Yo escribo la noche Pilar Blanco Díaz Premio de la Crítica Valenciana 2020 Chamán Ediciones Colección Chamán ante el fuego Albacete 2020 |
NIEBLA CON LUZ
El sostenido entusiasmo de Chamán Editorial, la escala de tinta dirigida
por Ana Isabel Toboso y coordinada por el poeta Pedro José Gascón Piqueras,
impulsa el amanecer de Yo escribo la
noche, una colección de poemas de Pilar Blanco Díaz, quien también publicó
en la editorial manchega la entrega anterior Vigía de su paso (2018). El libro escoge como título un fragmento
versal de Alejandra Pizarnik: “Toda la noche hago la noche. Toda la noche /
escribo. Palabra por palabra yo escribo la noche”. El poemario comienza con un
pórtico, “Umbral”, tras el paratexto de Hugo Mujica. Contiene solo una
composición breve pero clarificadora sobre la forma de entender la mirada
lírica de la poeta de Bembibre asentada en Alicante. Refrenda la vigencia en su
trayectoria del sustrato onírico que vela el calado sentimental. La opción por
el poema casi minimalista refuerza la confianza en el destello lírico y el
empleo de un coloquialismo confidencial, en el que florece de improviso la
fuerza expansiva de la metáfora, el estrato renacido del neologismo, o el
trenzado de imágenes: “Es la silueta de la noche un pájaro / que apenas se
sostiene en la tiniebla; / y es la tiniebla pórtico de luces, / temblor que no
se eclipsa contra el suelo, / el manantial, la voz que permanece”.
La sensibilidad de Yo escribo la noche considera la luz como una semilla provisoria que aguarda en el surco la amanecida germinal. En ese despertar del tiempo marca el paso el discurrir afectivo y emocional que sobrevive a cualquier premonición de sombras. El lenguaje crea espejismos, extrañas certezas que se van acumulando para ser tierra firme y voluntad de vida. Así se fortalece un diálogo abierto entre el sentido y la intuición irracional que se explora con un despliegue de interrogantes y sirve como pauta indagatoria a las palabras. El léxico compone un pentagrama en el que el amor presenta un perfil hermético: más allá del concepto y los significados, de los signos y sus relaciones con la realidad, se convierte en pulsión ontológica; siembra sobre el azul de lo diario nubes de luz, indicios de un alfabeto subjetivo que se esfuerza por renacer.
Por su entramado orgánico, la entrega de Pilar Blanco dispone su deambular en tres meandros. Si “Ello”, en el tramo de inicio incide sobre el decir introspectivo del yo enamorado, el segundo segmento “S”, titulado con cierto lucidez enigmática, si se me permite el oxímoron, puede considerarse el necesario enfoque del plural, esa suma de dos que sostiene la casa compartida. Sobrecoge la cita del nihilismo existencial de José Saramago que palpa la piel fría de la esperanza. En su condición más íntima, el yo percibe la grieta, la desazón, el perfil inquietante de las sombras al paso: “Tengo un dolor / aquí / donde la cicatriz limita con la noche”. Tantear el pasado es dejar constancia de una fuerte deriva existencial, es habitar de nuevo los rincones de una larga senda circular e inconclusa, hecha de laberintos e intemperie. Pero la poesía siempre trasciende el umbral personal para hacerse testimonio común, una geografía de la pena que recuerda en su queja el grito común. Así sucede en el poema “Cerrando astillas” un intenso monólogo dramático de un quijote atemporal que recuerda la pérdida. Todo el apartado expande una creciente sensación de impotencia, como si el yo fuera consciente de habitar un tiempo diseñado por el pesimismo atroz de algún dios ciego.
La coherencia de ambas secciones, suma en su tramo final el apartado “Ella” que reivindica con fuerza la identidad en lucha de la voz femenina: “Soy las dos Fridas. Soy todas las mujeres que lloraron. / cierro mi pecho donde van sus palabras y se recogen astros con maletas llenas, / como albergues de sueños en una espera inútil”.. Pilar Blanco Díaz extrema la selección del paratexto con nombres propios convertidos en voces referenciales. Otra vez la épica sin épica del existir, la herida abierta, los jirones de una garganta rota, el lenguaje de un legado continuo que se retroalimenta y expande con nuevos enfoques. Las citas subrayan intensas revelaciones del dolor y la soledad, cuestionan el conformismo, rastrean el discurrir biográfico, tintan de negro el clima epocal para abrir sendas, profundas e inexploradas, a la sensibilidad subjetiva.
