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miércoles, 10 de mayo de 2023

JOAN DE LA VEGA. LO QUE DICEN LAS PIEDRAS

lo que dicen las piedras
Joan de la Vega
Ilustraciones de Cuca Muro
Prólogo de Teresa Garbí
Editorial Páramo
Valladolid, 2023


 

EN LA MONTAÑA

 

   El decurso del haiku en las últimas décadas ha logrado pleno asentamiento en nuestro mapa literario. Así lo ratifica el número de cultivadores del trébol japonés y la notable cantidad de títulos publicados. Su cultivo ha perdido cualquier exotismo traslacional hasta conseguir un aire pleno de normalidad como estrategia expresiva. La estrofa se expande a buen ritmo entre la singularidad y el matiz de una escritura intergeneracional de renovado impulso. También el haiku resulta un vértice esencial en la pujanza creadora de Joan de la Vega (Santa Coloma de Gramenet, 1975) que ya dejó otra muestra en el libro En torno a Issa y otros difuntos (2021).
  La introducción de Lo que dicen las piedras a cargo de la poeta y editora Teresa Garbí constata que estos poemas se mueven en un ámbito de afinidad con el espacio natural. Quien escribe sondea su relación con la naturaleza, se siente pleno interlocutor en el diálogo sin voz del entorno y encuentra casa abierta en la montaña. Los elementos diseminados del paisaje son parte de la respiración vital: “En Lo que dicen las piedras hallamos las características habituales del haiku: descripción de impresiones, siempre mediante la sugerencia, más que la constatación, el detalle casi transparente, cristalino”. Como ratifica la cita inicial de Susana Benet, se trata de escuchar en silencio el roce diario de lo inanimado.
  Joan de la Vega aglutina los haikus de “¿Piedra o árbol? bajo el pensamiento cercano de Octavio Paz y deja caminar el pensamiento por la observación. Lo hace con la certeza de que los sentidos reflejan una afirmación de vida, las señales esparcidas en la piel de los días de un sencillo abecedario, cuajado de asombro. El testigo refleja sensaciones y el poeta evita la monotonía formal combinando los tres versos mediante blancos. Así, se pausa la cadencia versal del terceto japonés con distintas respiraciones de uno y dos versos, dos versos, blanco y verso final, o dos versos, blanco y verso conclusivo.
   El avance de los haikus elige el entorno como marco habitual del plano sensitivo y subraya como presencias próximas el agua, el cielo, el monte, los árboles, las piedras o los ciclos estacionales del pasto. También el tanka se integra como forma expresiva en esta celebración de la memoria visual.
   En la segunda sección “lengua de boj” el haiku expande la reflexión interior como veta argumental básica. Se hace más presente el discurrir temporal que va completando memoria y evocaciones con levísimas pinceladas que dan la bienvenida al nuevo día, o trazan itinerarios a contraluz, en los que se percibe el ámbito vivencial del sujeto biográfico. También es un motivo reseñable la mirada interior de la poesía hacia sí misma: “La poesía / es un alma cargada / / de trastos viejos”, irónica alusión al célebre acierto de Gabriel Celaya. Lo metaliterario huye del carácter reflexivo y solemne para asentarse en la ironía ante una lectura que solo constata naderías en verso, o en el empeño del poema en dar cobijo a lo real y lo irreal.
   Joan de la Vega prefiere el despojamiento ornamental en sus versos; no busca rastros del asombro expresivo sino la naturalidad de un lenguaje que muestra intuiciones y cartografía sensorial. La naturaleza está ahí y la conciencia debe permanecer en vigilia para escuchar su idioma.
  Con los haikus caminan las ilustraciones de Cuca Muro, Licenciada en Historia y Graduada en dibujo publicitario. Son diez dibujos con textura onírica y plena autonomía respecto a las estrofas. La pintura entrelaza interioridad y exterioridad e interpreta el continuo deambular textual. El carácter aparentemente realista y enunciativo del haiku se enriquece con la indagación estética de cada imagen que añade al hilo argumental una mirada lírica.
   Durante muchos años Joan de la Vega ha sido editor y responsable del brillante catálogo de la Garúa. Así que estará muy satisfecho con el taller de Editorial Páramo. Lo que dicen las piedras es un canto celebratorio, donde el fluir del pensamiento viaja corriente abajo con el agua fresca de la emoción y la luz en la retina; con ese estar en tránsito que conforma un mundo natural y cercano donde la belleza vertical siempre se reconoce.

