lunes, 14 de noviembre de 2022

LUIS FELIPE COMENDADOR. RESTAURANTE CHINO GRAN HONG KONG

Restaurante chino Gran Hong Kong
Luis Felipe Comendador
A Fortiori Editorial
Colección La Oficina de las Causas Perdidas
Bilbao, 2022

 

VIVIR A SOLAS

 
    El empleo descontextualizado del lenguaje publicitario fue una de las señas de identidad del ideario novísimo, cultivada por voces referenciales de los años noventa,  como Antonio Martínez Sarrión y Manuel Vázquez Montalbán. Recupera el registro Luis Felipe Comendador (Béjar, 1957) al titular su entrega Restaurante chino Gran Hong Kong, buscando un espacio concreto de representación a sus poemas y extremando la sensación de prosa de su discurso poético. Esa prosa, despojada de cadencia lírica, para subrayar el lenguaje plano de la realidad y sus efectos dialogales en el coloquialismo introspectivo del sujeto poético.
   Así nace una voz, coherente y macerada en el discurrir del tiempo, en el itinerario del autor, con un intenso bagaje cultural, cuajada de ironía y sarcasmo. Asoma un individualismo ético que apenas deja respirar al yo que se mira en el espejo o a la periferia social de los que piensan de otro modo o viven su normalidad y sus hábitos, ajenos al insistente empuje del rechazo y del resentimiento. Una voz que linda con el sarcasmo, pero también con la ternura desbordada de la gratitud existencial con el entorno familiar más próximo.
   Quien se adentra en los espacios poéticos de Luis Felipe Comendador no tarda en advertir que recorre un territorio incómodo. Hay poemas que, por su concepción social, exasperan; solo conceden la palabra a las llanuras de la desposesión y el abandono. Es esencial también saber que el escritor ha dejado los géneros tradicionales en el centro del páramo, en ese árbol del bien y del mal de la tradición clásica para que sus textos adquieran un formato líquido, maleable, capaz de dar paso al fragmento ensayístico. Germinan así parámetros centrales en el camino de búsqueda del ser literario: la estética individual, la originalidad y la epigonía, la ética y su diversidad y los sondeos del yo en sus búsquedas, junto al rechazo siempre de una realidad de contraluces y de anorexia intelectual; de conformismo y veneros estiados.  Al cabo toda ética personal, aunque duerma al raso, suele mirar desde el púlpito y tiene su propia colección de máscaras.
   Las hendiduras reflexivas alumbran el texto. El poema deja un espacio auroral a nuevos procesos mentales, a ondulaciones que sugieren que el decurso existencial es un incontinente recurso literario, o mejor: que la brújula para marcar senda y camino es la escritura, porque en ella lo real encuentra sentido, aunque sea un sentido ficcional, literario, meramente conceptual.
   En esta crecida temática la lectura es claridad e impulso, un alimento experiencial de máxima intensidad nutritiva. De ese hábito singular manan citas con capacidad para abrir la espita del texto propio. Se perfilan aforismos de extrema precisión lacónica, o se expanden estados de ánimo de un lector visceral, de una identidad que siente el tacto de una manera de vivir. Aunque –creo que el escritor bejarano asentirá conmigo- los estratos literarios más fértiles germinan desde la extrañeza, son los claros indicios de “El oficio de vivir”, como escribiera con magisterio intacto Cesare Pavese.
   Nace así “el desahogo de la discrepancia”, el derecho a la equivocación, la senda propia que lleva al atajo o a la circunvalación; la palabra desnuda que muestra el laberinto interior del yo y sus continuas turbulencias. La senda del libro recorre la inercia, es un avance entre prosa y poesía, entre anotaciones y prosemas que se dejan llevar por una estela de sensaciones, ideas y lecturas –siempre lecturas aristocráticas, incontestables, pura élite verbal: Montale, Brodsky, Cortázar, Pavese, Huidobro, Octavio Paz, Borges, Pizarnik-, capaces de moldear el sentimiento poético. La caligrafía de Luis Felipe Comendador en Restaurante chino Gran Hong Kong cobija la experiencia sensible y el patrimonio lector, las variables de un pensamiento poético empeñado en hablar en voz alta con el único interlocutor posible: el propio yo, ese yo bejarano del 57 que no suele esconder casi nada del mundo, casi nada de sí.
 

JOSÉ LUIS MORANTE



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