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domingo, 2 de enero de 2022

RAFAEL SOLER. LAS RAZONES DEL HOMBRE DELGADO

Las razones del hombre delgado
Rafael Soler
Editorial Nueva York Poetry Press
Colección Pared Contigua
Nueva York, USA, 2021

 

DESHABITAR LA PIEL


  
   Como puntos estratégicos de su caligrafía poética, las antologías Leer después de quemar (2019) y Vivir es un asunto personal (2021) desvelaban la escritura proteica y radical de Rafael Soler (Valencia, 1947), poeta y protagonista de un largo trayecto en prosa, compuesto por media docena de ficciones narrativas largas y dos compilaciones de relatos. Ambos libros recogían toda la producción del autor, desde su primer horizonte lírico Los sitios interiores (1980) hasta Las razones del hombre delgado, cuyas composiciones se publicaban como generoso anticipo.
   Solo ahora, en 2021, Las razones del hombre delgado amanece como libro exento, con leve pórtico reflexivo y con sugerente entrelazado de miradas críticas en el epílogo y contraportada, que aglutina esenciales impresiones de relevantes presencias literarias hispanoamericanas. Todos los invitados coinciden en resaltar la capacidad expansiva de un verbo cuya razón trasciende contradicciones y contingencias para mudar en símbolo e invocación, que arropa la caligrafía intimista del poema con el epitelio de un manifiesto vital, autobiográfico.
  El epígrafe Las razones de un hombre delgado parece elegir como mirador del poema la brújula intemporal de la lógica. Si el sino es una senda oscura, si el mundo está ahí, cerca, definido, dispuesto al argumento meticuloso, es necesario buscar la esencia de su verdad. Hay que practicar la rutina de salir al día, aunque estemos de paso y seamos vulnerables pasajeros de un corto deambular.  La sección de apertura “Ensayo general con vestuario” parte de la observación del entorno. Enuncia una suma de elementos aparentemente desconectados que hacen del desconcierto vértice conclusivo de la identidad. La soledad se abre como un pozo negro que consume cualquier esperanza y constata esa condición perecedera que hace de cada instante eternidad. Somos parte de “El Reino de los Leves”, como ratifica con título conciso el segundo apartado del libro. Con un torrente de imágenes de fuerte densidad, Rafael Soler impregna el lance verbal con una exploración indagatoria de la conciencia. Las palabras clarifican y salvan, enuncian esperanzas, fortalecen el escepticismo ante la sombría finitud.
   El sustrato autobiográfico es esencial; para evitar patetismos el escritor distancia los asuntos desde un yo desdoblado para que las composiciones recorran itinerarios por núcleos temáticos sombríos. Desde el cordón umbilical de la experiencia se dibujan la enfermedad, el entorno hospitalario, la marmórea situación de derrota y angustia y el frío callejón de un tiempo sin tiempo que conduce al derrumbe.
  Con fuerte coherencia interna cada apartado añade circunvoluciones reflexivas al encuentro del yo poético con su estar transitorio y sus derivas. En “Para fundar una distancia” se conforma un fragmentado soliloquio, como “una oración que acerca al finado a su cornisa”. Con ese paisaje en el horizonte de la sombra se hace un largo inventario del deterioro existencial de quien vive a solas con la dieta atroz de su despojamiento. Al cabo: “Perder es la manera / de adquirir en soledad una certeza”.
   La voz que habita los poemas cambia de perspectiva; así, el subapartado “de tu balcón al mío” es la voz femenina quien ratifica su dimensión de frío y soledad, como si el internamiento hospitalario hubiera provocado una ruptura de hábitos y confidencias diarias. Mientras que la sección final, “Morir para contarlo”, con verbo paradójico,  concede la palabra al recuerdo admonitorio de una identidad que ya es ceniza y frío, consumación ineludible del polvo. Las palabras toman conciencia plena de la finitud, se hacen balance oscuro, mientras la muerte espera, cumplida, satisfecha, con la mano tendida un paso más allá de donde no hay regreso.   
  En la estela poética de Las razones del hombre delgado hay un continuo moldear de materiales expresivos. Los enunciados se distorsionan. Se hace evidente el sesgo acumulativo de imágenes y símbolos. El fluir versal aleja su propósito comunicativo para dar amanecida a otros sentidos que exigen la decodificación de significantes. Como en la escritura de César Vallejo, por citar un referente próximo del poeta, los poemas se agitan, asoman al vértigo de la incertidumbre, recuerdan que el discurrir del lenguaje es siempre exilio y fuga, como sucede en la misma existencia del sujeto. El resultado es evidente; Rafael Soler firma en Las razones del hombre delgado su definitiva madurez, una plena manifestación de asombros, el más alto vuelo de su escritura.
 
