jueves, 15 de diciembre de 2022

ISABEL MARINA. UN ÁRBOL QUE TIEMBLA

Un árbol que tiembla
Isabel Marina
Prólogo de Ángeles Carbajal
Editorial El Sastre de Apollinaire
Colección Poesía
Madrid, 2022

  

PAISAJES EN LA MEMORIA

 
   El quehacer poético de Isabel Marina (Avilés, 1968), Licenciada en Periodismo por la Universidad de Navarra, colaboradora habitual de algunas revistas como Anáfora y Areté e impulsora de la hermosa revista Ítaca que en el verano del presente año sacaba al sol su séptima entrega, despliega una nueva salida, Un árbol que tiembla, con ilustraciones de Federico Granell y prólogo de Ángeles Carbajal.
   La escritora asturiana realiza en su introducción “Isabel Marina entre “Soles que se pierden” un demorado análisis en el que la existencia es un escenario incierto y movedizo, una lumbre con su semillero de ceniza que pone en el árbol iluminado del tiempo un rastro incierto. En este territorio de incertidumbre e inquietud, la realidad sostiene su espacio de representación donde cada identidad se busca a sí misma e hilvana estados de ánimo, como respuestas a las líneas de fuga que propician los días. Estar es percibir envolventes siluetas de esperanza; nubes al paso. Se va gestando así una crónica sentimental de lo vivido, la cartografía desplegada de un mundo interior por donde el sujeto camina hacia el difuminado paisaje de la inexistencia. Nada puede salvarnos del derrumbe; somos vacío y fugacidad. De ahí, ese epitelio de melancolía que conforma la textura diaria.
   Nos hallamos ante un libro orgánico extenso que integra más de sesenta poemas, concebido como una senda fragmentado en tres tramos y precedido por una imagen cuajada de simbolismo: un árbol transparente alza sus ramas; el despliegue evidencia su naturaleza de esqueleto y su textura viva. El hablante verbal convierte su presencia en  verbo introspectivo: “Miro mi mano: / sus huesos son / un árbol iluminado / un árbol que tiembla”. El mapa de la memoria preserva sus paisajes; aloja un pretérito cercano, dispuesto a la evocación, recupera sensaciones y sueños y conforma un espacio sentimental de enlace con otras presencias. En el poema “Te recuerdo” retorna la emotiva silueta del padre que convive en el avance del libro con otros pobladores de la casa familiar, como el abuelo o la madre. El devenir de la infancia era casa encendida, en la que cobra todo su significado el homenaje al poeta Luis Rosales y a su obra central La casa encendida. Poco a poco el tiempo vacía la casa, llena sus paredes de pérdidas y ausencias, de silencios que ajustan su discurso a la quietud dormida de las horas. Allí se deposita “lo que nunca muere en el corazón”. 
   El segundo apartado “Fragile” mantiene los elementos del pasado como detonantes argumentales. Todavía la retina del viaje guarda las imponentes siluetas de los silos en el espacio rural de la Castilla mesetaria. Eran arquetipos de solidez y fuerza, exhortaciones de permanencia para la adánica pureza de los ojos infantiles. Recobrar ese tiempo auroral de los descubrimientos conlleva sentir la educación sentimental, habitar un entorno a resguardo como una manifestación de vigilia y lucidez que pone en las emociones una evidente cercanía entre sueños y realidad. La felicidad era la plenitud del beso, el viaje a Venecia, la forma humilde de un caballo de madera, el traje de la primera comunión o aquellos regalos que convertían la infancia en un espacio de posesión y gozo. Pero el discurrir empaña la mirada; tizna la nitidez pletórica de lo auroral para asentar en lo diario un paisaje sombrío y crepuscular. Otra realidad que nos hace tomar conciencia: “Tarde o temprano / habremos de aceptar / que nosotros también fuimos / un imposible”. La senda vital se va gestando como un proceso erosivo de despojamiento y pérdida, que adormece la conciencia y que va volcando una estela de polvo en la memoria.  Lo que queda es solo un reflejo, pálidos sueños que buscan su lugar en el olvido. La memoria pone paisajes entrevistos en el tiempo, esos lugares que ahora también se integran el paso del retorno, un fondo de melancolía en su contemplación: el Cabo de Peñas, Nienbro, Biarritz… Todos se integran en un baile de sombras que diluye lo que realmente somos, como si fueran parte de un paisaje todavía por completar. El recuerdo se empeña en regresar a otro tiempo; pero todo ha cambiado y se suceden las mutaciones; todo se llena de extrañeza, incluso esa mirada de quien se percibe a sí mismo con una cierta sensación de irrealidad. 
    La parte final emplea como título el verbo “Bloom”, florecer. Cada lector crea sus indicios culturales en la lectura y a mí el título me remitió de inmediato al protagonista de El Ulises, la obra maestra de James Joyce, por más que la posterior lectura del apartado confirme otra lectura: la de la esperanza, esa rebeldía que obliga a no fijar los ojos en la sombra y buscar indicios de floración y amanecida. Algunos poemas recuerdan estelas metaliterarias que se preguntan a sí misma por las razones del poema; buscan lo innombrable. Pero en el apartado también hay sitio para el homenaje a la soprano estadounidense Jessye Norman, cuya voz acaricia la tarde interminable del domingo y la convierte en un clamor de luz. Y para el sentir reflexivo en torno al tiempo y su finitud. Es un toma de conciencia sobre la condición de ser, sobre ese empeño en avivar los rescoldos para que nazcan firmes las huellas del pasado, los materiales que conforman el suelo del ahora, como una senda demorada, capaz de convencernos de que el viaje mereció la pena, de que el extravío era el rumbo exacto, la llegada, el pacto por firmar con la ceniza.
 
JOSÉ LUIS MORANTE

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