta. Lejos de subvertir principios estéticos, la estrofa airea una modulación cambiante, en la que cada escritura incorpora el temblor y la brisa de lo subjetivo. Las palabras nunca suenan neutrales, aportan un arte poética en cuyo contexto se define una personal concepción del haiku con claridad y llaneza. La escritura se sitúa en un territorio fértil y asume una perspectiva. Así sucede con las voces analizadas. Son poetas que convierten al haiku en una proyección de futuro, en una ecuación irresuelta que aleja a sus haikus de cualquier tedio ensimismado. Desde ese impulso persuasivo el trébol del haiku, mínimo, verdecido, sediento,  muestra nuevas hojas. 

JOSÉ LUIS MORANTE




 

jueves, 16 de junio de 2022

ARTURO TENDERO. EL PRINCIPIO DEL VUELO

El principio del vuelo
Arturo Tendero
Editorial Páramo, Poesía
Valladolid, 2022


UN TAPIZ DE LLUVIA

 
   Poeta, crítico literario y gestor cultural de eventos como las jornadas Poesía viva en la primavera manchega, Arturo Tendero (Albacete, 1961) cultiva la poesía desde hace más de treinta años, con un despliegue de títulos que arranca, en la epifanía de los años noventa, con el volumen Una senda de aldeas cotidianas (1991). Ahora suma al trayecto El principio del vuelo, entrega lírica que asienta como umbral una mínima reflexión existencial de Dante Alighieri: “Humano, ay, para volar naciste, ¿por qué con poco viento das en tierra?”. Tampoco pasa inadvertida la emotiva dedicatoria, que vale la pena reproducir por el entrelazado de gratitud, afecto y evocación y zarandea la memoria con la cercana ausencia del poeta filósofo: “Este libro está escrito desde la altura de un gorrión y dedicado a la memoria de Antonio Cabrera, el ornitólogo”.
  El poema inicial “Sortilegio” constata la persistencia de un ideario en el que se encuentran sujeto y entorno en una convergente percepción de los ciclos temporales y en una manera singular de moldear la sensibilidad cambiante de la identidad. La meditación viaja hacia dentro, impregna los versos y busca aprenderse. Interioriza los estratos aparentes de lo  real y transciende significados, como indicios de búsqueda y conocimiento. Este desempeño del estar como ejercicio de libertad y vuelo unifica la identidad del sujeto y el  ave, como si el afán de volar prodigara tareas necesarias. El poeta asume ese quehacer en el poema “El principio del vuelo”: “me agito entre las cosas / confundiendo el vivir con el pensar / y así todo transcurre más deprisa, / sin dejar asideros, o dejando / fugacidades, flecos”.
   Otra vez retorna lo cotidiano como marco auroral de la existencia. Las redes temáticas hacen del entorno cercano una argamasa para enlazar recuerdos y memoria, regreso a lo que fuimos, como se explora en los versos de “Adolescencia”: “Todo podemos soportarlo: / de tanto regresar aprendimos de sobra / que el vivir es rocío, / que la amistad, las grandes ilusiones / se van evaporando en cuanto el sol las toca, / que la magia es saberlo y resistir”: El yo se empeña en sentir el latido animoso de los días y hallar en los espacios que el mundo ubica frente a los sentidos un entorno abierto, los rincones poblados de una conciencia viva, un cálido inventario de certezas. Desde ese papel de persistente testigo nace el poema: “Oyéndolo / me lleno a manos llenas / de cosas intangibles, / siento que formo parte del tesoro, / como el grillo o el mirlo / intento intercalarme sin dañarlo / en este hechizo que está sobrevolándonos”.
   El orden azaroso del reloj bascula entre el recuerdo –qué hermoso homenaje confidencial al padre en el poema “Consultas”- y las sensaciones tangibles del ahora que se empeñan en llenar los instantes de inaplazables tareas. Desde la necesidad de fijar las coordenadas cambiantes del ahora nacen poemas como “Apagón” que ilumina el sentido de este caminar transitorio: “Qué segundos más largos los que tardas / en devolver el orden a tu vida, / y qué flecos de oscuridad arrastras / cuando vuelves al fuego haciendo esfuerzos / por poner en su sitio tu entereza”.
   El poema se empeña en reconstruir secuencias de lo vivido y lo soñado que  tienen el poder emocional de la experiencia. Rescatan ausencias, alabanzas de aldea y sosiego rural y los persistentes hábitos familiares que son capaces de preservar nuestra identidad más efectiva. Esa percepción construye puentes entre lo que fue y lo que es ahora y hace de la sensibilidad de quien recuerda un suelo movedizo, que no sabe muy bien qué coordenadas habita. Pero también el ahora constituye una razón de ser.
  El interés se centra con frecuencia en los elementos del entorno. Están ahí; no son prematuros o tardíos. Protagonizan una armonía natural que debe integrarse en el pensamiento de quien los contempla. El hablante lírico es quien tiene que descubrir la razón generatriz del conjunto, el nexo armónico que los relaciona con el sujeto. Los poemas difunden estados de ánimo; desgranan sus versos en argumentos sin épica, como si el yo poemático se obstinara en medir, a cada instante, su estatura de normalidad. La voz de Arturo Tendero es una toma de conciencia de la realidad exterior y de sus emanaciones naturales. Es también la certeza de que el tiempo transcurrido caligrafía en nuestra percepción una mínima estela, un destello de luz que sigue hablando con susurro imperceptible. Quien escribe ofrece el calor de una lumbre adormecida, que no pierde el rescoldo.
  Sirve de coda una invitación a la poesía. Tras la apariencia gris y rutinaria de lo cotidiano que convierte al sujeto poético en hombre de la calle, está la voluntad inadvertida en continua vigilia para acudir al paso del poema, para hacer del silencio un regreso pactado a las palabras, sin preguntar espacios ni razones, haciendo del poema una razón de ser y de sentir.
 

