miércoles, 2 de marzo de 2022

MARIO VEGA. DIGAMOS QUE FUE AYER

 Digamos que fue ayer
Mario Vega
Prólogo de Alejandro V. Bellido
Ediciones Sonámbulos
Granada, 2021 

 

LOS RESTOS DE LA FIESTA

 

 
   He comentado con frecuencia que el Mediterráneo poético contemporáneo, más allá de la opinión gruesa de quienes no leen o, sencillamente, despliegan el paraguas del tópico, es una suma de itinerarios, donde se define una prolija diversidad de enfoques. Se percibe un hermoso fulgor donde conviven la estela continuista de la tradición y la heterodoxia más enmarañada, propensa al manierismo rupturista. En el poblado ambiente, pasean por las aceras herencias y deudas. Continuidad de fondo. Una visión del paisaje que requiere ir cotejando perfiles concretos, como el que aporta Mario Vega (Oviedo, 1992), Maestro de Educación Primaria, estudiante de Lengua Española y Literaturas y editor del sello Maremagnum. El trabajo poético del asturiano tiene su amanecida en 2016, cuando cobra vida Al umbral de las horas; tras algunos poemas sueltos en revistas y publicaciones digitales, suma a sus páginas iniciales La mala conciencia (2018), al ser ganador del certamen “València Nova”.
   Mario Vega retorna a la poesía con Digamos que fue ayer con bellísima fotografía de cubierta de Lola Maleno y con el proemio “Comanchería”, firmado por Alejandro V. Bellido. El prólogo inserta el poemario en “una tradición poética irónica, clara, que no pretende enmascarar el lenguaje que quiere transmitir, porque busca una comunicación…” con la sensibilidad en guardia del lector. Se trata, en suma, de hacer del intimismo un paseo en común, que deje en las palabras la niebla existencial de lo diario. El escritor busca apoyo en una tradición asentada en la figura totémica de Antonio Machado y en voces del medio siglo, como Ángel González, Jaime Gil de Biedma o José Agustín Goytisolo. De sus magisterios emana un decir que integra la ironía en la sensibilidad expresiva. Pero también refuerza la naturalidad del discurso lírico con los legados de Miguel d’Ors, Víctor Botas y el Luis Alberto de Cuenca de la línea clara, el que hizo de La Caja de plata una estación de llegada, un lugar de cobijo en el que permanecen intactas las palabras a la tribu.
   Como sucedía en La mala conciencia, de inmediato se percibe en la arquitectura compositiva la efectiva precisión, la poda severa de cualquier aditamento retórico, el elaborado sentido del ritmo y una dicción que apuesta por la transparencia y la ausencia de hermetismo. En suma, las significativas combinaciones de un realismo figurativo que hace de lo cotidiano marco escénico asentado en la eventualidad del tiempo. En el apaisado horizonte del poema habita una identidad desdoblada que se erige como testigo de un presente generacional, ese calendario que aglutina el magma sensorial de una terminología de brotes digitales y neologismos (Wifi, Netflix, Ryanair, likes, MacBook, hashtag…) y en cuyos días sobresuelan esas nubes bajas de lo nostálgico que comparte el poema “Digamos que fue ayer”: “Tiempo atrás ya quedó / la infancia y el amor y las certezas. / Hoy malvives rendido, / arrastrado buzón / con un par de zapatos heredados / de una talla más grande. / Solo pequeños gestos te redimen / y tus esfuerzos pocas veces pagan / la luz y tu ambición.”
   La consistencia del personaje literario transita por las emociones del sujeto biográfico, y se apropia de un patrimonio sentimental que el poema convierte, sin falsas apariencias, en reflejo de gestos, pensamientos laborables y restos de la fiesta. El sujeto lírico no se monopoliza en lo biográfico, también recupera, por medio del narrador omnisciente y, a veces, a través del monólogo dramático personajes  que admiten una lectura reflexiva de la propia existencia. Quien escribe tiene la sensación de que desconoce claves e itinerarios; tras la temprana pérdida de la inocencia, cabalga hacia el crepúsculo de su propio destino, desde una conciencia difusa que no encuentra la razón de vivir. El tiempo inadvertido solo tiende al paso imprecisiones sobre la condición humana, pálpitos de acritud y desengaño: “Ya escucho resonar lejanos cascos / de sombríos caballos / que vienen y se alejan, ya más cerca / del medio del camino: / lo más lejos posible de la nada.”.
   En el variado recorrido de Digamos que fue ayer marca senda el sesgo confidencial, una nítida claridad expresiva que anula cualquier voz impostada y deja una mirada verdadera sobre el cauce vivencial. Sale a la luz el ensimismamiento de un sujeto que abre sendas a la elegía, con serena sordina, o el verbo enamorado de quien hereda esa identidad bobalicona del despliegue hormonal, con el empaque de cálida ironía que atestigua “Poema que te escribo en un pispás”. En la calma intimidad del recuerdo también hay sitio para vértices esenciales de la biblioteca como Jorge Luis Borges, presencia nuclear del poema “Ginebra, 12 de mayo de 1986”.
   El poema “El inmortal” constata una densa textura erudita. En los versos hay un calado referencial que remite a personajes y libros Son indicios de un poeta lector que sale al día con las armas dispuestas: las palabras de otros son siempre colectivas palabras del momento. Ese compromiso con el legado de la biblioteca deja sitio también para una variación poética de Rocío Acebal, solícita compañía generacional e impulsora de un ideario estético cuajado de afinidades.
   Muy pocos poetas muestran de forma tan clara la negación del prurito de originalidad expresiva. Acaso porque Mario Vega sabe que el verdadero valor del poema está en el arraigo con el que las palabras sustentan un mundo conocido; el esfuerzo para que llegue la emoción del poema. Tacto de fiebre y vida que da calor al despertar diario.

JOSÉ LUIS MORANTE


 
       
 

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