JOSÉ LUIS MORANTE
 
 


jueves, 16 de septiembre de 2021

RAFAEL SOLER. VIVIR ES UN ASUNTO PERSONAL.

Vivir es un asunto personal
Rafael Soler
Olé Libros, Colección Vuelta de Tuerca
Valencia, 2021

 

MANIFIESTO VITAL
 

 
   Cuando apenas se cumplen dos años de la publicación en 2019 del balance Leer después de quemar, se reúne el despliegue poético de Rafael Soler (Valencia, 1947) en la misma colección, con el título Vivir es un asunto personal, como si la escritura fuera asidero permanente. El árbol del lenguaje, por su capacidad expansiva, trasciende contradicciones y contingencias para sacar a la luz la caligrafía intimista de un manifiesto vital. El epígrafe elegido para este dominio panorámico procede de una de las secciones de su segunda entrega Maneras de volver, poemario de regreso que celebraba el amor y el deseo como vértices esenciales de la identidad.
   La compilación no requiere premeditaciones justificatorias. Carece de prólogo, notas didácticas de contexto y elementos paratextuales. Su pensamiento discursivo integra el recorrido desde la amanecida hasta el ahora, abarcando un segmento temporal de más de cuatro décadas de creación. El plano general aglutina los poemarios Los sitios interiores (Sonata urgente), Maneras de volver. Las cartas que debía, Ácido almíbar y No eres nadie hasta que te disparan. Estas salidas han dado pie a antologías como La vida en un puño y Pie de página y aportan textos a la muestra Leer después de quemar, donde se ubica una amplia selección realizada por Lucía Comba. Pero se trata de agrupar también el material del ahora; se incluye el poemario de reciente aparición Las razones del hombre delgado, entrega publicada en Nueva York en 2021. El apartado final Otros poemas compila el ramaje autónomo de piezas sueltas y dispersas para dibujar un árbol fuerte, con la fronda escrita entre 1978 y 2021, alentada por premios literarios para un solo poema, participaciones en antologías y solicitudes de colaboración en revistas.
   La poética de Rafael Soler tiene una clara raíz vanguardista y un nítido desarraigo del convencionalismo epocal. Desde su obra auroral, mezcla en su quehacer expresivo la afectividad sentimental, el verbo irónico, un cauce argumental que aventura las coordenadas de la existencia y una significativa búsqueda de imágenes que plasmen una dicción original y distinta. Desde la requerida precisión y brevedad, el poema se habita por una individualidad que sale al día con las convincentes argumentaciones de la palabra para alzar un ideario estético proteico, que relega encasillamientos. Rafael Soler es un escritor realista, hermético, surrealista, social e intimista y deja que el lector sume su particular etiqueta sobre el work in progress de su obra poética.
   El volumen elige la linealidad cronológica para integrar las entregas en el orden de aparición editorial. Se percibe así que en el trayecto lírico no hay quiebras sino una cadencia armónica, enriquecida con el empleo de varias voces, con claro predominio del enfoque directo de la primera persona. Se cuida con mimo la sensibilidad comunicativa para que el sujeto testimonial, en su indagación de lo humano, se trasforma a veces en un tú apelativo que se precipita al vacío del existir. Desde una contradictoria claridad se guardan sombras y se especula con la realidad y sus versiones. Con fuerza admonitoria el lenguaje muestra un territorio de frontera entre lo cotidiano y el discurrir onírico, mientras los pasos tanteantes del discurso toman posesión de la incertidumbre.
   Libro a libro, los poemas clarifican la existencia del yo como un tránsito que concluye en el vacío; pero en ese recorrido hay que seguir la brújula del corazón y hacer del transitar un gesto de coherencia, un indicio del ser que guarda la memoria.  El amor y la convivencia se hacen coordenadas reflexivas. Desde esa percepción, siempre bajo la lluvia del tiempo, se concreta el estar, ese golpe de dados que celebra el cuerpo y que hace del deseo un destino tangible.   
   La reflexión existencial se acentúa en Las razones del hombre delgado cuyo avance está impregnado por una intensa penumbra crepuscular: la enfermedad, la muerte o el largo ensayo de la despedida convierten la experiencia de vivir en una inabordable deriva. Se acumulan las pérdidas. La percepción se esmera en rescatar signos y preservar en la memoria “la falsa pulcritud de los escombros”, como un patrimonio más del solitario. 
   Frente a cada poemario, el mosaico completo permite una mirada amplia, un perfecto trazado en el que se pueden captar más fácilmente los motivos y preocupaciones que se reiteran y las características formales. La suma paradójica de vida y escritura conceden al yo poético una identidad definitiva. Vivir es un asunto personal da cuenta de un intenso mirar introspectivo. En él habita un tiempo de azar  que camina con paso firme, y sin posibilidad de extravíos, hasta el laberinto gris de la ceniza. Cada vez se descubre con más precisión la llegada a un tiempo de finitud cumplida en los distintos ámbitos de la experiencia, que vela su subjetividad con la ironía y el rechazo de cualquier impostura trascendente. La palabra sortea las arenas movedizas de lo transitorio para seguir en pie, deshaciendo las lindes de la muerte.
  