JOSÉ LUIS MORANTE




lunes, 13 de noviembre de 2017

ANTONIO CABRERA. EMOCIÓN Y VERDAD

Antonio Cabrera
Fotografía de
Uno y Cero Ediciones

LA POESÍA DE ANTONIO CABRERA

                               De luz y de abstracción
              está rodeado
 todo
     
                                            ANTONIO CABRERA

   Tras las tentativas exploratorias del comienzo, Autorretrato y Ante el invierno, Antonio Cabrera (Medina Sidonia, Cádiz, 1958) consolida trayecto con el poemario En la estación perpetua, ganador del Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe y reconocido, unos meses después, con el Premio Nacional de la Crítica. Aquella salida acentúa el registro meditativo y sugiere afinidades cercanas con Francisco Brines, César Simón y Eloy Sánchez Rosillo. El hilo conductor del verso hace de la indagación en la existencia veta temática esencial. Es signo que da coherencia al cauce escritural y tiene un recorrido sin apenas  alteraciones en las entregas posteriores, Con el aire Piedras al agua.
   Editado en el 2000, En la estación perpetua hace de umbral una solemne aseveración de Miguel de Unamuno: “El gran misterio es la conciencia y el mundo en ella”. La madrugadora epifanía de la claridad concede el esplendor de lo diario, esa acumulación de formas y contornos que precisan y delimitan los sentidos. La materia no tarda en guarecerse tras el cristal del pensamiento, mudo testigo de esa intacta luz de lo creado. La fragmentada percepción alumbra en la conciencia escuetas certezas de un tiempo impávido que cifra, en ocasiones, el sentido final de sus mensajes. El pensamiento se convierte en estación perpetua, en refugio tenaz de lo transitorio que, poco a poco, se va disipando en la memoria.
   En la colección de haikus Tierra en el cielo, los textos se apoyan en un monotema: las aves. Se aborda, con mínimos elementos conceptuales, una escritura de tacto exquisito en la que se encierra el acontecer natural de un elemento vivo del paisaje. Al margen de notas explicativas, las instantáneas dibujan con su triple trazo la diversidad alada del azul en vuelo; versos a la espera de una pluma en el aire, exenta de contaminaciones alegóricas. Los rasgos reales –reflejo y vuelo- mediante ojos limpios cantan esos serenos indicios de una naturaleza enaltecida. Tierra y cielo, en su humilde apariencia, es un apasionado soliloquio con la ornitología, una de las pasiones del poeta.
   La primera etapa poética de Antonio Cabrera tiene la condición de un viaje minucioso que pone rumbo a un saber introspectivo y que contempla, con sosegado estar, los espacios de una realidad transitoria con la que el ser individual establece una relación unitaria.
  Ya he aludido a las constantes vitales que conectan estas entregas de Antonio Cabrera hasta conseguir la identidad de tono: el intercambio relacional entre el hombre y su entorno natural, la proyección reflexiva de lo sensorial y el material filosófico que muestra la luz áurea del discurrir. Otras impresiones añadidas son la serenidad expresiva y el sentido clásico de su poesía.
  El cuaderno Seis poemas, editado en la colección santanderina Ultramar, adelantaba  algunas composiciones de Con el aire, entrega de 2004, tras conseguir el XXV Premio Ciudad de Melilla. Recordemos que la filosofía griega especuló sobre el aire como elemento natural. Anaxímenes lo hizo principio germinal de las cosas y Empédocles lo integró en los cuatro vértices primordiales, junto al agua, el fuego y la tierra. La atmósfera es fuente que niega el vacío y está en cualquier punto de la superficie, aportando los elementos gaseosos básicos para la vida.
  Antonio Cabrera registra en sus poemas el contacto gozoso con el aire. El sujeto verbal se acomoda en la transparencia del cielo y enumera las nítidas pruebas que conceden al aire un papel activo en el acontecer: hace posible la llama, el leve vuelo del humo, el desplazamiento de las aves y la pausada respiración de quien contempla y comparte los benefactores efectos que dan continuidad al tránsito existencial.
  De esa participación subjetiva en los procesos naturales surge una afinidad de pensamiento y espíritu, una manifiesta consonancia entre la realidad externa y la conciencia de ser. En ese fondo hospitalario discurre el cauce remansado de lo vivencial. Pero la conciencia también mira el interior, busca lo abstracto, el sesgo brumoso de la reflexión. En esos laberintos del pensar, el sosiego se torna perturbación, como si una brisa húmeda y desapacible azotara con su inclemencia.
