las voces del mirlo Julia Bellido Editorial Eenacimiento Sevilla, 2018 |
SIN ALZAR LA VOZ
Cuando leo poesía de interiores,
esa perspectiva que busca dentro del sujeto verbal los posos de luz y deambula por los laberintos sentimentales del yo, pienso en unas líneas básicas
del ideario estético formulado por José Manuel Caballero Bonald, tras recibir
el Premio Cervantes: “El acto de escribir supone para mí un trabajo de
aproximación crítica al conocimiento de la realidad y también una forma de
resistencia frente al medio que me condiciona”. Es una afirmación que parece
definir esa literatura centrada en el sujeto que pone sobre la mesa, con fecundidad imaginativa, Las voces del
mirlo, segunda entrega de Julia Bellido (Jerez de la Frontera, Cádiz, 1969).
La poeta y antóloga dejó su carta de presentación Mujer bajo la lluvia en 2013, aunque sus poemas más tempranos
aparecieron en el cuaderno La decisión de
Penélope en 2009.
Los
vínculos del título con Luis Cernuda se aclaran de inmediato en la cita
prologal, un párrafo extraído de Ocnos,
aunque para quien esto escribe el título también guarda sitio al recuerdo
intacto del gran poeta elegíaco contemporáneo Eloy Sánchez Rosillo, cuya poesía
siempre muestra una profunda sensibilidad en la contemplación.
Esta compilación integra casi cuarenta poemas breves distribuidos en un
discurrir orgánico dictado por el ciclo estacional. Está exenta de cualquier quiebro
argumental en pos de un sentido pactado y unitario en el que la temporalidad
funciona como escenario central y cambiante: “Poco a poco sucede: / yo
regreso al comienzo, antes del mundo / y estalla la palabra / con que sorprendo
al día”. El discurrir ontológico vislumbra la claridad estival como un espacio
de plenitud y cosecha. El verso rescata el callado misterio del crecimiento,
como si el orden íntimo del yo fuese un espacio donde cumple la posibilidad.
Las palabras expresan ese testimonio sensorial que ahonda en la percepción de
los elementos más cercanos; configuran un ámbito donde el ser individual se
siente dentro de las cosas.
Sinónimo de ensimismamiento y refugio es el periodo otoñal, cuando la
fronda renueva su plástica, “con un barniz dorado y transparente", en pos de ese
prodigio de desnudez y escucha que exilia el canto de los pájaros. Las palabras
callan: “Hoy quiero detenerme / en el silencio amable de las cosas, /
escucharlas, sabiendo de antemano, / que tendrá que callar tanta belleza / para
no despertarlas. Para no despertarme”.
Tras el lento dictado del otoño, el ciclo pasajero continúa su tránsito y acoge
en su rutina el andar espacioso del invierno. Noche y frío. El cristal
empañado, como si necesitase limitar la tibieza de estar dentro, observando a
lo lejos la desplegada interrogación del horizonte. Solo la lluvia dócil teclea
en los tejados, se hace compañera en el largo estar de la vigilia, es humilde
cadencia que abrazara el silencio.
Ninguna estación contiene en su voz el don celebratorio de la primavera.
de su renacida belleza se surten los poemas finales donde la presencia de la
luz se impone limpia y transparente frente a cualquier contraluz crepuscular:
“Todo florece y fructifica / delante de mis ojos. / Todo es fecundidad. / Todo
es preludio”.
La autora cumple de continuo las convenciones métricas en los diversos
registros: memoria personal, impresiones al paso, los claroscuros del tiempo,
el acercamiento a la naturaleza y las preocupaciones por ese áspero cansancio de
los días al paso… Una nutrida reflexión que constata madurez expresiva y hace
de su voz un eco vivencial, un diálogo fresco y meditativo, un
rumor de palabras acodado en la baranda del tiempo, con el estar tranquilo de
quien hace del canto una caricia. El gesto celebratorio de quien no necesita alzar
la voz.
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