 

JOSÉ LUIS MORANTE



lunes, 26 de abril de 2021

RAFAEL SOLER. EL SUEÑO DE TORBA

El sueño de Torba
Rafael Soler
Olé Libros
Colección Vuelta de Tuerca / Narrativa
Valencia, 2021, 1ª edición 1983

 

UN TEMBLOR FRÍO

 

    Casi cuatro décadas después de su amanecida en Cátedra, El sueño de Torba, por jerarquía cronológica la tercera novela de Rafael Soler (Valencia, 1947), tras El grito (1979) y El corazón del lobo (1981), retorna al mediodía impulsada por el maravilloso compromiso editorial de Olé Libros. Cuidado artesano en el diseño formal, pasta dura, cubierta enlutada y cuerpo de letra de luminosa complicidad. El poeta de la muy recomendable trilogía Maneras de volver, Las cartas que debía y Ácido almíbar convoca, en reunión de urgencia, a un panel de personajes que todavía respira con oxígeno vitalista en los sedentarios refugios de la memoria.
  No escapa al lector el pulso justificativo del liminar recordando las contingencias de escritura y la singladura de aquella propuesta narrativa que agotó en poco tiempo sus dos primeras ediciones. En esa nota prologal respira la soledad del escritor de brújula; la vocación de rocoso superviviente de compromisos familiares y dispersiones sociales para habitar a solas la línea de sombra del taller literario.
  El hilo argumental amanece con un alborotado monólogo interior. El fragmentario dibujo de lo real convulsiona las galerías del recuerdo; libera instantáneas vitales en las que adquieren fuerza las voces de la rememoración. Con esta resonancia de fondo, se abre paso hasta el primer plano Jaime Sarduy, profesor de instituto, cuarentón con poco sentido práctico, sustituto ocasional del director del centro, coleccionista heterodoxo, paciente sufridor de ladridos y arañazos de la enfermedad de plomo, y protagonista de un periplo vital complejo, que necesita sueños, soledades y amantes para construir en la grisura existencial andenes nuevos.
  El tiempo accional bascula con apariciones y ausencias de personajes que ofrecen planos secuenciales yuxtapuestos y un deambular de identidades que deja trayectos entrelazados. Así conocemos los rincones umbríos de un entorno proclive a lo precario, tanto en el centro de trabajo, como en las relaciones familiares que jamás tienen la quietud estable de la felicidad.
   Pero el escritor, junto al desarrollo de la trama, apuesta por la experimentación lingüística y la ruptura del enunciado lineal. Por ejemplo, en la segunda parte “La vuelta” concede continuidad a la historia como si fuera un relato dentro del relato, escrito por José Radek, un judío en el exilio, convertido en amigo confidente, mientras ejerce de librero en estado de ruina. El narrador anota los detalles ajustados que requiere el protagonismo de Jaime Sarduy, en su carnal romance con Teresa, una compañera de instituto a quien visita en el pueblo durante el periodo vacacional. Pero también fija en su quehacer literario los recuerdos de su propia historia y los apoyos previos de la escritura: organización de personajes, rasgos, reflexiones sobre el formato escritural, como el diálogo o las descripciones, y otros asuntos propios de quien se sienta a inventar una ficción y repasa sus claves.
   Así mismo, los capítulos muestran una confluencia de tiempos interpretativos, como si el discurso introspectivo del ahora nunca pudiera librarse de los efectos del pasado. El recuerdo es una forma de moldear las cicatrices vitales, esa codificación de actuaciones familiares que lleva en su desarrollo un notable resentimiento y el rictus patético de sentirse extraño en la propia casa. De ahí, ese continuo empeño de Jaime Sarduy de clausurar en el olvido pasos oscuros del ayer: los desencuentros familiares, la historia de Berta O´ Sullivan, el rolls, y otros elementos que contextualizan un tiempo de libertad y descubrimientos.
   El paso argumental del capítulo nueve emplea la prosa fragmentada del diario de Jaime Sarduy. Es tiempo de dar voz a la crónica personal en el regreso a casa. La voluntad, casi en estado febril, se aplica en reconstruir paciente el coche, convertido en herramienta del destino, busca piezas, también, de la historia personal, más con el ánimo de explicarse a sí mismo, que encontrar en esta tarea la verdad objetiva de los afectos familiares, causantes de tantos traumas.
   El sueño de Torba sorprende por la compleja construcción. En sus capítulos conviven el monólogo interior y los diálogos, las evocaciones y el presente para hilvanar un argumento proclive a las conexiones secundarias y al peso activo de los figurantes. Nace así una ficción que se hace fuerte en la tarea experimental de la palabra y en las paradojas que suscita ir descubriendo las señales explícitas de la dimensión inédita. Queda en esta propuesta narrativa de Rafael Soler un retrato de grupo en el que se acogen los pasos inconformes del amor y el deseo, la sal rutinaria y los recuerdos. Un estar transeúnte con sitio para las brumas y el naufragio. Aunque lleguen tarde, los sueños saben que nunca falta en el aleatorio viaje existencial el temblor frío de la decepción.
 
