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lunes, 21 de noviembre de 2022

ALFREDO PERÁN PÉREZ. HABITACIONES DE INVIERNO

Habitaciones de invierno
Alfredo Perán Pérez
Olé Libros / Poesía
Valencia, 2022

 

JIRONES DE AYER

 

   Hace unos meses, en ese intermedio preventivo de la pos pandemia, conocí a Alfredo Perán Pérez (Elche, 1976), Licenciado en Filología Inglesa, estudiante de otras especialidades y profesor. Era primavera en Madrid y disfrutamos de un cálido paseo por la Cuesta de Claudio Moyano, donde ojeamos revistas literarias, compramos libros de ocasión y compartimos un tiempo común de afecto y complicidad. Asumí de inmediato lo evidente: su vocación de tinta fresca. En la mesa de otoño, encuentro ahora su primera entrega, Habitaciones de invierno (Olé Libros, 2022), libro que incorpora una introducción del poeta, crítico y profesor F. Javier Gallego Dueñas. El texto se adentra en la casa poética enunciando los pilares de cimentación que alzan esta amanecida. Se cita, por ejemplo, a Cernuda, Rosales, Ángel González, Luis García Montero, Joan Margarit o Karmelo C. Iribarren, entre otros. Pido disculpas por no añadir la lista completa de influencias que, por otra parte, siempre sería fragmentaria, dado el empeño lector. Las voces enunciadas son afinidades enlazadas; aproximan esta entrega de Alfredo Perán Pérez a una travesía lírica meditativa y experiencial. En ella, el decir figurativo concede presencia a un protagonista verbal cercano, dispuesto a la confidencia; empeñado en actuar como espectador introspectivo. En suma, y enlazo con el buen hacer del prologuista: “el poeta aparece como un sujeto escindido entre la realidad y el deseo, entre el amor y el olvido, entre la carne y el poema”.
   El viaje poemático comienza con “Habitaciones interiores”, un enunciado significativo para postular la querencia del hablante verbal por la autopercepción. Caminar hacia dentro significa sumar pasos hacia la esencia del ser; explorar los rasgos que asoman en los espejos de la rutina y buscar los tanteos de una temporalidad que oferta a los sentidos una panorámica sombría, un estar animico en blanco y negro. En este desvelo, la realidad muestra su intemperie, un espacio áspero, donde el sujeto no tardará en adquirir la inquietante condición de náufrago: “Desnudo de piel, calor y sueños, / arrastrarás tus pies / con el bagaje de todos tus pasos / hasta el patio donde surge el día. / Y allí, vestido de sol, / observarás tranquilo / tu minúscula existencia”. La soledad intensifica el rastrear de la conciencia, esa mirada hacia los espejos que percibe el fondo de lo lejano, una oquedad casi deshabitada, que acaso persigue la caricia de otra piel.
   Unos versos de Karmelo C. Iribarren abren, con nítido sustrato irónico, el tramo “Habitaciones desalojadas” –aserto que recuerda mucho a uno de los títulos centrales de Luis García Montero, otro de los magisterios, como se ha dicho, del poeta. La soledad explora cada rincón del mapa sentimental. La estación de llegada no está; es ausencia y prueba contundente de un estar vacío, donde la luz queda al otro lado. Es tiempo de evocación y desvelo, mientras siguen abiertas las heridas de la memoria. Pero la vida continua y poco a poco comienzan las erosiones del olvido.
   En el apartado de título lacónico “Tránsito” la idea del discurrir temporal forja el relato del superviviente: “Siempre hay un punto del recorrido / en que la vida trata de abrirse paso, / abandonando el miedo / a lo que no entendemos, a que nos encuentre el tiempo / ya de vuelta…”. Partir entonces es también reencontrarse, aunque el horizonte abierto ante los sentidos sea un recorrido deshabitado; y manche los labios una ceniza estéril. Todo queda lejos, desvaído, sin luz, como si el paisaje hubiese borrado los surcos comunes, aquellos que abrieron los dedos limpios del amor. Se impone la esterilidad arenosa del barbecho, la incertidumbre de que acaso lo vivido no fuera sino un sueño, un difuso lugar para la espera. Caminar es solo abrir distancias.
   Despojado y sombrío, el otoño se instala en lo diario ahuyentando los sueños. Solo quedan jirones, restos que no saben que todavía hay luz para encontrar al borde del camino una habitación con vistas, compartida: “Sé que estás. / Ahí. / Al otro lado. / Albergando instantes / que pretenden ser / más allá de lo que abarcan. / Desandando la distancia / entre la voz y el silencio”.
   Como capturas en la retina de quien camina de noche, Alfredo Perán Pérez busca en los poemas de Habitaciones de invierno el semblante sombrío de la pérdida. Con sustrato realista, la palabra transita por la memoria, sin entorpecimientos retóricos, para mostrar evocaciones y sentimientos. Incertidumbres de un sujeto poético sumido en las contingencias de quien está solo y vuelve sus ojos hacia dentro, esperando que el silencio tome la palabra y ponga luz en la secreta senda del retorno.
 