JOSÉ LUIS MORANTE

 
   

sábado, 1 de abril de 2023

DANIEL ZAZO. LAS MANZANAS DE IDUNA

Las manzanas de Iduna
Daniel Zazo
Editorial Páramo
Valladolid, 2023

 

CONTRA EL TIEMPO

 
   Daniel Zazo (Ávila, 1985) ubica como umbral de su cuarta entrega poética Las manzanas de Iduna  una compilación paratextual que comparte un territorio reflexivo común: el fluir del tiempo como inexorable presencia de la condición existencial y sus efectos secundarios. Ya en el tramo creativo anterior, el que conforman las salidas Que ardan los fuegos (2017), La periferia del deseo (2019) y Singladuras (2021) la temporalidad y su parco proceso de disgregación era uno de los veneros argumentales básicos, junto a la mirada introspectiva y el compromiso con el yo colectivo.
   El título Las manzanas de Iduna acoge un referente cultural que, en nota introductoria, Daniel Zazo clarifica de inmediato. El poeta recuerda que Iduna es un sujeto ficcional incardinado en la mitología nórdica. Es la esposa del dios Bragi y la personificación del ciclo temporal de la primavera como amanecida de fertilidad y renovación. Su tarea es custodiar las manzanas que conceden a los dioses eterna juventud y paralizan el declive físico, haciendo que su fruto sea alimento nutricio y garantía de inmortalidad.
   Desde esta reivindicación de permanencia de un yo poético que aspira a vencer los efectos del estar transitorio, los versos de “Álbum de fotografías” alojan un retorno al pasado. Confían en el claro propósito enunciativo de la evocación. Los poemas construyen un mapa de recuerdos que entrelaza emotivas presencias, apenas desgajadas de sus actitudes y gestos. Retornan la mano hospitalaria de la abuela y un yo diáfano y auroral, con ojos de niño, que se asoma a la existencia y comparte el latido de los días en un cálido entorno familiar. Son provisiones necesarias para nutrir una biografía de experiencias y sensaciones, de instantes que conforman el aprendizaje sentimental.
  Por tanto, Daniel Zazo recupera identidades conectadas a la biografía afectiva, como si su regreso tuviese una función terapéutica, capaz de reconciliarnos con el lenguaje del tiempo y su itinerario de pérdidas. Asomarse al pasado es convertirse en pasajero de un largo tránsito en el que conviven imaginación y realidad: lo transitorio y el deseo de subvertir anclajes del reloj.
  En ese largo recorrido por la memoria, el figurante verbal encuentra la compañía inefable del amor. Supone la firmeza de un suelo que hace del cuerpo canto, celebración y la esperanzada euforia del comienzo: “He vuelto a aquel tiempo donde todo era primicia, / acertijo en los labios de la esfinge, / pólvora y química, fasto y pirotecnia, / pero al regresar, ni rastro de aquella lumbre, / el incendio dejó paso a una nube de pavesas”. Indagar el transitar de las horas es reconocer en el espejo los cambios azarosos del derrumbe en el vaivén de los días. Queda la huida, el acto de negar que es inevitable el deterioro; la esperanza tal vez de partir al alba.
    La cercanía de la intemperie aconseja ignorar el quehacer de los relojes. En el apartado central “AS TIME GOES BY” se indaga sobre el eterno afán de la juventud, ese empeño en comer las manzanas de Iduna para que el hábitat del ahora sea un tácito acuerdo con lo permanente. Si los afectos del fruto son incansables estímulos, Daniel Zazo aloja en sus versos un prolijo inventario de asuntos culturales: el cine, los libros y el viaje son reflejos en los que se asoma el diáfano cristal del entorno.
   En el cuaderno del poema queda también la sombra de la historia y esas precisas ubicaciones que permanecen suspendidas en los hilos del discurrir: “Sé que hay gritos que esquivan la ley de la gravedad, / y amarrados en las costuras de la historia / permanecen suspendidos en el umbral del tiempo”. Queda también la semántica fuerte de acoger el  propio destino suspendido en la línea de horizonte, entre la esperanza y el desencanto. Como dice el poeta, en el repliegue: “Vivir es sostener y soltar. / Eso es todo. / Parece sencillo / pero entre estos dos verbos / oscila el sentido de la vida”.
   Como apartado final Daniel Zazo deja en “Reloj sin manecillas” la idea simbólica de un artilugio limitado, sin cuerda, incapaz de medir las convulsiones inagotables del tiempo. Parece indeclinable sepultar en las manos la sombra y el silencio, los escombros del hecho de vivir. El tiempo, fuerte león dormido, nos diluye y moldea a su antojo y las posibilidades de resistencia son un duro trabajo prometeico, pese a las convicciones personales y a la terca energía emotiva. Quien habla confiesa que ha vivido, pero pagó un precio.
 