  El título “La habitación de Leipzig” sugiere una referencia cultural inmediata. La ciudad alemana del estado de Sajonia es cuna de conocidos personajes históricos como J. Sebastian Bach y Richard Wagner. También tiene conexiones biográficas con Friedrich Nietzsche, una de las figuras más significativas de la filosofía moderna. Al comentar este poema, el poeta y crítico José Luis García Martín anula cualquier apoyatura cultural para centrarse únicamente en la nítida línea argumental: la contemplación de la amada dormida. En su estar negligente, el sueño exilia de lo real y dibuja en el silencio de los sentidos apagados oníricos paisajes que desplazan los ángulos de fuga del pensamiento. En ese estado, lo que la ciudad ofrece por la ventana abierta, esos indicios de historia y pensamiento, es simple humo, una estela que no deja espacio y que sólo recupera sitio al despertar.
  Los poemas centrales, acogidos en “Idea” discurren por un cauce meditativo. Corresponde a las palabras descubrir lo que se manifiesta más allá de la apariencia, dar voz a ese silencio ensimismado que amplía la conciencia. Lo sensorial crea inquietud porque percibe la condición transitoria de la realidad y sus continuos cambios. La claridad del pensamiento concede algunas convicciones: lo que se percibe son signos fugaces que deposita cada amanecida, acaso con un significado secreto, incontestable y mudo.
  El apartado “De mi nombre” muestra una íntima alternancia de motivos. Son estímulos para la indagación el tenebrismo de una pintura, la sugerente mudez de los objetos domésticos o el despliegue de estampas del paisaje. Un recorrido por lo diverso que plantea al protagonista verbal la ecuación de su sentido: “todo viene hacia mí, todo me esquiva”.
  Lo real instaura un orden natural y apacible en el que encuentra sitio la fugaz trayectoria del yo que contempla y abre sendas nuevas a su solipsismo: “El que cierra los ojos: el mismo que los abre. / Duermo en mí / y mi aurora está en mi nombre. / Afuera siempre, / un rumor al que acudo, una anchura / soñada o sensitiva, / ceremonial, inaccesible, intacta. “ 
 Completa el corpus hasta la fecha Piedras al agua, un libro cuyo título sugiere una dimensión simbólica. El aserto “piedras al agua” galvaniza la intuición con un significado sugerente: sobre el reposo de la plata dormida, el choque de la piedra origina una perturbación que se propaga con la misma intensidad en todos los sentidos. La quietud muda en movimiento, dibuja ondas concéntricas. De modo similar funciona la sensibilidad de quien contempla; los elementos externos propagan sus cualidades. El alrededor se posiciona, pugna por mostrarse en el tiempo; completa un inventario de huellas y evidencias. El suceder y los paisajes se complementan en un trascurso ajeno al existir de quien los nombra; plena y condescendiente la realidad se muestra múltiple. Todo es superficie, proximidad y lejanía dispuestas a ser captadas por lo sensorial: “ahora, justamente ahora, / voy a tirar piedras al agua / con las que remover / este limo contrario, / este cieno exterior / de las cosas visibles”.
   En el tramo inicial de Piedras al agua es referente clave el mosaico de formas que roza la pupila. Este enfoque muda en la segunda parte del libro donde es línea continua el trazo evocador de la memoria. La rememoración acerca también los contraluces de lo doméstico. Están los efectos duraderos del dolor y la muerte y está la angustia e inquietud que postula el manso cabalgar del presente.
 La tercera sección comienza con una poética –aunque muy alejada de la teorización metaliteraria- de aliento aristotélico; el poema medita sobre las conexiones entre pensamiento y materia exterior, y concluye de forma memorable con estos versos: “De luz y de abstracción / está rodeado / todo”. La claridad ilumina para que el pensamiento complete itinerarios en un estar armónico que observa sin alterar. La función del poema es crear un territorio de conocimiento, una vía de exploración que busca el sentido de un orden natural.
 El existir conlleva una muda de escenarios que sitúa al hablante lírico entre lo fijo y lo cambiante, en un estar que hace de lo accidental pensamiento y conciencia. La identidad del yo queda sumergida en la celebración calmada del entorno. Percibir aloja al ser en un estado existencial que nos transforma en parte de un todo atemporal.
 Si hay poetas que entienden cada entrega como un hito disperso, el quehacer de Antonio Cabrera permanece fiel a un ideario estético que aglutina filosofía y meditación de forma continua. El poema elabora un discurso natural con una expresión precisa y trasparente, en la que comparten sitio recogimiento interior y comunicación con la naturaleza, una naturaleza sin tonos arcádicos, cercana y real; el paisaje externo y el espacio interior se relacionan e identifican hasta alcanzar una nueva configuración en el poema. Al cabo, esa es la tarea esencial de la escritura: frente a lo caduco y transitorio, conceder a la existencia una realidad más profunda.


