La chica de los ojos manga José Antonio Sau La Isla de Siltolá, Nouvelle Sevilla, 2016 |
A SOLAS, CON ELLA
Un gesto de la educación sentimental del joven es la
idealización, esa capacidad de contagiar la figura del otro con la
vestimenta del mito para que no se desvanezca en el acontecer de los días. De
esa evocación de la etapa juvenil se nutre el primer argumento de La chica de los ojos manga, relato de arranque de la segunda entrega
narrativa de José Antonio Sau, periodista, crítico literario y autor de otra compilación titulada Cuentos de la cara oscura.
En "La chica de los ojos manga" las huellas del pretérito se marcan en la memoria veinte años después
para dibujar la verdadera historia de
Isabel, aquella muchacha a quien el narrador conoció siendo un niño y que nombró,
influido por sus continuas lecturas de cómics japoneses, como “la chica de los
ojos manga”. Nunca salió con ella, ni fue capaz de manifestar más actitud que el
seguimiento continuo por lugares urbanos cuando ella tuvo pareja. Callado, pronosticó
un destino cumplido, repleto de reconocimientos sociales. Pero las
especulaciones raras veces aciertan y dos décadas después descubre, por las
confidencias de los protagonistas de su admiración, que él es necesario en su
mínimo papel de testigo callado para empezar a solas, con ella, una segunda aurora.
El relato que presta título al conjunto anticipa también el venero
temático del libro: los encuentros y desencuentros del ser enamorado y su
deambular angustioso por los itinerarios del corazón. A veces estos trayectos
son oníricos y se gestan a espaldas de la voluntad, como si en la conciencia
personal habitase un extraño que solo cumple las aleatorias normas que impone
el azar; es el caso del texto, “Sonia no está en el oasis”, una pieza que
estremece por los claroscuros y por el tejido lírico de algunas secuencias.
Aunque todas las prosas comparten las caligrafías irregulares de la
convivencia, tienden a convertir el diálogo sentimental en una marejada de
aguas bravas en las que no cabe monotonías sino el encuentro directo con lo
imprevisible. Son miradores de vista singular. En los renglones de “El sol de
agosto” acaso el aporte más realista del conjunto, con el titulado “El santón
de Jarapalos”, narrativa que parece emanar de la tradición popular,
el escritor se mira en su taller literario convertido en testigo accidental de
la mansa calima playera para dibujar un cuadro de personajes reconocibles en el
trasiego vacacional, con sus historias domésticas.
En “El cuidador” prevalece el aire de comedia sentimental porque la
presencia de la enfermedad va erosionando una rutina asentada para convertirse
en una muerte lenta, que se muestra como dato feroz de ese yo vulnerable que
soporta las pruebas complejas de lo existencial.
He hablado ya de la diversidad de
planteamientos que José Antonio Sau oferta en esta memoria ficcional. No
podía faltar la mirada al pasado, ese ayer en cuyo cauce confluyen intrahistoria individual y memoria
histórica. La guerra civil y su estela de perdedores ha dejado una
fecunda cosecha narrativa. A ella se suma el cuento “Dolores” cuya protagonista
es una de esas mujeres que puso en el azul ominoso entereza y obstinación contra
la barbarie falangista.
En este trayecto con bifurcaciones por el itinerario amoroso cobra vida
también la semántica del regreso. En “No habrá flores para Elena” reconocemos
esa emoción que oprime el pecho desde el recuerdo, cuando la soledad se rompe
por un presente mínimo repleto de simbolismo. Y en el cuento final
“El detective” se aborda la infidelidad con el aire de una investigación por
encargo que recuerda a la serie negra.
En esta cosecha narrativa de José Antonio Sau, que traza en el ánimo lector una impresión de complicidad agradecida, encontramos la relación de
pareja como un terreno fértil que reemplaza sentimientos y conductas, como si
el amor fuese un inventario caótico que solo pudiera mostrar sus
contornos desde la introspección y el silencio, con la incertidumbre de quien
mira un mundo que gira alrededor sin saber dónde oculta su centro gravitatorio. Nunca resulta fácil entender la terca artesanía de los sentimientos.
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