JOSÉ LUIS MORANTE



 

  

jueves, 16 de junio de 2022

ARTURO TENDERO. EL PRINCIPIO DEL VUELO

El principio del vuelo
Arturo Tendero
Editorial Páramo, Poesía
Valladolid, 2022


UN TAPIZ DE LLUVIA

 
   Poeta, crítico literario y gestor cultural de eventos como las jornadas Poesía viva en la primavera manchega, Arturo Tendero (Albacete, 1961) cultiva la poesía desde hace más de treinta años, con un despliegue de títulos que arranca, en la epifanía de los años noventa, con el volumen Una senda de aldeas cotidianas (1991). Ahora suma al trayecto El principio del vuelo, entrega lírica que asienta como umbral una mínima reflexión existencial de Dante Alighieri: “Humano, ay, para volar naciste, ¿por qué con poco viento das en tierra?”. Tampoco pasa inadvertida la emotiva dedicatoria, que vale la pena reproducir por el entrelazado de gratitud, afecto y evocación y zarandea la memoria con la cercana ausencia del poeta filósofo: “Este libro está escrito desde la altura de un gorrión y dedicado a la memoria de Antonio Cabrera, el ornitólogo”.
  El poema inicial “Sortilegio” constata la persistencia de un ideario en el que se encuentran sujeto y entorno en una convergente percepción de los ciclos temporales y en una manera singular de moldear la sensibilidad cambiante de la identidad. La meditación viaja hacia dentro, impregna los versos y busca aprenderse. Interioriza los estratos aparentes de lo  real y transciende significados, como indicios de búsqueda y conocimiento. Este desempeño del estar como ejercicio de libertad y vuelo unifica la identidad del sujeto y el  ave, como si el afán de volar prodigara tareas necesarias. El poeta asume ese quehacer en el poema “El principio del vuelo”: “me agito entre las cosas / confundiendo el vivir con el pensar / y así todo transcurre más deprisa, / sin dejar asideros, o dejando / fugacidades, flecos”.
   Otra vez retorna lo cotidiano como marco auroral de la existencia. Las redes temáticas hacen del entorno cercano una argamasa para enlazar recuerdos y memoria, regreso a lo que fuimos, como se explora en los versos de “Adolescencia”: “Todo podemos soportarlo: / de tanto regresar aprendimos de sobra / que el vivir es rocío, / que la amistad, las grandes ilusiones / se van evaporando en cuanto el sol las toca, / que la magia es saberlo y resistir”: El yo se empeña en sentir el latido animoso de los días y hallar en los espacios que el mundo ubica frente a los sentidos un entorno abierto, los rincones poblados de una conciencia viva, un cálido inventario de certezas. Desde ese papel de persistente testigo nace el poema: “Oyéndolo / me lleno a manos llenas / de cosas intangibles, / siento que formo parte del tesoro, / como el grillo o el mirlo / intento intercalarme sin dañarlo / en este hechizo que está sobrevolándonos”.