jueves, 23 de junio de 2016

ANTONIO CABRERA. CORTEZA DE ABEDUL

Corteza de abedul
Antonio Cabrera
Tusquets Editores
Barcelona, 2016

CORTEZA DE ABEDUL

   Antonio Cabrera (Medina Sidonia, 1958) ha recorrido en el tiempo un largo itinerario docente como profesor de filosofía y este quehacer tiene una presencia continua y transversal en la definición de su poesía. El gaditano afincado en Castellón tiene en el curso de su escritura una inclinación natural a lo reflexivo, donde los versos nacen del aprecio a lo cercano y de una sensibilidad dispuesta y vigilante.
Tras la publicación en 2014 de su antología Montaña al sudeste, con prólogo de Josep Maria Rodríguez, agrupa sus inéditos en el poemario Corteza de abedul, cuyo título ya especifica de forma evidente que la naturaleza y sus elementos adquieren en el ideario de Antonio Cabrera un protagonismo central. Lo exterior vela las contingencias del intimismo ensimismado  y propicia un diálogo incansable que fuerza a la conciencia del sujeto a ampliar límites. Lo ajeno se hace costumbre y desplaza hacia las galerías de quien percibe su respiración. Allí mantiene sus señales de vida, que mudan en abstracción y pensamiento.
  La naturaleza nunca es un envoltorio frío sino un organismo proteico que camufla colores y líneas. El paisaje ofrece sus propios puntos de vista, como un espacio de afirmación frente al yo: “Tú aún no lo eres / pero el paisaje sí, él ya le es fiel / y da un paso de luz retrocediendo en torno. / Pon distancia también para estar dentro. / Contémplala, respira.” Las sensaciones conforman una amplia superficie en la conciencia, en su percibir establecen un orden natural de quietud y permanencia que se hace presente desde la evocación; se crea un estar cercano, un sitio interior: “Están en torno a mí / pero como a resguardo, / en existencia que no toca / ningún otro existir. / Que sean contiguas / carece de valor,  porque la luz las marca / y las preserva incólumes “.
  Pero el sujeto verbal no solo incide en el patrimonio sensorial del discurrir. Los versos se hacen voz apelativa para glosar razones, para incidir en la plenitud de la convivencia con los fugaces invitados del asombro: pájaros, flores diminutas que muestran su apacible armonía en la intemperie del tiempo, y mínimas criaturas que se hacen accesibles un instante para hacer posible su contemplación ensimismada.
  En Corteza de abedul asoma vivo y pleno un mundo respirable que es al mismo tiempo fugacidad y permanencia, que muestra su desorden, ese azar pautado que deshoja la vida al paso convertida en lección y en elegía. Entre la naturaleza y el yo se establece siempre una distancia corta y en ella el pensamiento busca el pulso elemental de la belleza.