JOSÉ LUIS MORANTE


 

 


miércoles, 24 de abril de 2019

RAFAEL SOLER. LEER DESPUÉS DE QUEMAR

Leer después de quemar
Rafael Soler
Olé Libros, Colección Vuelta de Tuerca
Ciempozuelos, Madrid, 2019


LEER DESPUÉS DE QUEMAR


   Nace “Vuelta de tuerca”, una nueva colección de poesía que pretende ser un escaparate de calidad sobre itinerarios creadores de interés. En ella se integran antologías de Ricardo Bellveser, Jaime Siles y Rafael Soler, que tendrán continuidad en el tiempo con selecciones de Francisca Aguirre y Pedro J. de la Peña. Es, por tanto un muestrario amplio de estéticas al que deseamos atinada navegación y acierto.
  La antología Leer después de quemar de Rafael Soler (Valencia, 1947) se bautiza con un aserto sorprendente que a cinéfilos como quien escribe recuerda de inmediato a una película de humor negro de los hermanos Coen . Trastoca el orden lógico del enunciado para airear la capacidad expansiva del lenguaje, su fuerza para generar moldes aleatorios nuevos. También el autoprólogo comparte desafección por lo rutinario. Con una mezcla de lenguaje notarial y verbo irónico, Rafael Soler comparte un mínimo propósito argumental que aventura, desde la requerida precisión y brevedad, la fuerza del poema como acto de legítima defensa. Una individualidad que sale al día con las convincentes e indefinidas argumentaciones de la palabra. La entrada hace una breve síntesis de un trayecto que arranca en 1979 con Los sitios interiores y que, tras un notable intervalo de mudez, prosigue en 2009 con Maneras de volver. La entrega abre una etapa que tiene como jalones creativos Las cartas que debía, Ácido almíbar y No eres nadie hasta que te disparan. Todas estas salidas, que han dado cimentación a antologías como La vida en un puño y Pie de página, aportan textos a las páginas de Leer después de quemar, donde se ubica una amplia selección realizada por Lucía Comba.
   El volumen rechaza la linealidad cronológica para integrar las composiciones en media docena de apartados, limitados entre si por la afinidad argumental. El de amanecida “Basta callar para que todo empiece” tiene una semántica auroral. El sujeto testimonial contempla un tú apelativo que se precipita al vacío del existir, desde una contradictoria claridad que guarda sombras. Con fuerza admonitoria el lenguaje tiene la solemne cadencia del mensaje; el peso del discurso toma posesión de la incertidumbre. Todo empieza, aunque en ese estar germinal sea el silencio la única respuesta de un destino azaroso, proclive a conseguir la extraña dimensión de la derrota. Es el tiempo de la ingenuidad. La mirada del niño todavía –en ese zarandeo de escuelas y pupitres- busca el sol en los vidrios desteñidos de lo diario y hace de la evocación y el yo interior un reducto seguro en el que se cobijaban las vivencias del despertar afectivo.
   En estos poemas resalta la complicidad de un lenguaje que adopta una ortografía peculiar para contraponer la innata rebeldía del niño y el epitelio de ceniza de lo cotidiano, en un tiempo signado por las obligaciones y la jerarquía. El amor trastoca cualquier orden gregario. Abre grietas. Suscita itinerarios escondidos por donde la imaginación expande lindes, pone a resguardo de cualquier intemperie.
   Los versos clarifican la existencia del yo como un largo viaje que acaba en el vacío; pero en ese recorrido hay que seguir la brújula del corazón y hacer de cada paso un gesto de coherencia, un indicio de ser que guarda la memoria.