   El orden azaroso del reloj bascula entre el recuerdo –qué hermoso homenaje confidencial al padre en el poema “Consultas”- y las sensaciones tangibles del ahora que se empeñan en llenar los instantes de inaplazables tareas. Desde la necesidad de fijar las coordenadas cambiantes del ahora nacen poemas como “Apagón” que ilumina el sentido de este caminar transitorio: “Qué segundos más largos los que tardas / en devolver el orden a tu vida, / y qué flecos de oscuridad arrastras / cuando vuelves al fuego haciendo esfuerzos / por poner en su sitio tu entereza”.
   El poema se empeña en reconstruir secuencias de lo vivido y lo soñado que  tienen el poder emocional de la experiencia. Rescatan ausencias, alabanzas de aldea y sosiego rural y los persistentes hábitos familiares que son capaces de preservar nuestra identidad más efectiva. Esa percepción construye puentes entre lo que fue y lo que es ahora y hace de la sensibilidad de quien recuerda un suelo movedizo, que no sabe muy bien qué coordenadas habita. Pero también el ahora constituye una razón de ser.
  El interés se centra con frecuencia en los elementos del entorno. Están ahí; no son prematuros o tardíos. Protagonizan una armonía natural que debe integrarse en el pensamiento de quien los contempla. El hablante lírico es quien tiene que descubrir la razón generatriz del conjunto, el nexo armónico que los relaciona con el sujeto. Los poemas difunden estados de ánimo; desgranan sus versos en argumentos sin épica, como si el yo poemático se obstinara en medir, a cada instante, su estatura de normalidad. La voz de Arturo Tendero es una toma de conciencia de la realidad exterior y de sus emanaciones naturales. Es también la certeza de que el tiempo transcurrido caligrafía en nuestra percepción una mínima estela, un destello de luz que sigue hablando con susurro imperceptible. Quien escribe ofrece el calor de una lumbre adormecida, que no pierde el rescoldo.
  Sirve de coda una invitación a la poesía. Tras la apariencia gris y rutinaria de lo cotidiano que convierte al sujeto poético en hombre de la calle, está la voluntad inadvertida en continua vigilia para acudir al paso del poema, para hacer del silencio un regreso pactado a las palabras, sin preguntar espacios ni razones, haciendo del poema una razón de ser y de sentir.
 

