Todos estaban vivos Javier Bozalongo Esdrújula Ediciones Granada, 2016 |
TRENES DE VUELTA
En 2013 Ángeles Encinar editaba
en Letras Hispánicas el volumen Cuento
español actual (1992-2012). Era
una aproximación canónica y necesaria. Exploraba con sentido crítico las
condiciones sociohistóricas y la heterogeneidad de formas y contenidos del
cuento actual donde conviven autores que han convertido la ficción breve en
ámbito primordial. A ese despliegue que vive el relato en el primer
tramo del nuevo siglo se incorpora Javier Bozalongo (Tarragona, 1961) con el
libro Todos estaban vivos.
Hasta el momento el director de Valparaíso Ediciones había hecho de la
poesía un trayecto circular con las entregas Líquida nostalgia (2001), Hasta
llegar aquí (2005), Viaje improbable (2008)
y La casa a oscuras (2009), un
espacio lírico representado en antologías como Nunca el silencio, Has vuelto
a ver luciérnagas y Las raíces,
las tres amanecidas en Latinoamérica.
La estética narrativa que Javier Bozalongo aplica a sus relatos y
microrrelatos es comentada en el mínimo umbral por Santiago Espinosa, de quien
recuerdo el balance de cierre: “Todos
estaban vivos es un libro de humor en el más alto de los sentidos. Se trata
de entender que estamos hechos de paradojas y de regiones inestables, que en la
más gris de las rutinas puede habitar la chispa de lo maravilloso”. Es un
cálido aviso para navegantes que no sorprenderá a los lectores del poeta;
Javier Bozalongo deriva su escritura de algunos magisterios del 50 como Ángel
González, José Agustín Goytisolo y Jaime Gil de Biedma, tres maestros en el uso
cordial de la ironía como recurso expresivo frente a la incertidumbre de la
realidad y como actitud frente al patetismo de
cualquier fracaso.
En la organización del conjunto hay un componente ascético; solo dos
apartados agrupan los veinticuatro relatos: Uno y Los Demás; como si el escritor
estableciese dos miradores, de los cuales- al menos de entrada- el primero
sería más autobiográfico y el segundo más enclavado en la corriente continua de
lo social. Pero el buen escritor de cuentos sabe que la autobiografía no
consiste en levantar acta notarial de las propias vivencias sino en inventarse
una identidad verosímil que funcione como una máscara ante el espejo del yo.
En los relatos de “Uno” la convivencia sentimental se convierte en veta
argumental constante. Esa convivencia no es el reiterativo arrastre de cantos
rodados por el fluir de los sentimientos, como aquellos fotogramas de Pretty Woman que aspiran al final feliz.
En la senda compartida no hay más huellas que las migajas, los
efectos personales de la desolación, el sentimiento de pérdida que emana de la ausencia. Entre los textos del apartado inicial sobresale “El tiempo
de un reloj”, un cuento en el que la sombra del padre se ubica en la memoria
para cronometrar el acontecer del hijo, ese tictac del reloj heredado que consume las expectativas sin puerto. Constato mi predilección en este apartado por el relato “Plasma” una
mirada a ese fondo de fotografía que se adapta, en el discurrir, a los vaivenes
de una realidad que tiene dimensión paródica.
Con similar extensión, “Y los demás” clarifica los elementos necesarios
del paisaje exterior, donde la excentricidad y el absurdo se
reflejan con nítidos contornos. La muerte es uno de los elementos fundacionales
de la existencia; ella corrobora el existir transitorio y atestigua con ironía
nuestra debilidad, acaso recordando que, en algún momento, todos estaban vivos.
Las biografías ajenas deambulan cerca, aunque nunca lleguemos a traspasar la
epidermis de las apariencias y en cada personaje se preserve una cara de
sombra, el rumor seco de lo inesperado.
El relato requiere una arquitectura de alzada. Una expresión concisa que
se aviene mal con lo divagatorio y que debe percibir el desarrollo de lo
potencial. En los cuentos de Javier Bozalongo se condensan transeúntes que
ocupan las aceras de la pérdida, ese callejero azaroso que traza lo diario. Y su escritura deja una caligrafía sin juicios de valor, con el trazo natural de quien sabe que toda cerilla se consume pronto, que llega el alba con mirada turbia.
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