   El amor y la convivencia se hacen coordenadas reflexivas en el largo apartado “Perdidos en la misma cama” que postula un largo trayecto interior. Desde ese viaje de seducción que percibe la belleza aparente y expuesta como una acotación en las aceras de lo cotidiano, la voz femenina refuerza el desamparo, esa soledad sin cauce que yuxtapone tedios e inofensivos juegos del cuerpo. En la evocación se anticipa un final desprovisto de ternura, como quien se aloja en un gélido portal de alguna casa de misericordia. Callado protagonista del cincuenta por ciento de la almohada, el ser femenino sabe que la idealización es el vuelo de Ícaro hacia el sol, un desplegar de alas derretidas que antes o después asumirán  “toda flagelación en su disculpa / toda muerte en su envés / toda paz en su derrota / y todo abrazo pendiente en la palabra nunca”. La otra mitad sabe que la belleza es transitoria, que se posa un instante en los rasgos de alguna identidad desconocida y que parte de nuevo para no volver nunca. Desde esa percepción, siempre bajo la lluvia del tiempo, se concreta el estar, ese golpe de dados que celebra el cuerpo y que hace de su redención carnal un destino tangible.   La reflexión existencial se acentúa en el apartado “Nadie dijo que esto iba a ser fácil”. En el largo tránsito vivencial el tiempo se hace deriva. Se acumulan las pérdidas. La percepción se esmera en rescatar indicios y preservar en la memoria “la falsa pulcritud de los escombros” como un patrimonio más del solitario: “No dejarás en nada huella / ni quedará tu voz entre las ramas / nadie hablará de ti después de tu silencio / ni tu nombre viajará de boca en boca / nadie vestirá ese traje al musgo parecido / de abotonada angustia “. El apartado no clausura la mirada interior. Permanece intacta en los poemas de la siguiente sección, “El principio del fin es amarillo”, como si las variaciones y reincidencias del pensamiento abordaran regresos a las indagaciones habituales: como si el viaje culminase en la estación final, los pasos muestran el principio del fin, dejan en la distancia una sensación de tedio y de silencio. Son poemas donde la escritura abre una veta de irónica resignación en la que el testigo de cargo da fe de vida con la discreta caligrafía del acta que dicta las últimas disposiciones testamentarias “para una ausencia bien plantada”. Los poemas adquieren la textura de una secuencia de cine negro, parecen rescatar el callejón, el asesino y la víctima, y las incidentales circunstancias de una trama urdida por el tiempo que descubre un cuaderno de rodaje.
   También en las breves secciones finales, el lenguaje transcribe esa sostenida crisis del pensamiento mediante la concatenación de imágenes y el uso peculiar de la sintaxis; se parodia un fragmentado soliloquio con dios. Pero no hay una temática religiosa sino una indagación en el conflicto existencial, aunque el poema muestre una abundante utillería religiosa de amplio vuelo poético.
   Leer después de quemar conforma una atinada caracterización del legado de Rafael Soler, en cuya geografía encuentran sitio también la novela y el relato. Toma pulso a una voz que se caracteriza por un fuerte componente sentimental, nacida en los distintos ámbitos de la experiencia, que vela su subjetividad con la ironía y el rechazo de cualquier impostura trascendente. Impulsa una escritura dada a la sugerencia, que exhibe en sus versos un rico instrumental lingüístico al abordar la escenificación de lo existencial. La palabra clausura esa guerra civil del yo consigo mismo, firma y fecha y atados los zapatos sale al día para seguir en pie.  

