Una circunstancia común en casi todos los países de las Antillas
caribeñas es el continuo flujo migratorio. Es debido esencialmente a la crisis
económica de la zona, pero también a una causalidad múltiple que engloba la
política, los valores sociales y la formación cultural. Esta perenne diáspora
provoca puntuales análisis desde perspectivas económicas o de mercado porque las remesas
tienen una presencia fuerte en el producto interior bruto. Tampoco falta la
mirada preventiva al envejecimiento demográfico porque los que se van son, con
frecuencia, los jóvenes. Pocas veces en cambio, se hacen sondeos literarios,
capaces de medir la aportación creativa del nomadismo hacia Estados Unidos y
Europa. Esa clave es el eje argumental del prólogo de
Archipiélago inverosímil, escrito por Alberto Martínez Márquez,
catedrático de la Universidad de Puerto Rico en Aguadilla.
El balance compila postales con luz de la diáspora hacia Europa. Conforma
un mosaico marcado por la diversidad; en palabras del profesor Martínez
Márquez: “Esta antología poética explana el mapa de la media isla para
ofrecernos algo más que un testimonio de la presencia dominicana en el Viejo
Mundo. Se trata de una propuesta polifónica de diecisiete voces, en las que la
diversidad de formas y dicciones demuestra la necesidad de poetizar como una
forma efectiva de cifrar las experiencias del proceso migratorio y
transcenderlo”.
En suma, nos hallamos ante un legado múltiple que ha conocido en el
último tramo finisecular y en las primeras décadas del siglo XXI un insólito
despunte. El compendio de nombres recurre al orden alfabético para organizar la
muestra integrada por una mínima representación de textos y una biografía
informativa. En ese mapa poético cohabitan nombres de varias generaciones: a
la del cincuenta pertenecen Ana María Céspedes Calderón, Nelson Ricart Guerrero
y José Sirís; más numerosa resulta la nómina de los años sesenta que da cobijo
a Sol Lora, Fausto A. Leonardo Henríquez, Mayobanex Pérez, Altagracia Pérez
Pitel, Bernardo Silfa Bor y Daniel Tejada; representantes de la promoción del
setenta son Roberto García, Farah Halall y Rosa Silverio; y son los benjamines
de la antología Karlina Veras Read, Alejandro González Luna, Leonardo Reyes
Jiménez y Marielys Duluc.
Amanece en
Archipiélago
inverosimil un cruce de itinerarios donde resulta muy complejo agrupar a
los representados bajo la sombrilla de grupos, etiquetas generacionales o
idearios estéticos. Lejos del quehacer colectivo, cada trayecto completa, tras
su epifanía, un largo recorrido por la singularidad poética. La presentación del mínimo
acopio de cada poeta no puede ser sino umbral para una estación lectora más
plena y demorada, en la que se justifiquen las apresuradas impresiones, los recursos
expresivos habituales, las similitudes estilísticas y las variantes
argumentales.
En cada autor destaca un norte. En Simeón Arredondo Natera el tono
paradójico y la mirada social, junto a una lírica reflexiva y evocadora, poco
dada a la gratuidad experimentalista. Persiste en el léxico de agua clara de
Ana María Céspedes Calderón un intenso cauce confesional en torno al amor, el
cuerpo y el deseo como plenitud, erosión y desgaste; pero también toma la
palabra un resolutivo compromiso ecológico. En los poemas de Marielys Duluc
amanece el gen feminista para airear la violencia machista en lo doméstico o la
asunción de roles que hacen de la mujer presencia diluida y secundaria; también
aflora la herencia africana y el rumor fuerte de un pretérito que persiste en
el tiempo, frente al globalismo igualatorio colectivo. Roberto García, con
poemas en prosa, muestra evocativos relatos líricos que siembran en la
percepción del lector sensaciones llenas de vida, vértices de caligrafía afectiva.
El trasfondo expresivo de Farah Hallal
acumula abundantes imágenes y confía en el aporte simbólico de las
palabras. Frente al enunciado conclusivo, sus poemas preservan el misterio de
la sugerencia y la estela personal de lo intuitivo; pero también la carga
crítica que emana de la condición de mujer y de la conciencia de un estar social proclive a la disonancia y a la marginación de muchos colectivos.
En el trayecto creador de
Fausto
A.
