viernes, 18 de octubre de 2013

J. M. COETZEE. DESARRAIGO.

La infancia de Jesús
J. M. Coetzee
traducción de Miguel Temprano García
Mondadori, Barcelona, 2013
 


DESARRAIGO 
 

Nacido en 1940 en Ciudad del Cabo (Sudáfrica), J. M. Coetzee, en largo interludio, alumbró una narrativa que se hace crónica descarnada de la segregación racial. En sus argumentos ponía ante los ojos comportamientos humanos conflictivos, con grietas y fisuras. Así sucedía en su título más celebrado, Desgracia. Pero su significativo legado, reconocido en 2003 con el Premio Nobel de Literatura, aglutina también autobiografía, ensayos, traducciones y artículos de prensa que trazan un perfil intelectual que no se siente ajeno a la fragilidad de certezas del presente y se hace cargo de una realidad diversa. Ahora retorna a la narrativa con La infancia de Jesús, una novela que emplea como idea central el desarraigo y cuyo título admite una aparente ambigüedad. En un escenario que no se concreta, el libro se asoma a los flujos migratorios que copan titulares y postulan esas contradicciones de la sociedad occidental que muestra rostros enfrentados, de bienestar y miseria.Un hombre maduro y un niño de poco más de cinco años llegan a un país desconocido. Buscan en un centro de acogida mejores condiciones vitales y hallar a la madre biológica del menor para que ambos puedan tener una relación natural. No son parientes, sólo se conocieron en el barco durante el viaje, aunque el pretendido tutor  ha hecho de la búsqueda un deber de conciencia. Los dos protagonizan un laborioso trajinar entre días insulsos, mientras se proporcionan refugio y seguridad. En la tierra de acogida, sólo la caridad escueta de algunos foráneos permite la supervivencia. Las paupérrimas condiciones existenciales se mantienen sin que la esperanza encuentre sitio. En el lugar denominado Novilla, los que están se limitan a proporcionar elementales ejercicios de ayuda social en los que se refleja una resignada conciencia cívica. Y los que llegan borran cualquier huella del pasado, como si sometiesen su identidad a una drástica mutación que hiciese del exilio y del olvido las claves de un impulso regenerativo que no desea repetir las antiguas vivencias. Así, los dos recién llegados comparten destino y van aprendiendo, poco  a poco, a sobrellevar carencias y a reemplazar sus ilusiones por una mansa resignación. Concentran sus energías en el ahora, envueltos en el tejido áspero de lo inmediato. Esperan que la voluntad de cualquier desconocido aliente una mejora, un mínimo logro,  o se abra un tramo temporal de felicidad. Incluso confían que una mujer, Inés,  escuche al corazón y acoja, sin preguntas, al pequeño como si fuese un hijo propio. Pero el acontecer diario no crea ni siquiera el espejismo del hogar, ni proporciona soluciones durables. En cada aurora siguen la inseguridad y la certeza de estar en un umbral que no franqueará ninguna entrada. El tiempo se ha atascado; el extranjero es una mácula que condena a ser marginado y excluido. Los ojos miran alrededor con una turbación honda, nunca encuentran la implicación emocional de quien está al lado. Las marcas fronterizas y los prejuicios no desaparecen.

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