JOSÉ LUIS MORANTE



sábado, 9 de febrero de 2019

FRANCISCO CARO. ESTE NUEVE DE ENERO

Este nueve de enero
Antología poética
Francisco Caro
Selección de poemas de
Davina Pazos, Francisco García Marquina, José Luis Morales,
Manuel Cortijo Rodríguez, Pedro Antonio González Moreno y Rafael Soler
Lastura Editorial, Colección Alcalima
Ocaña, Castilla-la Mancha, 2019


ANDAMIOS DEL YO


   En los estudios panorámicos sobre la lírica contemporánea, cada etapa generacional –cumpla o no con las condiciones de grupo que definieran las teorías de Ortega y Petersen- se hace cartografía habitable a través de las voces más definitorias. Su inercia suele copar los análisis del colectivo. Este método de trabajo deja al margen a los que se incorporan tarde al fluir de la escritura, cuyo ajuste cronológico plantea un problema. Los casos son frecuentes y llenan los márgenes de poetas-isla, de autores sin contexto grupal. Así sucedió, por ejemplo, con Antonio Gamoneda, Gloria Fuertes o Francisca Aguirre, que recibió hace unos meses el Premio Nacional de las Letras por la singularidad de su propuesta versal. Algo similar sucede con Francisco Caro (Piedrabuena, 1947), quien fecha la amanecida de su escritura en 2006 con la entrega Salvo de ti. Con ella avanza por una década de insólita fertilidad creadora cuya última salida  es El oficio del hombre que respira (2017), reconocida con el Premio Nacional de Poesía “Antonio González de Lama”.
   La compilación Este nueve de enero acoge los poemas más conocidos, a juicio de sus compiladores, Davina Pazos, Francisco García Marquina, José Luis Morales, Manuel Cortijo Rodríguez, Pedro Antonio González Moreno y Rafael Soler. El recuento nace de forma especial y merece la pena recordarlo: es una antología creada a espaldas del poeta, como homenaje amical para celebrar el cumpleaños maduro. Quien tuviese la suerte de asistir al evento, en el Café Comercial de Madrid, percibiría, como quien esto escribe, la calidez de la efemérides y la interminable relación de amigos que pusieron voz declamatoria al homenaje.
  Las resonancias del afecto prosiguen en las composiciones. Francisco Caro es un poeta de piel; por tanto, en su escritura tienden a confluir los trazos biográficos y las reflexiones del sujeto poético. El poema aglutina atmósfera sentimental y los pasos marcados de la experiencia, “ahora que atraviesa / la edad en donde el pulso / de la sien es más fértil / para la libertad, / para la pausa…”. Así se define en las coordenadas argumentales. Comparten un ideario estético que busca magisterios en la generación del 50. Ya se aprecia en las composiciones más tempranas, en las que sobresale como núcleo de exploración la segunda persona. Al modo de los cancioneros tradicionales, quien canta el dardo amoroso hace suya una visión del mundo, un estado de ánimo en el que el otro es lugar de acogida, encuentro y llegada: “tu voz, conmigo, sé / que el silencio del mar es plenitud”.
   Con frecuencia, el pasado es el discurrir natural del poema. Frente al ahora, siempre condicionado por su estela de contingencia y fugacidad, el ayer se percibe como un espacio cuajado de vivencias aurorales. En él perduran las sensaciones existenciales que definen la infancia como un tapiz sin brumas; un manantial de vida que deja en las palabras frescor y transparencia. Evocarlo no exime de trazar una estela de leve melancolía, que ensombrece las palabras inútiles: “El poema es quemarse –ha dicho- si no puedo / con la voz ordenar / el mundo alrededor / de un fuego incierto”.
  La presencia cálida del intimismo avanza en el cauce del tiempo hacia un verso más indagatorio, marcado por los contraluces del discurrir vital. Cada amanecida es paradójica. Construye su arquitectura de sensaciones sobre los cimientos de la contradicción. Quien vive yuxtapone búsquedas y sondeos, el veneno preciso de la decepción, la verdad sospechada de lo transitorio, la suma de derrotas guardada en los rincones menos visibles: “hoy he vuelto a escuchar / su zumbido y ya sé que son aquellas / que todo muere sé, que todo permanece, / que soy el mismo miedo, que acaso soy el mismo”.
  Al cauce central del temporalismo se adhieren otros sustratos temáticos, entre los que se vislumbra el afán metaliterario, si cabe, con un deje irónico, que resalta en la entrega Cuaderno de Bocaccio, aparecida en 2010, el mismo año de Paisaje (en tercera persona). Se divaga sobre los aspectos formales, la brevedad, el sentido comunicativo y dialogal de las palabras y esa noción conceptual de la escritura como proyecto inacabado. El verso es conjetura que resguarda la luz debajo de la dermis del sentido, sin tener que recurrir a aderezos retóricos ni trucos de magia.
  Defiendo que los versos figurativos amplifican el realismo desde la sugerencia. El sujeto verbal no emplea un realismo enunciativo, busca para la arquitectura del yo protagonista andamios nuevos y anula marcas gastadas de etiquetas tópicas. Estamos ante una selección que hace de la existencia un largo recorrido introspectivo, donde la identidad va poblando el espejo con los trazos desvaídos de un yo cambiante, mientras el tránsito diario dispersa las hojas desprendidas de los sueños, esos vulnerables elementos de la condición de ser. Este nuevo de enero afianza con brillantez la idea de que cada poeta, llegue cuando llegue a las aceras de la literatura, construye el lugar propio, un espacio singular, que confía en sus variaciones y reincidencias. Con  voluntad de amanecida, el verso se hace mediodía y rasga el aire. Proclama el afán del tacto en la espesura; se hace punzón: “Escribir / arañar el vacío”.



