Una habitación de hospital con vistas al mar Antonio Cruz Romero Letras Cascabeleras, Poesía Cáceres, 2018 |
LA HERIDA DE VIVIR
Siempre asocio el nombre de Antonio Cruz Romero (María, Almería, 1978)
con la traducción al castellano de la última poesía neerlandesa, un espacio
lingüístico casi silenciado por completo en la cartografía literaria del
presente, resignado a convertir al inglés en el cauce renovador de la lírica. Pero
el traductor almeriense personifica un quehacer marcado por la diversidad: es
autor de relatos, novelista, antólogo y editor, aunque el rasgo esencial de su
perfil creador es la poesía. Retorna al género con la entrega Una habitación de hospital con vistas al mar,
un aserto explícito que convierte el mar en paradójico horizonte del dolor.
Algunos lectores recordarán el cuerpo de afinidades entre el joven poeta
y el profesor Hilario Barrero, que aporta al libro la ilustración de cubierta y
algunas imágenes interiores. Entre ambos nombres se ha establecido en el tiempo
una senda común que integra publicaciones, traducción –y recuerdo aquí La esperanza es una cosa con alas,
compilación poética de Emily Dickinson, editada y traducida al castellano al
castellano por Hilario Barrero- y aportes de inéditos en las respectivas
revistas. En fin, que ambos poetas han establecido un jubiloso viaje de
amistad y poesía, una contingencia emotiva que vuelve a constatarse al integrar
el nombre del escritor toledano en el pórtico de citas, del que también forman
parte Hugo Claus y el conocidísimo principio aforístico de Wittgenstein: “Los
límites del lenguaje son los límites de mi mundo”.
La poesía de Antonio Cruz tiene desde su
inicio un sesgo narrativo, con un fuerte sustrato biográfico. El canto elegíaco
está marcado por la desesperanza, como si el sujeto verbal tomase conciencia de
que se ha cumplido en la identidad un ciclo de erosión, en el que muestran las
desapacibles mutaciones. Ser es abrir la puerta a la incertidumbre. El dolor
coloniza el espacio existencial. Es un largo pasillo cuyas paredes expanden
humedad y silencio. Huele a convalecencia y enfermedad y marca una fecha en el
calendario, casi real en su precisión crítica: 25 de enero, como si fuese
necesario recordar cuándo la cirugía se instaló en el corazón sentimental para reiterar en cada latido el significado del otro, el dolor compartido, la
inquietud.
El verso se despoja de utillería léxica, para convertirse en la palabra
de una crónica fría. Como en los poemas desolados de Karmelo C. Iribarren o en
los fragmentos mínimos de Chantal Maillard, dos referentes coetáneos que
enuncia el mismo personaje al dar fe de vida de su tácita soledad. Se ha
acostumbrado a leer el desapacible idioma de la herida: sus efluvios, el
trazado aleatorio de la cicatriz, la invisible convulsión de las células. La
densa lluvia va dejando paso a un cielo abierto, a una contemplación
más distante que poco a poco convierte al olvido en epicentro y deja dentro un
nuevo espacio para mirar la amanecida; la aurora trae un punto de luz al día
siguiente, como si los sentidos necesitasen pasar página y prodigar contornos y
formas nuevas: “La tarde camina en dirección opuesta al invierno, / como
deseando alcanzar la primavera; / quizá por un camino equivocado; quizá solo el
tiempo lo habrá de dilucidar. / Puede que ya todos estemos durmiendo”
Como una larga meditación existencial en torno al tránsito y la
desesperanza, la poesía de Antonio Cruz Romero alerta sobre la decrepitud que
acecha cada recorrido existencial. Es un acto de introspección, con una fuerte
apoyatura cultural, en el que el yo poético descubre su fragilidad, esa
necesidad de construir el mundo desde la presencia del otro, de compartir el
paso también en los naufragios y de abrir juntos la ventana al paisaje que deja el sustrato de los días, sabiendo que alzamos una minúscula estatura.
Sin
más: “Aquí solo somos / el insignificante zumbido de un insecto / que ilusos
creemos imprescindible para volar”.
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