                                                                                   JOSÉ LUIS MORANTE

viernes, 3 de diciembre de 2021

MAR BUSQUETS-MATAIX. LA PIEL DEL OTRO

La piel del otro
Mar Busquets-Mataix
Ediciones Olé Libros
Colección Nigredo
Valencia, 2021 


CAMINO Y VUELO

 
   Poeta de amplia trayectoria, narradora, crítica, traductora, dinamizadora cultural, vicepresidenta de la Plataforma de escritoras del Arco Mediterráneo, Catedrática de Secundaria y profesora de Lengua Castellana y Literatura, Mar Busquets-Mataix personifica una voz de estela firme, cuya senda comienza en la amanecida de los años 90, cuando la poesía de la experiencia era etiqueta vertebradora de un intermedio poético marcado por el figurativismo introspectivo. Esa sensibilidad, empeñada en disponer tímpanos a las voces del pensamiento y la voluntad existencial del sujeto, se hace visible en sus primeras entregas y se proyecta con una evolución pautada y natural hasta el presente. Así lo constata La piel del otro, volumen que aparece en el complejo tiempo ensimismado de la pandemia gracias a la incansable labor de visualización cultural que impulsa Olé Libros, la editorial de Toni Alcolea.
  La piel del otro cuenta con un prologuista excepcional, Jaime Siles, quien unifica en su quehacer un legado poético imprescindible y un bagaje ensayístico de claridad diáfana. La escritura reflexiva del poeta novísimo plantea de entrada una cuestión de peso, si los tres libros que aglutina el volumen, La piel del otro (2017), Candidatas (2019) y Ángeles son un conjunto unitario fragmentado que deja en su hilo conductor un estar testimonial ajustado al discurrir de una misma partitura, o son espacios discursivos autónomos, trazados hechos con voluntad de cierre. Las palabras de Jaime Siles no dogmatizan y tantean de forma equidistante las dos posibilidades, dejando en manos del lector la posible respuesta. Al cabo, el árbol del lenguaje preserva un intenso territorio germinal de fuentes y magisterios, una textura en la que afloran interrogaciones en las que el tiempo se justifica a sí mismo como simple tránsito.
  El itinerario orgánico de La piel del otro avanza en tramos muy breves; la poeta refuerza la autonomía de cada composición y su capacidad para cobijar la conciencia de extrañeza que pone en la identidad un epitelio de dolor y distancia, convencido de que el deambular vital solo integra espejismos de sombras. Los apartados contienen un número mínimo de textos, como si fueran ondas expandidas que se van acercando al propio centro de ser. Los versos también exploran la naturaleza cambiante del lenguaje, esa voz que conjura el dolor y la ausencia y se convierte en construcción de esperanzas y sueños. El poema argumenta el propósito firme de existir en el que habita siempre el grito de compromiso, un hollar inquieto en lo que nos conmueve; la certeza de ser al mismo tiempo esperanza y abismo.
  En la búsqueda de una geografía habitable donde instalar el lugar propio nace la sensación de pertenencia. En el apartado IV “En esta tierra” germina con fuerza un epitelio sentimental en el que conviven lo desapacible, ese estar en un paisaje de caminos inciertos, y la necesidad de hacer del sentimiento de cercanía al otro puerto franco, sustrato cercano.
   Desde el libro Candidatas, en la voz del poema adquiere una presencia fuerte el cuerpo y su celebración; la carne ya no está lastrada por la finitud, como afirma la cita auroral de María Victoria Atencia: “incendio tras incendio, el cuerpo prevalece”. Es magma vivo que se expande y borra su transparencia. Uno de los veneros esenciales de esta entrega es el acopio de sugerentes citas en el que se resguardan los ecos de Idea Vilariño, Carlos Sahagún, María Beneyto o Raúl Zurita, entre otros, como pórticos de esa indagación exploratoria de la escritura en las estructuras profundas del río existencial. La pulsión de las palabras no requiere más justificación que enlazar existencia y poesía. Y en esa creencia se va forjando el camino no hollado. La palabra enciende la luz; es celebración y canto,  permanencia de lo dicho y lo no dicho, pero también fe de vida: “verbo luminoso / que un día nos naciera” que encuentra su reflejo en cálidos referentes culturales y sombras de la historia, tan cálidas como Emily Dickinson o Francisca Aguirre, una a una, tercas candidatas a la luz.
   El aserto Ángeles que aglutina los poemas finales es inevitable asociarlo con la voz poética de Rainer Maria Rilke para quien el ángel era la intangible presencia en la honda noche que ampara y resguarda. Son criaturas evanescentes como esas ausencias que inspiran los sueños de Alejandra Pizarnik. De nuevo, Mar Busquets-Mataix recurre al legado de las estanterías para moldear sus argumentos. La evocación  a la poeta argentina deshilvana el avance del poema “Criaturas”, mientras la trágica historia de Electra, el personaje de la mitología griega articula un largo poema fragmentado en torno al amor y la muerte, los dos ejes orbitales de la trágica historia familiar.
  Los textos finales evocan a otro ángel ya en sombra, Guadalupe Grande; gracias a los poetas se abren las alas de lo imposible para viajar a solas más allá del invierno, para buscar en el silencio el pulso sencillo de lo esencial. Para cobijarse en la piel del otro, más allá de la dimensión reducida de la terca semilla del yo, que pide al tiempo voluntad y espera, camino y vuelo.
 