viernes, 30 de septiembre de 2016

RAFAEL SOLER. NO ERES NADIE HASTA QUE TE DISPARAN

Rafael Soler (Valencia, 1947)


SERIE NEGRA

No eres nadie hasta que te disparan
Rafael Soler
Ediciones Vitruvio
Madrid, 2016

  De espaldas al continuísmo gregario de la lírica al uso que sigue las líneas cerradas de lo previsible, el afán creador de Rafael Soler (Valencia, 1947) incide  en cada entrega en los meandros de un camino propio, donde se desvela una búsqueda continua de cauces expresivos singulares. Así lo constata la trilogía Maneras de volver, Las cartas que debía y Ácido almíbar que tienen entre sí enlaces temáticos y una clara voluntad de compartir rasgos del personaje poético.
  No escapa al lector el punto de ironía que constata el aserto No eres nadie hasta que te disparan; el su sentido recrea ese punto de malditismo de la serie negra que aborda la verdadera identidad del yo a partir de la respuesta que sus actitudes crean en los demás.
  El voluminoso contenido poético –otro signo peculiar en una época tendente al poema breve y al libro orgánico que compila medio centenar de poemas- yuxtapone cinco apartados y un epílogo formado por una única composición. Así que cada uno de los segmentos postula una presencia verbal diferenciada.
  El de arranque, “Cuaderno de Elvira” conjuga un enfoque en femenino, como si postulara un plano secuencial apelativo. Ella compartió un pasado común que llega hasta el ahora cercenado por la decepción y por una soledad que hace suya el efecto invernadero de los sentimientos agotados. Pero el hablante de estos versos no monopoliza un único sitio para un soliloquio que va mudando en el tiempo y va dejando pautas entrelazadas, como si fuesen puntos de luz expuestos a la intemperie que es necesario mirar para entender la quietud estable del presente.
  Toda evocación postula un escenario con personajes que dan continuidad a la historia con los detalles ajustados que requiere el guión. Si todo Caín tiene su Abel, todo el discurso introspectivo de Elvira es una forma de moldear el rostro de Martín. Los poemas del segundo apartado, “Cuaderno de Martín” enuncian el tramo firme de otra ribera, esa mitad expuesta que se convierte en víctima y narra,con ambientación de cine la propia muerte y los gestos posteriores: el paso del sicario, la ausencia de la viuda, la silueta de tiza dibujada en el suelo, los investigadores que buscan pruebas del asesino… Toda esa codificación de pantalla grande que lleva en su desarrollo un notable humorismo para velar cualquier rictus patético ante la ruptura sentimental. Consumido el amor, la vida breve es un escueto sepelio por discurrir, un viaje hasta el tanatorio del olvido y la nada.
    Otra máscara más de esta representación coral es Abel. Su estar se resuelve no con la voz directa del sujeto sino con la lejanía del narrador, como si fuese la voz interpuesta de la conciencia que hace incómodo el ensimismamiento y fuerza a salir al día para dejar constancia de una actitud punible. El nombre prestigiado por la senda cultural, el Abel bíblico, aquel arquetipo de bondad y mano tendida es ahora el asesino, ese pistolero que desenfunda y mira después el cañón humeante como si hubiese cumplido su parte del encargo.
   El paso argumental sube el declive de la última vuelta; atrás queda la estela del suceso cumplido. Y es tiempo ahora de buscar el lugar de los hechos antes de la impostura, cuando todos los elementos se disponían con la mansa placidez de la inocencia, ajenos a cualquier disonancia, acaso sin dar pie a que se va consumiendo una cuenta atrás, un grado cero para la rutina.
   Ya se ha comentado que el poemario está repleto de conexiones cinéfilas y que en la simbología de los apartados  la expresión privada de los afectos y desafectos se convierte en un discurso con vocación visual. Nace así una épica subjetiva en la que el perdedor se hace fuerte en la palabra y en las paradojas que suscita. El vínculo entre poesía y séptimo arte se hace más explícito en el apartado “El cine, en el cine” que parece evocar el interior puro de un cuaderno de rodaje, dando a cada figurante su papel deseado para que todo encaje como las piezas de los sueños. Queda el epílogo, esa identidad maltrecha que sale al día en el espejo y que busca su voz en la escritura como si el pasado apenas le perteneciera y es preciso indagar que la memoria sigue inalterable o se ha convertido en el fruto estéril de un tiempo gastado.
  No eres nadie hasta que te disparan invita a una lectura narrativa, con una compartida voluntad simbólica que apenas cede sitio a lo biográfico, pero que deja en el rincón del pensamiento un cúmulo de verdades internas, una voz indulgente sobre el singular trazado de fronteras que encubre la existencia. Y lo hace con el tono insurrecto de quien se niega a usar expresiones asentadas en el coloquialismo, por lo que la dicción poética enlaza asociaciones sorprendentes, busca imágenes inéditas y hace de la adjetivación un afán lúdico.
  Un libro distinto, que legitima un afán de vanguardia también para las verdades del corazón.  