viernes, 3 de enero de 2014

ANTONIO CABRERA. PRIMEROS LIBROS.


LA PRIMERA POESÍA DE ANTONIO CABRERA

   Tras las tentativas exploratorias de Autorretrato y Ante el invierno, Antonio Cabrera (Medina Sidonia, Cádiz, 1958) consolida trayecto con el poemario En la estación perpetua, reconocido con el Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe y, unos meses después, con el Premio Nacional de la Crítica). Aquella salida escribe sus composiciones desde un registro meditativo y revela  afinidades con Francisco Brines, César Simón y Eloy Sánchez Rosillo. El hilo conductor de los poemas hace de la indagación en la existencia veta temática esencial. Es signo que da coherencia a su escritura y apenas sufre alteraciones en las líneas estéticas posteriores, como se constata en las entregas Con el aire y en Piedras al agua.
   Editado en el 2000, En la estación perpetua tenía como umbral una solemne aseveración de Miguel de Unamuno: “El gran misterio es la conciencia y el mundo en ella”. Así  lo vislumbra el lector. La madrugadora epifanía de la claridad nos cede el esplendor de lo diario, esa acumulación de formas y contornos que precisan y delimitan las presencias observadas por los sentidos. No tardan en guardarse tras el cristal del pensamiento, mudo testigo de esa intacta luz de lo creado. La fragmentada percepción alumbra en la conciencia escuetas certezas de un tiempo impávido, que cifra en ocasiones el sentido final de sus mensajes. El pensamiento se convierte en estación perpetua, en refugio tenaz de lo transitorio que, poco a poco, se va disipando en la memoria.
   En la colección de haikus Tierra en el cielo, el poeta apoya sus textos en un monotema: las aves. Se aborda, con mínimos elementos conceptuales, una escritura de tacto exquisito en la que se encierra el acontecer natural de un elemento vivo del paisaje. Al margen de notas explicativas, las instantáneas dibujan con su triple trazo la diversidad alada del azul en vuelo; versos a la espera de una pluma en el aire, exenta de contaminaciones alegóricas. Los rasgos reales –reflejo y vuelo- mediante los ojos limpios del haiku cantan esos serenos indicios de una naturaleza enaltecida. Tierra y cielo, en su humilde apariencia, es un apasionado soliloquio con la ornitología, una de las pasiones del poeta.
   La primera poesía de Antonio Cabrera es un viaje lento, minucioso, que pone rumbo a un conocimiento introspectivo y que contempla con sosegado estar los espacios de una realidad transitoria con la que el ser individual establece una relación unitaria.Ya he aludido a las constantes vitales que conectan las distintas entregas de Antonio Cabrera hasta conseguir una palmaria identidad de tono: el intercambio relacional entre el hombre y su entorno natural, la proyección reflexiva de lo sensorial, el material filosófico que aporta una luz áurea y muestra la azarosa senda del discurrir. A las que añado ahora serenidad expresiva y sentido clásico del poema que dejan una personal versión del misterio del mundo y la emoción intacta del verbo necesario.