Leonardo Henríquez el tiempo
existencial se convierte en inmersión en la esencia del ser. El poema
trasciende la contingencia biográfica para que la memoria adquiera relieve a
través de alusiones a una inocencia germinal en la que se cobijan los
ancestros, esa llama telúrica de una sabiduría pretérita que recuerda un lejano
paraíso perdido y recrea un modo de existir.
La voz comunicativa de Sol Lora enaltece la claridad figurativa; el
poema enuncia el discurrir vital en lo cotidiano, donde acecha siempre entre la
sombra la siniestra presencia de la muerte. A partir de ese ámbito germinal de
finitud y hastío, nacen los versos para enaltecer la fuerza de lo sentimental o
para hacer de un vestido pretexto argumental en el que se define una
sensibilidad en vigilia.
En las composiciones de Mayobanex Pérez el poema emite un verbo
apelativo que llega al otro, como si la
segunda persona fuera un yo desdoblado que debe resolver las labores diarias
del existir. El trasiego temático explora estados de ánimo, elementos
naturales, el perfil cívico del ciudadano en la calle o la música como
expresión cultural que traspasa la textura emotiva.
Altagracia Pérez Pitel define una mirada introspectiva, hecha evocación
y onirismo. Su léxico, escueto y directo, rechaza el oropel metafórico para
desplazarse por las líneas existenciales que buscan, en su fragmentarismo, la
razón de ser en la orfandad diaria.
También Leonardo Reyes Jiménez prefiere la expresión incisiva para
cuestionarse las interrogantes que expande la conciencia; el referente cultural
sirve de hilo conductor a un buen número de composiciones. En ese enfoque de la
voz poemática hay un renacido lector que glosa a Zagajewski, Cortázar o Roberto
Bolaño, y que hace del poema una mano abierta a las diluidas esperanzas del
presente.
Los motivos centrales de Nelson Ricart Guerrero son el hurgar
metaliterario en torno al texto; el otro como eje gravitatorio del yo
sentimental, y el precario enraizamiento del devenir. Con lúcida
precisión y palabra coloquial el lenguaje es refugio de asombro, una grieta que
esconde el callado secreto de lo temporal.
Está presente en la poesía de
Bernardo Silfa
Bor la huella múltiple
del cuerpo, como deseo y celebración. Su avance lírico remite a magisterios
como Whitman o Baudelaire para dejar en sus poemas un verso expandido, que
percibe el entorno como un espacio hermético proclive a lo fragmentario y la
paradoja.
Rosa Silverio relativiza el marco aparente de lo real para definir la
textura exacta del viaje interior y sus vaivenes anímicos. En su poesía hay una
implícita asunción del legado de César Vallejo; las palabras reverdecen para
adquirir nuevos matices capaces de descifrar la cosmogonía del mundo. Poesía
intimista, intensa en la que la gastada emoción se repone y adquiere vuelos
altos.
Una veta argumental significativa de José
Sirís es la meditación sobre lo transitorio. En el recorrido verbal del entorno
explora enlaces entre sus elementos y vislumbra una realidad mudable, que se
abre también a los velados mensajes del subconsciente. Su expresión refuerza
magisterios del humanismo, trastoca la frase y expande imágenes que logran
secuencias expresivas inesperadas.
El hilo poético de Daniel Tejada desovilla
una nítida preocupación social. Refleja una convivencia en el tiempo que
amanece con todas sus aristas y donde son reconocibles gestos convertidos
en abstracciones. La voz celebratoria del yo femenino alumbra la textura
sentimental de otras composiciones que hacen del amor su amanecida primigenia.
Karlina Beras Read personifica la coda final de la antología con una
poesía narrativa que expone una reflexión abierta de lo biográfico. Los poemas
insisten en la idea del tiempo como un
continuum que vincula identidades y
viajes, itinerarios que son siempre estelas de conocimiento y sirven de umbral
a los versos que enlazan las pulsaciones de la memoria.
Con frecuencia, el localismo de una compilación antológica se asocia con
una forma de sentir el poema ceñida a un espacio autónomo e insular, con
mínimos contactos con realidades exteriores ajenas. Sin embargo, los poemas de
Archipiélago inverosímil amplían el sustrato
del legado dominicano con la experiencia sensible de otros ámbitos; por eso
irrumpen, emotivos e intensos, en la intimidad del lector, plantean las
incertidumbres de un yo de frontera, que debe redefinir su identidad en la
intemperie del estar a solas, en medio del recuerdo de una isla lejana que en
la vigilia y el sueño promete amanecidas y regresos.
JOSÉ
LUIS MORANTE