JOSÉ LUIS MORANTE



 
 
 

lunes, 26 de abril de 2021

RAFAEL SOLER. EL SUEÑO DE TORBA

El sueño de Torba
Rafael Soler
Olé Libros
Colección Vuelta de Tuerca / Narrativa
Valencia, 2021, 1ª edición 1983

 

UN TEMBLOR FRÍO

 

    Casi cuatro décadas después de su amanecida en Cátedra, El sueño de Torba, por jerarquía cronológica la tercera novela de Rafael Soler (Valencia, 1947), tras El grito (1979) y El corazón del lobo (1981), retorna al mediodía impulsada por el maravilloso compromiso editorial de Olé Libros. Cuidado artesano en el diseño formal, pasta dura, cubierta enlutada y cuerpo de letra de luminosa complicidad. El poeta de la muy recomendable trilogía Maneras de volver, Las cartas que debía y Ácido almíbar convoca, en reunión de urgencia, a un panel de personajes que todavía respira con oxígeno vitalista en los sedentarios refugios de la memoria.
  No escapa al lector el pulso justificativo del liminar recordando las contingencias de escritura y la singladura de aquella propuesta narrativa que agotó en poco tiempo sus dos primeras ediciones. En esa nota prologal respira la soledad del escritor de brújula; la vocación de rocoso superviviente de compromisos familiares y dispersiones sociales para habitar a solas la línea de sombra del taller literario.
  El hilo argumental amanece con un alborotado monólogo interior. El fragmentario dibujo de lo real convulsiona las galerías del recuerdo; libera instantáneas vitales en las que adquieren fuerza las voces de la rememoración. Con esta resonancia de fondo, se abre paso hasta el primer plano Jaime Sarduy, profesor de instituto, cuarentón con poco sentido práctico, sustituto ocasional del director del centro, coleccionista heterodoxo, paciente sufridor de ladridos y arañazos de la enfermedad de plomo, y protagonista de un periplo vital complejo, que necesita sueños, soledades y amantes para construir en la grisura existencial andenes nuevos.
  El tiempo accional bascula con apariciones y ausencias de personajes que ofrecen planos secuenciales yuxtapuestos y un deambular de identidades que deja trayectos entrelazados. Así conocemos los rincones umbríos de un entorno proclive a lo precario, tanto en el centro de trabajo, como en las relaciones familiares que jamás tienen la quietud estable de la felicidad.