JOSÉ LUIS MORANTE




sábado, 20 de noviembre de 2021

DANIEL ZAZO GIL. SINGLADURAS

Singladuras
Daniel Zazo Gil
Editorial Páramo
Valladolid, 2021

 TIERRA IGNOTA
 
 
   Esta tercera entrega de Daniel Zazo (Ávila, 1985), tras Que ardan los fuegos, libro epifánico editado en 2017, y La periferia del deseo, su primera incursión en el catálogo de Editorial Páramo, busca en su planteamiento un mapa de ruta que encuentre para los itinerarios del yo cauces de introspección y experiencia. Así lo corrobora el collage de portada y el selecto aporte de citas nucleadas en torno al viaje con magisterios de intensa permanencia: Konstantino Kavafis, Anne Carson, Jack Kerouac y Fernando Pessoa.
   Si el desplazamiento reivindica en su transcurso la fuerza para cambiar la textura completa de la identidad es necesario, antes de partir, adentrarse en el propio pensamiento, dar voz a los prolegómenos del discurrir. Así se titula el apartado auroral compuesto por un único poema “Travesía”, en el que aflora la necesidad de una conciencia nómada para renunciar a la sedentaria quietud del conformismo: “Emprender la travesía como quien, / con paso firme y con los ojos cerrados, / se arroja huérfano y sin saber nadar, / desde un farallón alejado de la costa / a los profundos abismos del piélago”.
   El afán metaliterario se convierte de inmediato en razón argumental; así tiende sus versos el apartado “Periplo” que sale al día con una poética;  en ella se constata la incertidumbre del perímetro escritural, esa necesaria actitud de búsqueda que sondea la superficie y nunca toca fondo. Con un claro propósito enunciativo, los poemas van planteando un clima lector donde el fluir aloja los matices: la percepción en la ventana del campo abierto, las provisiones necesarias para nutrir la senda, la compañía y la caricia, o el sustrato cultural que rescata los pasos de la tradición, como dejan constancia los versos de “Odiseo” recuperando el demorado regreso de Ulises al lecho de Penélope. Daniel Zazo es un lector que asume la profunda metafísica del libro y recupera numerosos personajes imaginarios para que sus regresos constates una incisión meditativa. Al manso despliegue versal llegan los pasos de Lemuel Gulliver, Bastian, Santhi Andía o Lord Jim, pasajeros de la página escrita que enlazan imaginación y realidad como geografías trasversales.
   Otro tejido fuerte del poema es el erotismo como canto y celebración y la mirada a la historia como página abierta a la interpretación ética, o el propio papel activo del yo zarandeado por un tiempo extraño, que erosiona la piel cálida de las utopías. En el poema “Mi generación” se guardan las cicatrices abiertas de lo contingente; la caída de las torres gemelas, la educación sentimental o esos hitos de la memoria como el movimiento social del 15-M que definen un lapso temporal, tan igual y distinto a los que le precedieron.
    Al hilo de Cernuda, Daniel Zazo argumenta que la única patria es el cuerpo; desde esta idea se escribe el homenaje a la coherencia ideológica y personal del progenitor del poema “Apátrida”, un rechazo a la establecida intemperie de las salvas de cuartel y una reinvención de la ternura que hace de los sentimientos el más tácito premio en la quimera gris de lo real. Si los afectos son incansables estímulos del viaje, como lo son la música y el diáfano cristal del entorno, en el cuaderno de bitácora quedan los lugares del poema, sendas que buscaron su ubicación precisa en la memoria. Queda también la semántica fuerte del peregrinaje como intacto símbolo de la existencia: “Vivir es sorprender al murciélago en pleno vuelo / y apoderarse del pálpito del albatros / ante la inminente llegada del huracán. / Es volver a los diecisiete en una noche de cencellada, / desvelar lo invisible en los vértices del cuerpo / y encontrar en el absurdo la lógica de todos los sentidos”.
   Como estación final del poemario Daniel Zazo deja dos enclaves verbales, el esqueje de “Legado”, solo formado por dos versos que parecen reivindicar la desnudez como único patrimonio del viaje; y la sección “Coda”, subtitulada “La jaula invisible”, que clausura el poemario con los trazos de este tiempo de clausura y pandemia, una realidad colectiva que ha quebrado el vuelo libre y que ha cambiado las rutinas diarias, siempre necesitadas del asombro y lo inesperado. Ya casi es costumbre la sombra y el silencio, esa singladura sin pasos que deja en nuestras manos la ceniza.
   Singladuras se construye con un claro sentido unitario, a partir de los significados connotativos del desplazamiento. Viajar, más que una aleatoria suma de pasos, es adentrarse en los itinerarios del pensamiento; es interiorizar los estímulos y sensaciones que depara el caminar para percibir, con la mansa caricia del regreso, que espera a los que vuelven el final del túnel, el súbito destello del comienzo.
 
JOSÉ LUIS MORANTE


 

  

jueves, 29 de abril de 2021

DANIEL ZAZO. SINGLADURAS

Singladuras
Daniel Zazo
Editorial Páramo
Valladolid, 2021

TIERRA IGNOTA

 