En ese cruce intacto de intimismo y exploración verbal, el poemario Yo escribo la noche de Pilar Blanco Díaz recorre una geografía sentimental que habla del regreso y la pérdida, de la contraverdad de un yo enfrentado a sus propios fantasmas del pasado y sus renacidas certidumbres. Visualiza en plano corto el periplo de una sensibilidad crítica empeñada en no ser dulce, en dejar en sus ojos la ceniza volátil del incendio.
La sensibilidad de Yo escribo la noche considera la luz como una semilla provisoria que aguarda en el surco la amanecida germinal. En ese despertar del tiempo marca el paso el discurrir afectivo y emocional que sobrevive a cualquier premonición de sombras. El lenguaje crea espejismos, extrañas certezas que se van acumulando para ser tierra firme y voluntad de vida. Así se fortalece un diálogo abierto entre el sentido y la intuición irracional que se explora con un despliegue de interrogantes y sirve como pauta indagatoria a las palabras. El léxico compone un pentagrama en el que el amor presenta un perfil hermético: más allá del concepto y los significados, de los signos y sus relaciones con la realidad, se convierte en pulsión ontológica; siembra sobre el azul de lo diario nubes de luz, indicios de un alfabeto subjetivo que se esfuerza por renacer.
Por su entramado orgánico, la entrega de Pilar Blanco dispone su deambular en tres meandros. Si “Ello”, en el tramo de inicio incide sobre el decir introspectivo del yo enamorado, el segundo segmento “S”, titulado con cierto lucidez enigmática, si se me permite el oxímoron, puede considerarse el necesario enfoque del plural, esa suma de dos que sostiene la casa compartida. Sobrecoge la cita del nihilismo existencial de José Saramago que palpa la piel fría de la esperanza. En su condición más íntima, el yo percibe la grieta, la desazón, el perfil inquietante de las sombras al paso: “Tengo un dolor / aquí / donde la cicatriz limita con la noche”. Tantear el pasado es dejar constancia de una fuerte deriva existencial, es habitar de nuevo los rincones de una larga senda circular e inconclusa, hecha de laberintos e intemperie. Pero la poesía siempre trasciende el umbral personal para hacerse testimonio común, una geografía de la pena que recuerda en su queja el grito común. Así sucede en el poema “Cerrando astillas” un intenso monólogo dramático de un quijote atemporal que recuerda la pérdida. Todo el apartado expande una creciente sensación de impotencia, como si el yo fuera consciente de habitar un tiempo diseñado por el pesimismo atroz de algún dios ciego.
La coherencia de ambas secciones, suma en su tramo final el apartado “Ella” que reivindica con fuerza la identidad en lucha de la voz femenina: “Soy las dos Fridas. Soy todas las mujeres que lloraron. / cierro mi pecho donde van sus palabras y se recogen astros con maletas llenas, / como albergues de sueños en una espera inútil”.. Pilar Blanco Díaz extrema la selección del paratexto con nombres propios convertidos en voces referenciales. Otra vez la épica sin épica del existir, la herida abierta, los jirones de una garganta rota, el lenguaje de un legado continuo que se retroalimenta y expande con nuevos enfoques. Las citas subrayan intensas revelaciones del dolor y la soledad, cuestionan el conformismo, rastrean el discurrir biográfico, tintan de negro el clima epocal para abrir sendas, profundas e inexploradas, a la sensibilidad subjetiva.
En ese cruce intacto de intimismo y exploración verbal, el poemario Yo escribo la noche de Pilar Blanco Díaz recorre una geografía sentimental que habla del regreso y la pérdida, de la contraverdad de un yo enfrentado a sus propios fantasmas del pasado y sus renacidas certidumbres. Visualiza en plano corto el periplo de una sensibilidad crítica empeñada en no ser dulce, en dejar en sus ojos la ceniza volátil del incendio.
JOSÉ LUIS MORANTE
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