   Pero el escritor, junto al desarrollo de la trama, apuesta por la experimentación lingüística y la ruptura del enunciado lineal. Por ejemplo, en la segunda parte “La vuelta” concede continuidad a la historia como si fuera un relato dentro del relato, escrito por José Radek, un judío en el exilio, convertido en amigo confidente, mientras ejerce de librero en estado de ruina. El narrador anota los detalles ajustados que requiere el protagonismo de Jaime Sarduy, en su carnal romance con Teresa, una compañera de instituto a quien visita en el pueblo durante el periodo vacacional. Pero también fija en su quehacer literario los recuerdos de su propia historia y los apoyos previos de la escritura: organización de personajes, rasgos, reflexiones sobre el formato escritural, como el diálogo o las descripciones, y otros asuntos propios de quien se sienta a inventar una ficción y repasa sus claves.
   Así mismo, los capítulos muestran una confluencia de tiempos interpretativos, como si el discurso introspectivo del ahora nunca pudiera librarse de los efectos del pasado. El recuerdo es una forma de moldear las cicatrices vitales, esa codificación de actuaciones familiares que lleva en su desarrollo un notable resentimiento y el rictus patético de sentirse extraño en la propia casa. De ahí, ese continuo empeño de Jaime Sarduy de clausurar en el olvido pasos oscuros del ayer: los desencuentros familiares, la historia de Berta O´ Sullivan, el rolls, y otros elementos que contextualizan un tiempo de libertad y descubrimientos.
   El paso argumental del capítulo nueve emplea la prosa fragmentada del diario de Jaime Sarduy. Es tiempo de dar voz a la crónica personal en el regreso a casa. La voluntad, casi en estado febril, se aplica en reconstruir paciente el coche, convertido en herramienta del destino, busca piezas, también, de la historia personal, más con el ánimo de explicarse a sí mismo, que encontrar en esta tarea la verdad objetiva de los afectos familiares, causantes de tantos traumas.
   El sueño de Torba sorprende por la compleja construcción. En sus capítulos conviven el monólogo interior y los diálogos, las evocaciones y el presente para hilvanar un argumento proclive a las conexiones secundarias y al peso activo de los figurantes. Nace así una ficción que se hace fuerte en la tarea experimental de la palabra y en las paradojas que suscita ir descubriendo las señales explícitas de la dimensión inédita. Queda en esta propuesta narrativa de Rafael Soler un retrato de grupo en el que se acogen los pasos inconformes del amor y el deseo, la sal rutinaria y los recuerdos. Un estar transeúnte con sitio para las brumas y el naufragio. Aunque lleguen tarde, los sueños saben que nunca falta en el aleatorio viaje existencial el temblor frío de la decepción.
 
JOSÉ LUIS MORANTE


 

 


miércoles, 23 de diciembre de 2020

CARMEN SALAS DEL RÍO. EL CANTAR DE LAS CARACOLAS

El cantar de las caracolas
Carmen Salas del Río
Prólogo de José Gilabert Ramos
Editorial Olé Libros
Colección Marginal 
Valencia, 2020 
 