   Esta tercera entrega de Daniel Zazo (Ávila, 1985), tras Que ardan los fuegos, libro epifánico editado en 2017, y La periferia del deseo, su primera incursión en el catálogo de Editorial Páramo, busca en su planteamiento un mapa de ruta que encuentre para los itinerarios del yo cauces de introspección y experiencia. Así lo corrobora el collage de portada y el selecto aporte de citas nucleadas en torno al viaje, con magisterios de intensa permanencia: Konstantino Kavafis, Anne Carson, Jack Kerouac y Fernando Pessoa.
   Si el desplazamiento reivindica en su transcurso la fuerza para cambiar la textura completa de la identidad es necesario, antes de partir, adentrarse en el propio pensamiento, dar voz a los prolegómenos del discurrir. Así se titula el apartado auroral compuesto por un único poema “Travesía”, en el que aflora la necesidad de una conciencia nómada para renunciar a la sedentaria quietud del conformismo: “Emprender la travesía como quien, / con paso firme y con los ojos cerrados, / se arroja huérfano y sin saber nadar, / desde un farallón alejado de la costa / a los profundos abismos del piélago”.
   El afán metaliterario se convierte de inmediato en razón argumental; así tiende sus versos el apartado “Periplo” que sale al día con una poética;  en ella se constata la incertidumbre del perímetro escritural, esa necesaria actitud de búsqueda que sondea la superficie y nunca toca fondo. Con un claro propósito enunciativo, los poemas van planteando un clima lector donde el fluir aloja los matices: la percepción en la ventana del campo abierto, las provisiones necesarias para nutrir la senda, la compañía y la caricia, o el sustrato cultural que rescata los pasos de la tradición, como dejan constancia los versos de “Odiseo” recuperando el demorado regreso de Ulises al lecho de Penélope. Daniel Zazo es un lector que asume la profunda metafísica del libro y recupera numerosos personajes imaginarios para que sus regresos constaten incisiones meditativas. Al manso despliegue versal llegan los pasos de Lemuel Gulliver, Bastian, Santhi Andía o Lord Jim, cómplices pasajeros de la página escrita que enlazan imaginación y realidad como geografías trasversales.
   Otro tejido fuerte del poema es el erotismo como canto y celebración y la mirada a la historia como página abierta a la interpretación ética, o el propio papel activo del yo zarandeado por un tiempo extraño, que erosiona la piel cálida de las utopías. En el poema “Mi generación” se guardan las cicatrices abiertas de lo contingente; la caída de las torres gemelas, la educación sentimental o esos hitos de la memoria como el movimiento social del 15-M que definen un lapso temporal, tan igual y distinto a los que le precedieron.
    Al hilo de Cernuda, Daniel Zazo argumenta que la única patria es el cuerpo; desde esta idea se escribe el homenaje a la coherencia ideológica y personal del progenitor del poema “Apátrida”, un rechazo a la establecida intemperie de las salvas de cuartel y una reinvención de la ternura que hace de los sentimientos el más tácito premio en la quimera gris de lo real. Si los afectos son incansables estímulos del viaje, como lo son la música y el diáfano cristal del entorno, en el cuaderno de bitácora quedan los lugares del poema, sendas que buscaron su ubicación precisa en la memoria. Queda también la semántica fuerte del peregrinaje como intacto símbolo de la existencia: “Vivir es sorprender al murciélago en pleno vuelo / y apoderarse del pálpito del albatros / ante la inminente llegada del huracán. / Es volver a los diecisiete en una noche de cencellada, / desvelar lo invisible en los vértices del cuerpo / y encontrar en el absurdo la lógica de todos los sentidos”.
   Como estación final del poemario Daniel Zazo deja dos enclaves verbales, el esqueje de “Legado”, solo formado por dos versos que parecen reivindicar la desnudez como único patrimonio del viaje; y la sección “Coda”, subtitulada “La jaula invisible”, que clausura el poemario con los trazos de este tiempo de clausura y pandemia, una realidad colectiva que ha quebrado el vuelo libre y que ha cambiado las rutinas diarias, siempre necesitadas del asombro y lo inesperado. Ya casi es costumbre la sombra y el silencio, esa singladura sin pasos que deja en nuestras manos la ceniza.
   Singladuras se construye con un claro sentido unitario, a partir de los significados connotativos del desplazamiento. Viajar, más que una aleatoria suma de pasos, es adentrarse en los itinerarios del pensamiento; es interiorizar los estímulos y sensaciones que depara el caminar para percibir, con la mansa caricia del regreso, que espera a los que vuelven el final del túnel, el súbito destello del comienzo.
 
