Un árbol que tiembla Isabel Marina Prólogo de Ángeles Carbajal Editorial El Sastre de Apollinaire Colección Poesía Madrid, 2022 |
PAISAJES EN LA MEMORIA
El quehacer poético de Isabel Marina (Avilés, 1968), Licenciada en
Periodismo por la Universidad de Navarra, colaboradora habitual de algunas
revistas como Anáfora y Areté e impulsora de la hermosa revista Ítaca que en el verano del presente año
sacaba al sol su séptima entrega, despliega una nueva salida, Un árbol que tiembla, con ilustraciones
de Federico Granell y prólogo de Ángeles Carbajal.
La escritora asturiana realiza en su introducción “Isabel Marina entre
“Soles que se pierden” un demorado análisis en el que la existencia es un
escenario incierto y movedizo, una lumbre con su semillero de ceniza que pone
en el árbol iluminado del tiempo un rastro incierto. En este territorio de
incertidumbre e inquietud, la realidad sostiene su espacio de representación donde
cada identidad se busca a sí misma e hilvana estados de ánimo, como respuestas
a las líneas de fuga que propician los días. Estar es percibir envolventes
siluetas de esperanza; nubes al paso. Se va gestando así una crónica
sentimental de lo vivido, la cartografía desplegada de un mundo interior por
donde el sujeto camina hacia el difuminado paisaje de la inexistencia. Nada
puede salvarnos del derrumbe; somos vacío y fugacidad. De ahí, ese epitelio de
melancolía que conforma la textura diaria.
Nos hallamos ante un libro orgánico extenso que integra más de sesenta
poemas, concebido como una senda fragmentado en tres tramos y precedido por una
imagen cuajada de simbolismo: un árbol transparente alza sus ramas; el
despliegue evidencia su naturaleza de esqueleto y su textura viva. El hablante
verbal convierte su presencia en verbo
introspectivo: “Miro mi mano: / sus huesos son / un árbol iluminado / un árbol
que tiembla”. El mapa de la memoria preserva sus paisajes; aloja un pretérito
cercano, dispuesto a la evocación, recupera sensaciones y sueños y conforma un
espacio sentimental de enlace con otras presencias. En el poema “Te recuerdo”
retorna la emotiva silueta del padre que convive en el avance del libro con
otros pobladores de la casa familiar, como el abuelo o la madre. El devenir de
la infancia era casa encendida, en la que cobra todo su significado el homenaje
al poeta Luis Rosales y a su obra central La
casa encendida. Poco a poco el tiempo vacía la casa, llena sus paredes de
pérdidas y ausencias, de silencios que ajustan su discurso a la quietud dormida
de las horas. Allí se deposita “lo que nunca muere en el corazón”.
El segundo apartado “Fragile” mantiene los elementos del pasado como detonantes
argumentales. Todavía la retina del viaje guarda las imponentes siluetas de los
silos en el espacio rural de la Castilla mesetaria. Eran arquetipos de solidez
y fuerza, exhortaciones de permanencia para la adánica pureza de los ojos
infantiles. Recobrar ese tiempo auroral de los descubrimientos conlleva sentir la
educación sentimental, habitar un entorno a resguardo como una manifestación de
vigilia y lucidez que pone en las emociones una evidente cercanía entre sueños
y realidad. La felicidad era la plenitud del beso, el viaje a Venecia, la forma
humilde de un caballo de madera, el traje de la primera comunión o aquellos
regalos que convertían la infancia en un espacio de posesión y gozo. Pero el
discurrir empaña la mirada; tizna la nitidez pletórica de lo auroral para
asentar en lo diario un paisaje sombrío y crepuscular. Otra realidad que nos
hace tomar conciencia: “Tarde o temprano / habremos de aceptar / que nosotros
también fuimos / un imposible”. La senda vital se va gestando como un proceso
erosivo de despojamiento y pérdida, que adormece la conciencia y que va
volcando una estela de polvo en la memoria. Lo que queda es solo un reflejo, pálidos
sueños que buscan su lugar en el olvido. La memoria pone paisajes entrevistos
en el tiempo, esos lugares que ahora también se integran el paso del retorno, un
fondo de melancolía en su contemplación: el Cabo de Peñas, Nienbro, Biarritz…
Todos se integran en un baile de sombras que diluye lo que realmente somos,
como si fueran parte de un paisaje todavía por completar. El recuerdo se empeña
en regresar a otro tiempo; pero todo ha cambiado y se suceden las mutaciones;
todo se llena de extrañeza, incluso esa mirada de quien se percibe a sí mismo
con una cierta sensación de irrealidad.
La parte final emplea como título
el verbo “Bloom”, florecer. Cada lector crea sus indicios culturales en la
lectura y a mí el título me remitió de inmediato al protagonista de El Ulises, la obra maestra de James
Joyce, por más que la posterior lectura del apartado confirme otra lectura: la
de la esperanza, esa rebeldía que obliga a no fijar los ojos en la sombra y
buscar indicios de floración y amanecida. Algunos poemas recuerdan estelas
metaliterarias que se preguntan a sí misma por las razones del poema; buscan lo
innombrable. Pero en el apartado también hay sitio para el homenaje a la
soprano estadounidense Jessye Norman, cuya voz acaricia la tarde interminable
del domingo y la convierte en un clamor de luz. Y para el sentir reflexivo en
torno al tiempo y su finitud. Es un toma de conciencia sobre la condición de
ser, sobre ese empeño en avivar los rescoldos para que nazcan firmes las
huellas del pasado, los materiales que conforman el suelo del ahora, como una
senda demorada, capaz de convencernos de que el viaje mereció la pena, de que
el extravío era el rumbo exacto, la llegada, el pacto por firmar con la ceniza.
JOSÉ LUIS MORANTE
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