OÍR EL MAR


   La identidad poética de Carmen Salas del Río (Cádiz, 1957) se ha expandido, en un tramo temporal muy breve.  En apenas un lustro de escritura han visto la luz tres entregas, Manto del alma (2016), La mirada del tiempo (2019) y el libro que enfoca esta mirada crítica El cantar de las caracolas (2020). Este paso de madurez creadora viene precedido de una larga experiencia docente, en la que ha sido afán continuo del transcurso vital el fomento de la lectura y la siembra de brotes renovados de la expresión literaria. Son facetas que en el ideario estético de Carmen Salas del Río conforman un entrelazado natural.
   En el fluir remansado del prólogo, José Gilabert Ramos alude a la posesión volátil de lo efímero, a ese vuelo imprevisible de la memoria en el que la conciencia construye un lugar habitable, poblado de “recuerdos, emociones y cicatrices”.  Los poemas nunca abandonan el signo elegíaco, ese fulgor crepuscular de los recuerdos que hace de los días de infancia un tiempo áureo, irrepetible, por más que el discurrir disemine paisajes afectivos. El mar se hace patrimonio de plenitud; así lo escribe José Gilabert Ramos: “El lenguaje del mar con su canto profundo, el ritmo de las olas con su ir y venir en una constante salmodia” constituye la caligrafía esencial del poemario. Poco a poco, los lugares del pasado son teselas en su sitio, proclives a la crónica y a la idealización, un inventario de signos expuestos que aspiran a sobrevivir entre la incansable zozobra del olvido.
   La titulación explícita del apartado inicial “Espiral de vida” clarifica de inmediato la semántica del poemario; en los poemas de Carmen Salas del Río hay una clara conexión entre intimismo biográfico y escritura. Son espacios transversales que comienzan a caminar tras el selecto conjunto de citas extraídas de la escritura de Fabrizio Caramagna, Alexandra Pizarnik y Rafael Alberti, donde se busca el eco sentimental del mar como pulso germinal de la palabra.
   El uso de la primera persona impregna la palabra de cercanía existencial e intensidad emotiva; el poema profundiza en la evocación de instantes que se hicieron piel y cicatriz. Marca un entorno en el que encuentran sitio los restos del pasado. Lo transcurrido pervive en un reguero de imágenes en las que se asienta la claridad de la memoria. Los versos insuflan vida a un rastro sonoro en el que el cantar de las caracolas adquiere una simbología esencial, cuya música deposita un patrimonio de indicios que permite recordar lo andado: la maternidad, el hijo que hace castillos en el aire, el exilio del tiempo, o el aroma del mar y la plenitud de sus sensaciones.
  El estar del sujeto da pie a la levedad del haiku, en el que resulta muy reconocible el amplio sustrato sentimental: “Cierro los ojos / solo escucho el susurro / de caracolas”; “Desde la arena / cantan las caracolas / su desencanto”. Nada tiene un asiento fijo, el tiempo cambia marcos escénicos y marcos emotivos; así se constata en el apartado “Horizontes” en el que las composiciones adquieren una mayor densidad reflexiva. Cada poema se convierte en un tanteo en las pulsaciones del ánimo en el que también se resguardan sombras y temores, amistades interrumpidas, atardeceres.
   Ya he comentado que el mar concede una perspectiva amplia sobre su vaivén físico y sobre su simbología como espacio de la memoria y temporalidad. Es un subtema fuerte que monopoliza casi al completo el apartado “El mar y el viento” con una sugerente cercanía discursiva que equilibra ángulos biográficos: “Sentirme casi / en el materno útero de nuevo”
   El cantar de las caracolas define con voz evocadora y confidencial un regreso a la memoria para capturar imágenes y vivencias. La palabra se hace litoral, decantado y lúcido, abre páginas a un diario introspectivo, que siempre preserva la amanecida intacta del regreso, la mirada del niño que sigue todavía escuchando el rumor del mar entre sus tímpanos. 


JOSÉ LUIS MORANTE


 
 


sábado, 19 de septiembre de 2020

T. S. ELIOT. THE WASTE LAND / LA TIERRA BALDÍA

The Waste Land / La Tierra Baldía
T. S. Eliot
Traducción de Sanz Irles
Prólogo de Ernesto Hernández Busto
Epílogo de José Antonio Montano
Editorial Olé libros
Valencia, 2020