JOSÉ LUIS MORANTE


 
   

lunes, 25 de noviembre de 2019

DANIEL ZAZO. LA PERIFERIA DEL DESEO

La periferia del deseo
Daniel Zazo
Editorial Páramo
Valladolid, 2019


LA HOGUERA Y LA CENIZA


   La poesía abulense más joven, llamada a renovar el poso generacional de escritores imprescindibles como José Jiménez Lozano, Jacinto Herrero Esteban o Gaspar Moisés Gómez,  se concreta en unos cuantos nombres entre los que sobresale Daniel Zazo (Ávila, 1985), cuya entrega de presentación Que ardan los fuegos amaneció en  2017.  Poeta, miembro del Consejo de redacción de la revista El Cobaya y profesor en ejercicio, Zazo compilaba en esa carta de presentación textos de casi una década de escritura que tenían como núcleo temático el fuego. El elemento matérico  aglutina germinación y encuentro, formas abiertas y sensaciones de intensidad o carencia en un libro de amanecida, donde resaltaba el carácter orgánico y unitario.
   Su segunda entrega, La periferia del deseo recuerda en su título, y lo refrenda la nota de contraportada, al poeta sevillano Luis Cernuda, quien hizo del concepto un espacio de espera confrontado con la realidad. La sombría existencia anula la dicha y hace del ideal una imagen desangelada de contornos borrosos. La cita de entrada clarifica la condición del sustantivo con unos versos del poeta y cantautor Luis Eduardo Aute: “Deseo es el surco que deja una estrella, / deseo es espejo, deseo es enigma, / deseo es el beso de signos contrarios”.
    Daniel Zazo, ante un paso argumental tan proclive al enfoque emotivo, ubica su discurrir poético en la media distancia y añade a la experiencia personal un amplio sustrato culturalista para trazar las coordenadas situacionales: “Es en los límites donde el deseo se origina, / donde se encuentra su unívoca razón de ser. / Atrás dejó páramos y jaulas de nieve, / la enigmática frialdad de las estatuas / que habitan las desiertas plazas de De Chirico / y las miradas ausentes, casi huidizas / de los desnudos sonámbulos de Delvaux…” Pero muda de perspectivas para abordar un enfoque apelativo frente al yo desdoblado que muestre la razón de la escritura: el poema es un espacio atemporal; abre su territorio a una extensa reflexión sobre imágenes y conceptos, sobre esos hilos de azar que convierten cada estar en la acera diaria en un carro de heno, una carga de vivencias  que deja contemplar al paso cómo el deseo muda con el tiempo, se hace desolación y ruinas.
  También la pintura, tras los pinceles de Bernini, corrobora la condición temporal de la carne y su rastro de nieve. Eso no anula la atracción de la belleza y su fuerza para despertar el tacto del delirio corporal convocado por el fogoso resplandor de la hoguera. Poco a poco el poemario va gestando una erótica cuajada de imágenes, desde ese afán implosivo y germinal de quien siente la llama hasta la atmósfera onírica de la representación pictórica, los poemas van estableciendo equivalencias. Así se fortalece un cuerpo verbal –terremoto, temblor, delirio… - de resplandor y estrépito que halla en la caligrafía del poema su razón de ser.
  En ese fluir de sensaciones, las palabras se convierten en refugio donde habita la claridad del amor. Cada lugar o cada paisaje escenifica una ´´intima representación de los cuerpos”. De igual forma que esas miradas plásticas que interpelan desde el muro de los museos, porque contienen una expresión del tiempo detenido, el cauce lírico propicia un nuevo principio en el que se definen las señales inequívocas del amor para colonizar con su fuego un extenso perímetro en el que se define la suprema identidad del deseo: “Eres todo aquello que arde y jamás se consume”. Daniel Zazo, como esas ondas que ponen relieves expandidos sobre la quietud del agua, hilvana un libro cuajado de estrategias discursivas, que aglutina un amplio campo de definiciones en las que también se evoca la cálida experiencia personal en torno a la consunción del deseo. Con él relaciona palabra y respuestas reflexivas a ese punto ciego que anula la razón, pero también a esa pulsión que aspira a poner calor en la frialdad de las estatuas, a caminar por el vértigo para que la rutina encuentre la luz que sobrevuela en la fugacidad de las cosas, que hace del ideal una razón de vida.




