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Sombreros y elefantes Fotografía de Adela Sánchez Santana |
ANTOINE DE SAINT- EXUPÉRY
Para mis hijas, Irene y Ana,
que ocupan en las páginas de El Principito
el lugar exacto donde estuve.
Para Aarón, Asier y Luna,
en cuyas manos caben los libros grandes
de mi biblioteca.
Pasé mi infancia y adolescencia sin la rosa de los vientos de
El Principito. Un asunto trágico que,
seguramente, sea causa directa de tanta patología y de mi incapacidad
manifiesta para distinguir sombreros y elefantes, onirismo y realidad porque,
es sabido, que lo esencial es invisible a los ojos. No fue curiosidad
intelectual ni elección clandestina. En las aulas juveniles del internado fue titulo
recomendado por el profesor de francés; también puso como ejercicio
complementario
Antígona, por si
queríamos conocer cuanto antes el planeta contrahecho de la tragedia, ese lugar
donde no hay rosas ni girasoles porque es de noche.
En
aquel asunto de jerarquía colegial, yo me acurruqué en el líquido amniótico de
Antoine de Saint-Exupéry y desde entonces, hace más de cincuenta años, me quedé
a vivir en las palabras y sus ilustraciones.
No
pienso respirar el frescor desapacible de la calle. Alguien me ha susurrado que
“los adultos son gente muy extraña”
(De Cuentos diminutos)
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