UN FONDO DE CIENO

Impulsora de un inacabable activismo crítico y de interpretaciones polarizadas que diseccionan el complejo constructo, La Tierra Baldía de T. S. Eliot, publicada por primera vez en The Criterion en 1922, no ha perdido la capacidad de perdurar ni su condición de texto central, anclado en el tamiz clásico del tiempo. Con esa convicción, la editorial Olé Libros impulsa un retorno que es toda una impronta de belleza: cubierta y sobrecubierta minimalistas, pastas duras, gualdas ilustradas y excelente diseño de Kike Correcher, quien cuida al máximo todos los aspectos formales del libro. Este nuevo paso al frente de La Tierra Baldía toma como guía el incluido en The anotated Text. The Poems of T. S. Eliot. Volume I, editado por Christopher Ricks y Jim McCue, en el catálogo Faber&Faber (Londres, 2015). La traducción al castellano es de Sanz Irles, quien firma como pórtico la indagación “Un formidable artefacto sonoro”. El texto incide en la desconcertante perplejidad que deja la primera lectura de The Waste Land y la intensa tarea de dos años para volcarlo a nuestro idioma. Se trata, acaso, de una metatraducción ya que el volumen integra en sí mismo un enorme flujo de referentes culturales. Estos esquejes fortalecen la trama simbólica y el hermetismo semántico creado por “su sonoridad insólita, grandiosa y abigarrada en su variedad”. Esa fértil prosodia se ha perdido en algunas traducciones del libro y constituye aquí un propósito en vigilia para que no se pierdan en el trasvase los aspectos métricos compositivos.  La apertura de Ernesto Hernández Busto recuerda la génesis compositiva y el declamatorio rechazo general en la amanecida, salvo mínimos apoyos críticos como el de Ford Madox Ford o el decisivo aporte de Ezra Pound. En su discontinuidad el poema concede al fragmento una función lírica que queda patente al analizar los distintos tramos de la composición. En cada uno de ellos es evidente el acervo de la tradición en la entidad de La Tierra Baldía; así surge  un mosaico que enlaza anecdotario religioso y mitología en un oscuro fundido de voces y cronologías. Tampoco se descarta la vivencia individual y la sensibilidad anímica del sujeto, que sirven de andamiaje espiritual en el fluir del proceso creador. Para visualizar ese fondo de cieno del sentido resulta muy útil el mapa interpretativo trazado por Ernesto Hernández Bustos, aunque la primera lectura debe ser auroral, sin sendas abiertas, para impregnarse por entero con la lluvia versal. Desde el fragmento inicial “El enterramiento de los muertos” es continuo el flujo de imágenes, el cambio de planos o la persistencia de una polifonía que acumula citas y elementos ajenos y se cierra con el archicitado verso de Baudelaire “Tú, hipócrita lector –mi semejante, mi hermano”. La sección “Una partida de ajedrez” aplica como núcleo germinal la indagación nunca explícita sobre el sexo y la esterilidad. La imaginería poética refuerza su expresividad: “Pienso que estamos en el callejón de las ratas / en el que los muertos perdieron sus huesos” Ejemplo de esos continuos cambios de perspectiva del poema, el apartado “El sermón del fuego” comienza con una demorada descripción de la vista al Támesis que anuncia la presencia de lo elegíaco, antes de la aparición de Tiresias, el personaje central del poema. El ciego Tiresias también protagoniza el fragmento “Muerte por agua”, ya convertido en el fenicio Flebas, quien muere ahogado como pronosticara la cartomancia de Madame Sosostris. El mínimo apartado, con la solemne voz del epitafio se convierte en una reflexión sobre la erosión de la belleza y nuestra condición perecedera ante el poder igualatorio de la muerte. Sirve de clausura al poema, la coda “Lo que dijo el trueno”, que hace de sus versos un espacio de desolación y tristeza; queda el reseco epitelio de una tierra baldía, un desierto sin agua. Esa carencia niega el brote renacido, pero encuentra en uno de los versos finales un revivir que anuncia una salida vital: “Con estos fragmentos apuntalé mis ruinas”. El pasado adquiere de ese modo un enunciado nuevo, es raíz de la identidad, fuerza impulsora de hacer del inestable mar de la existencia otra senda por trazar. Son clásicas las notas que T. S. Eliot incorporó a La Tierra Baldía. En ellas comenta el aporte bibliográfico, ubica la disposición versal de las citas y aclara las fuentes de inspiración de algunos pasajes concretos que explican su textura visionaria, como esas alucinaciones inspiradas en las expediciones árticas de Shackleton. La copiosa erudición deshace el círculo cerrado del libro para conformarse como afirmación de un legado múltiple que engloba una codificación colectiva.  El vértice epilogal lo firma José Antonio Montano. Refrenda la atmósfera nocturnal de La Tierra Baldía como una nostalgia fetal de quien percibe el presente como un montón de ruinas en la atardecida de la modernidad. Con mirada abarcadora, se incide en la lealtad de Sanz Irles a la sonoridad del poema y a sus estratos semánticos. La admirable edición de este libro emblemático por Olé Libros propicia una cálida convergencia de sensaciones, esa sed satisfecha de la felicidad lectora.