domingo, 30 de diciembre de 2018

JACOB IGLESIAS. OVEJAS NEGRAS

Ovejas negras
Jacob Iglesias
Editorial Páramo
Valladolid, 2018


EL GRANO Y LA PAJA


   La poesía de Jacob Iglesias (Carrión de los Condes, Palencia, 1980) constituye un quehacer que aglutina los títulos Las piedras del río, Horas de lobo, y No todas hieren. Son entregas que se han ido sucediendo en el tiempo durante más de una década y que concedían a su autor un definido perfil lírico. Pero toda escritura persiste en habitar bifurcaciones, en llamar a la disidencia frente al conformismo y así han ido creciendo los aforismos de Ovejas negras que en su contracubierta acoge esta advertencia: “El lector que abra esta obra encontrará, pues, una mezcolanza de ocurrencias, cavilaciones y retales poéticos que Jacob Iglesias ha ido acumulando en el tiempo sin más propósito que el de asombrar, desconcertar, tal vez molestar”.
  Esta inmersión en el decir fragmentario de Jacob Iglesias cumple, por tanto, las convenciones de un género que se adapta bien a las incertidumbres del ahora. El tiempo digital  ha llenado de cicatrices el paramento ideológico tradicional y ha fomentado la mirada nihilista y el escepticismo, esas actitudes vitales propias del sujeto que se acerca en su senda a un horizonte que se va alejando a cada paso, como si fuese un espejismo de difícil encuentro.
   Las voces de la realidad constituyen una yuxtaposición de estratos irregulares; apuestan por la diversidad y obligan al sujeto a protagonizar una permanente actitud de escucha. De esa percepción testimonial nace el aforismo, se va formando un aleatorio rebaño, cuyo vitalismo aglutina una propuesta de conexión con la conciencia cognitiva: “El encanto de un libro de aforismos reside en que contenga grano y paja, hallazgo y ocurrencia. Que sea el lector quien los separe”. Más allá del ejercicio literario, el apunte verbal “Desconfía de las palabras que son solo palabras” incardina una manera de afrontar el espacio transitorio del devenir existencial.
  Frente al aforismo trascendente que formula la idea con la solemnidad de un invitado al hermetismo, las voces de Jacob Iglesias tienen el sonido manso de una conversación habitable. Sus ideas están ahí, enuncian el peso de una confidencia de sobremesa, soportan la humedad del aguacero laborable o se distienden como un ejercicio muscular que obliga a confirmar los horarios de cierre. Observan, dibujan sin dramatismos el paisaje de lo fugaz: “Aletean las hojas en las ramas sin saber que su único vuelo será el de su caída”, “Tanta gente paseando y ni un alma por la calle”, “La nostalgia, el ojo de cerradura por el cual curioseamos lo que encierran puertas que ya nunca podremos abrir”, “Intentamos inmortalizar instantes que jamás vivimos”.
   El yo subjetivo no acumula retazos ambientales, busca en ellos el inciso que muestra su textura, esa calidad táctil del interior, ya sea en la escritura –“Yo solo leo a mis contemporáneos, algunos nacieron hace cincuenta años, otros hace veinte siglos”- o la vida social con el ajetreo de titulares que acoge el sistema de gobierno, los entresijos de la sociedad o las peculiares creencias que definen cada época, tan jaleadas siempre desde la opinión monolítica del dogma: “El intelectual, ese sacerdote laico que  nos ata a la columna del periódico para sermonearnos sin interrupción”, “Los interrogantes de las preguntas retóricas alumbran obviedades”. En ese contexto nace también el mirador de quien escribe, las transparencias de los complejos itinerarios de la contradicción: “En los libros de aforismos buscamos fragmentos para un autorretrato”
   Jacob Iglesias acepta conforme el papel de cronista y testigo que se niega a cerrar los ojos; sabe que el aforismo es un caminante que no pasa de largo sino que se detiene para formular su veredicto sobre lo real. Busca esclarecer el callado sentido de los actos humanos en una mínima conversación, entrecortada y austera, contradictoria como las palabras desparejas del oxímoron.