Ropa de calle Antología poética (1980-2018 Luis García Montero Ediciones Cátedra, Letras Hispánicas Madrid, 2018 (tercera edición) |
POETA CON ROPA DE CALLE
Existe en la perspectiva creadora de Luis García Montero (Granada, 1958)
una clara propensión a hacer de la normalidad un rasgo distintivo. El alter ego verbal viste con ropa de calle; rechaza por igual la
túnica del místico y la indigencia de la proclama, que disimula harapos detrás
de un sermón de buenas intenciones. En su voluntad de desacralización niega por igual la imagen del vidente, proclamada por Arthur Rimbaud, y el mono de trabajo del realismo sucio.
Este sosegado respirar no debe
interpretarse como actitud acomodaticia sino como pertenencia a un vecindario; las
palabras suenan en boca del portavoz de una ciudadanía con la que comparte
rasgos cívicos. La premisa toma cuerpo en el repertorio teórico[1] y en
las sucesivas artes poéticas:
Ya
sé que otros poetas
se
visten de poeta,
van a las
oficinas del silencio,
administran
los bancos del fulgor,
calculan con
esencias
los saldos de
sus fondos interiores,
son antorchas
de reyes y de dioses
o son lengua
de infierno.
Será que
tienen alma.
Yo me
conformo con tenerte a ti
y con tener
conciencia.
(“Poética”, Completamente viernes)
El dominio lingüístico del granadino recorre distintas fases matizadas
por la crítica con un amplio etiquetado, ya de uso común: La Otra
sentimentalidad, la poesía de la experiencia, el realismo singular o el
romántico ilustrado. La veta teórica de “la otra sentimentalidad” surge en
Granada en 1983; integran el núcleo originario Álvaro Salvador, Javier Egea y
Luis García Montero; los tres impulsan el manifiesto La otra sentimentalidad donde se pregona “la radical historicidad
del discurso ideológico”, ampliamente defendida en su ensayística por el
profesor Juan Carlos Rodríguez. Recuperan el concepto de sentimentalidad expuesto
por Antonio Machado a través del heterónimo Juan de Mairena: “Los sentimientos
cambian en el curso de la historia y aun durante la vida individual del hombre.
En cuanto resonancias cordiales de los valores en boga, los sentimientos varían
cuando estos valores se desdoran, enmohecen y son sustituidos por otros”. Otro
supuesto remite a Jaime Gil de Biedma: “el poema es también una puesta en escena, un pequeño
teatro para un solo espectador que necesita de sus propias reglas, de sus
propios trucos en las representaciones”. Es decir, el arte de hacer versos es
un simulacro, una mentira que deja en evidencia
a los que entienden “la poesía de la experiencia” como una página
confesional.
Deletérea en los contornos generacionales pero contundente en su
definición práctica, y tendencia dominante en el cierre de siglo, “la poesía de
la experiencia” fue una opción estética cuyo nombre deriva del ensayo de Robert
Langbaum The Poetry of Experience,
una indagación sobre el monólogo dramático en la herencia literaria moderna. Al
repasar su quehacer lírico en “Dedicación a la poesía”, García Montero escribe:
“La llamada poesía de la experiencia no surgió de un deseo biográfico,
anecdótico, sino de la toma de conciencia de que la poesía es un género de
ficción, en el que el personaje literario servía para adjetivar las
meditaciones y los sentimientos particulares más íntimos, protagonizando así un
proceso de conocimiento”.
El rótulo “El realismo singular” se emplea por Luis García Montero al
reflexionar sobre la individualidad y la historia, sobre la imbricación del yo
cuando forma su educación sentimental en el espacio social. Para Darío
Villanueva “el realismo constituye una constante básica de toda literatura,
cuya primera formulación se encuentra en el principio de mímesis establecido por la Poética
de Aristóteles”. La recreación de la realidad permite enfoques
diferenciados, abre campo a la respuesta personal y a la perspectiva insólita
que subrayan el carácter de construcción verbal; la voluntad del yo impulsa un
principio activo que trasciende la mera observación. Comparto la aseveración de
Jorge Riechman de que el realismo es una actitud frente a lo real y no un
catálogo de procedimientos de representación; la escritura realista se define
por su apertura hacia lo contingente.
