martes, 22 de enero de 2019

MANUEL NEILA. SENDAS DE BASHÒ

Sendas de Bashô
Manuel Neila
Prólogo de
Antonio Rivero Taravillo
Ilustraciones interiores y de cubierta:
Juan Manuel Uría
Editorial Polibea, Col. El Levitador
Madrid, 2018


EL CAMINO DE BASHÔ


   En 2013 la editorial La Veleta acercaba al lector un representativo florilegio del haiku contemporáneo en español, coordinado por Susana Benet y Frutos Soriano, dos incansables estudiosos de la estrofa nipona. El compendio, titulado Un viejo estanque, integraba además un liminar del profesor Fernando Rodríguez Izquierdo, acaso el especialista más reputado sobre la aclimatación peninsular del trébol verbal. El volumen, sobre todo, constataba la naturalidad en nuestro entorno del esquema japonés. Y a él retorna Manuel Neila (Hervás, Cáceres, 1950)  con Sendas de Bashô, un libro integrado en la colección El Levitador, con el que la editorial Polibea, que dirige Juan José Martín Ramos, conmemora su primera década de quehacer editorial.
   Antes de adentrarme en los haikus de Manuel Neila quiero resaltar la magnífica presentación formal. Las ilustraciones de cubierta e interiores son del poeta y aforista Juan Manuel Uría, quien con mínimos trazos monocromos despierta emotivas sugerencias visuales. Y el texto introductorio es el del poeta, narrador y traductor Antonio Rivero Taravillo. El escritor sevillano aborda el quehacer plural de Neila para recuperar una definición, de claras afinidades juanramonianas, que cartografía el fulgor del haiku: “eternidad en vilo”. El prologuista no duda en remontarse a la persspectiva japonesa para ver en la tradición un referente máximo: la voz angular de M. Bashô, cuyo libro Sendas de Oku, con paradigmática edición de Octavio Paz, aparece como un estanque semántico hecho de transparencia y perplejidad. Otro aporte nítido del texto es el análisis lógico del libro, al que concede un sentido orgánico, muy bien hilvanado en torno al ciclo estacional, que obedece a una disposición simétrica en cada tramo de escritura. Recupero además una aseveración crítica, a veces no bien entendida, al hablar sin matices de la tradición oriental: el haiku no puede caer en la japonería ni el artificio retórico vacuamente imitativo; ha de ser, antes bien, impregnación de lo inmediato, de lo que está en la mano y, fuerza es que así sea, se escapa, fugaz”.
   Manuel Neila, como refrenda la cita prologal de Bashô, no busca el camino de los antiguos, sino lo que ellos buscaron, y esa tarea propicia la germinación de un estado de conciencia que amalgama sensación y pensamientos, que abre camino y sombras, que hace del tiempo un itinerario sentimental y cognitivo.
   La actitud dialogal entre sujeto y entorno comienza con la primavera. Ningún lapso temporal entona con más fuerza la canción de la tierra. La estación es savia nutricia, renacer y apertura, plástica auroral. Y de esos estados de la conciencia se nutren los veinticuatro haikus iniciales en los que se conjuga la plenitud sensorial; lo minúsculo llega ante los ojos como un tiempo celebratorio y pleno, aunque no oculte su estar transitorio. Manuel Neila cierra la sección con un conjunto de notas o apostillas en las que el devenir poético convoca a la reflexión indagatoria. El entorno como elemento ajeno y circundante se interioriza, pasa a integrar el latido interior del pensamiento.       
   Las glosas refuerzan la sensibilidad lírica; los enunciados nunca disienten del carácter poético, de esa dicción escogida que alerta ante la luz y la belleza, como aglutinantes tenaces de relieves y formas que empañan la propia identidad del hablante. Ser es vivir a la intemperie, hacer de los dominios interiores el lugar habitable de la meditación y sus figuraciones.
   El cumplido transitar del estío aglutina un temblor de claridad. La mañana emerge con el carácter de tiempo cumplido que pone entre las manos la cosecha. Es una sensación de aurora que contrasta, a veces, con la lejana soledad del yo que sigue en ruta, que siente alrededor el crepitar de una identidad transitoria. Por eso, el camino hollado acumula sensaciones dispares. De este clima de incertidumbre participan también los fragmentos en prosa, cuya fuerza dubitativa nunca descansa. la existencia es un largo trayecto de final difuso, un viaje que dispersa en el paisaje los elementos germinales que proporcionan a quien los percibe un temblor desasido. Es la vida que pasa con sus claroscuros solares y umbríos, dos estados que se disputan, a la vez, la sensación de cumplimiento y fracaso, la alegría de las manos llenas o la estéril sonrisa del sueño no cumplido.
  Pero hay que seguir y la jornada muestra la dermis crepuscular del otoño. Meses que abren un lapso de evocación donde se dan la mano el sonido monocorde de la tormenta y la decrepitud de las hojas. Las ramas recortan su capa de fronda, avanzan hacia la desnudez, niegan su cobijo a los nidos que quedan solos, sin alas ni vuelo, como si la ausencia se convirtiese en un estado natural de los días. Las hojas muertas conforman la hojarasca de un itinerario interior en el que convergen las sensaciones externas y la emoción renacida del sujeto. La conciencia se hace testigo de la temporalidad; percibe en el entorno un incesante flujo de transformaciones y emprende de nuevo un sosegado regreso hacia el pensar, convencida de que “se confunden los sueños de la realidad con la realidad de los sueños”; el sujeto traspasa límites imprecisos que convierten el caminar en una distancia sin fondo.
   El invierno dicta las pavesas crepusculares del final. Suenan los últimos pasos y hay en el cansancio del sujeto un latido de finitud, aunque también de esperanza y compañía: “Noche cerrada. / Una luz que se enciende. / Ya no estoy solo”. Las glosas estacionales dejan a la palabra en su lugar, el nomadeo no es sino el afán de capturar el misterio y la belleza, pero también la fuerza de un lenguaje que en una sociedad volcada en lo contingente da lugar a la poesía, y hace de las palabras un muro firme de permanencia, aunque ese muro deje al poeta un rincón al margen, una morada humilde y periférica, lejos de los escaparates de lo trivial.
   En Sendas de Bashô Manuel Neila abre un remanso de belleza y verdad, persuasión y extrañeza. Busca en el haiku la gota de claridad inesperada que nos deja un tiempo en vela, donde lo relevante y lo verdadero nunca ocupa el primer plano de la plaza social sino los mínimos rincones donde el sujeto intuye una comunión agradecida con la naturaleza y con todas las preguntas que van manando del borbotón del tiempo. La palabra recoge esas sensaciones que se hacen visibles entre la materia, que alegran y entristecen como voces mudas que nos reconcilian.  




2 comentarios:

  1. Preciosa reseña e interesantísimo libro de Manuel Neila. Me ha encantado la definición de haiku como "trébol verbal". Abrazos a los dos.

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    1. Gracias querido amigo; el libro es una verdadera artesanía del buen gusto; tanto en su presentación formal, como en su sentido orgánico, y en sus contenidos. la verdad, es un ejemplo para los practicantes del haiku de como una estrofa se renueva y mantiene su belleza. Gracias por tu comentario.

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