sábado, 30 de enero de 2016

RAFAEL SOLER. ÁCIDO ALMÍBAR.

Ácido almíbar
Rafael Soler
Ediciones Vitruvio
Madrid, 2014


ÁCIDO ALMÍBAR
  
La biografía entre líneas de Rafael Soler (Valencia, 1947), afán activo que integra en su trabajo novela, relato y ensayística breve, busca en la expresión poética su altura cimera. Lo saben bien los visitantes de las librerías que, en 2009, convirtieron en logro editorial el volumen de poesía Maneras de volver. La entrega más reciente del escritor valenciano emplea como título el oxímoron, Ácido almíbar, acaso para dejar constancia de que deambulamos a diario entre paradojas porque la existencia despliega su cronología entre solanas y umbrías, un acontecer pendular que nos nutre con la pulpa agraz de lo diario.
Este nuevo paso estructura su recorrido en seis tramos, a los que se añade, como callejón final, una postdata. El enfoque de la voz verbal no desdeña la ironía, ese mirador distanciado que quita la pajarita a lo solemne. Así nos lo recuerda el aserto del apartado inicial “Quédate a los títulos de crédito”, pero la implicación reflexiva de los versos es continua. Desde que la persiana filtra los hilos de la amanecida, el estar del sujeto deja su voluntad en los senderos de la incertidumbre, en la perspectiva de “esa epifanía de lo amargo por venir y lo nacido”, como dicta con tino certero el poema “Parto a término”. La intemperie aguarda para cubrir la piel con el relente, sea cual sea el ámbito existencial que ocupemos; niño, joven, sedentaria madurez o declinante tiempo de senectud oirán en el silencio una única respuesta: “ y siempre será el silencio la única respuesta / cuando proclames exigente / que el aire que respiras / las manos con que amas y el cielo que te cubre / son tu manera de estar alzado entre las cosas / que sólo para ti / futuro perdedor de cuanto tienes / fue trazada la dimensión del agua / y el espanto azul de las estrellas”
En todas las secciones de Ácido almíbar resaltan los códigos formales del autor. Nada es gratuito. Los títulos poemáticos sirven como destellos aclaratorios y adquieren el peso de un pensamiento conciso. Veamos algunas muestras: “Solo el viaje importa”, “Metabolismo basal de un edificio adolescente”, “Una derrota compartida es siempre la mitad de una victoria”, “Hábitos estables para alcanzar el día”, “Escorzo de anciano a la intemperie”. Desde ese umbral, las palabras trazan una estela expresiva que sustituye el intimismo coloquial por una dicción moldeada, densa, vestida de sugerencias que añade onirismo, rupturas de lugares comunes y comparaciones sorprendentes. El resultado es una invitación al asombro: “ Pides al Dios de Todos los Pucheros / un golpe de claxon en tu historia / que no tenga sabor a nicotina”; o versos como estos: “ pero tenía una mosca de fresa en el escote / y exacto el entresijo”, cuyo significado desconcierta. De esa falta de confesiones al decir prosaico nace una lírica nunca previsible. Poesía  donde conviven los trazos memorísticos de un yo diseminado en el tiempo y canto existencial, esos bocetos que buscan en  el lenguaje catarsis y expresividad emotiva, un espejo fiel en el que encuentre cobijo una conciencia en vela.