El epígrafe “el romántico ilustrado” conexiona sentimiento y razón y los
convierte en postulados complementarios. La herencia becqueriana se asocia con
la lógica interior de una sensibilidad prisionera de su propio solipsismo; el
individualismo se focaliza como paisaje irreductible; es Antonio Machado el primero en hablar del
tú esencial, de esa otredad complementaria. Para un adecuado desarrollo moral
el sujeto hace suyo el espíritu ilustrado, la melancolía de Jovellanos. El dominio
de la razón plantea la pertenencia al mundo, el contrato social, la necesidad
de la norma,
También resulta válida la denominación
“poesía urbana”; la ciudad funciona como un paisaje escénico del sujeto verbal,
el sitio -Granada, Madrid, Nueva York- pertenece al imaginario callejero de la
palabra; constituye un ámbito afectivo y relacional que hace memoria de lo
cotidiano. No es la nocturna ciudad de Baudelaire, símbolo de soledad y
desarraigo, ni el callejero inhóspito que Rafael Alberto cuestiona porque muda
la identidad del sujeto hasta convertirlo en un hombre deshabitado. Al recorrer
sus calles el yo poético advierte las dudas e incertidumbres del presente, la
defensa de unas convicciones, las huellas de otros paseantes con itinerarios
que marcan con sus dudas la conciencia de un tiempo. Como enuncia en el ensayo Los dueños del vacío: “La ciudad se
configura como territorio de la modernidad poética porque es el lugar en el que
se descubre la velocidad, la aceleración de la historia, pero en un movimiento
sin sentido, que separa a la conciencia y sus verdades del trayecto
determinante de los dogmas”[2]
José Luis García Martín enriquece el criterio clarificador con el
epígrafe “poesía figurativa” en el que se destacan rasgos como el rechazo de la
vanguardia y de la falsa novedad, el empleo de un léxico coloquial y
comunicativo, el cauce argumental abunda en temas reconocibles, elaboración
artística de lo autobiográfico y
creación de un protagonista verbal que encarna a una contrafigura del propio
autor que se mueve en el espacio autónomo de la ficción.
Las etiquetas enlazan su semántica con evidentes signos de continuidad y
explican la gestación de un recorrido pautado y de una sensibilidad sin
disidencias ni quiebras internas. De ahí que el protagonista verbal conserve su
condición y “se considere marxista y pensativo, tiene el carácter fácil, está
muy atado a la vida y cuando le preguntan por su trabajo suele responder que es
profesor de literatura medieval”[3].
Aunque hay similitudes entre el yo biográfico y el sujeto verbal existe
una continua objetivación de la intimidad. El lector sabe que existe una
convención principal por la que el escritor atribuye su enunciación a un sujeto
imaginado. Esa es la lógica del mundo posible que erige el poema.
Con un profundo sentido orgánico,
esta voz personal se integra en una genealogía que enlaza el discurso
ilustrado, el romanticismo, Antonio Machado, el espíritu vanguardista del 27,
el realismo testimonial e impuro de Blas de Otero y Gabriel Celaya y la nómina
casi completa de la generación mediosecular. Como ha escrito Laura Scarano
“funda una palabra con vocación de novedad y conciencia de familia”. Según Luis
García Montero: “las palabras están en movimiento, como la tradición y las
obras de arte, según las conocidas ideas que Eliot expuso en “la tradición y el
talento individual”. El escritor no sólo hereda una tradición, sino que rehace
la tradición con una obra nueva, porque reordena el pasado con un cambio de
perspectiva”.
Esta tercera edición de Ropa de calle reúne una amplia muestra poética, desde el temprano Y ahora ya eres dueño del puente de Brooklyn
(1980) hasta el libro A puerta cerrada (2018).
En Ropa de calle se puede apreciar la
fuerte trabazón entre intimidad, cultura y pensamiento y el avance al paso de
una obra que hace de la poesía un ejercicio de conocimiento; la escritura
propone una indagación en la identidad que quiebra los márgenes del yo
ensimismado, supera la meditación del espacio privado y reafirma el nosotros
porque es consciente de la crisis de valores y de la necesidad de resistir
aportando su palabra al vocabulario social. La poesía de Luis García Montero es
un empeño por construir un porvenir habitable.
[1] El texto “¿Por qué no sirve para nada la
poesía? (Observaciones en defensa de una poesía para los seres normales)” argumenta: “Es importante que los
protagonistas del poema no sean héroes, profetas expresivos, sino personas normales que representen la capacidad de
sentir de las personas normales.”
En Luis García Montero y
Antonio Muñoz Molina, ¿Por qué no es útil
la literatura?, Madrid, Hiperión, 2003.
[2] Luis García Montero, Los dueños del vacío, Barcelona,
Tusquets, 2006, pág. 103.
[3] Poética en Postnovísimos, edición y antología de
Luis Antonio de Villena, Visor, Madrid, 1986, págs.. 74-76.
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