El mar en las cenizas José Alcaraz Accésit Premio Adonais 2018 Ediciones Rialp S. A. Madrid, 2019 |
HACIA LOS PÁJAROS
Poeta, codirector con María del Pilar García de la editorial Balduque y
profesor de Lengua Castellana y Literatura, José Alcaraz (Cartagena, 1983) es
accésit del Premio Adonáis en la convocatoria de 2018 con su cuarta entrega El mar en las cenizas. El reconocimiento
confirma la estela firme que proyecta el escritor murciano.
Refrenda el alcance de su libros Edición
anotada de la tristeza, que consiguió en 2013 el V Premio de Poesía Joven
RNE y Vino para los náufragos,
ganador en 2018 del XI Premio de Poesía Antonio Gala.
El mar en las cenizas recurre
al poema breve para dar voz a una escritura reflexiva que deja en su mirada un
estar testimonial, ajustado al discurrir, hecho de ese misterio inadvertido que
aposa lo diario. Las palabras tantean, se esfuerzan en dar voz a un silencio
convertido en impulso vital. Preservan un resguardo misterioso del que afloran
interrogaciones y palabras, como si el tiempo se justificase a sí mismo como
simple tránsito. De ese itinerario nace una conciencia de finitud que empaña el
epitelio de las cosas cercanas. El deambular tras el largo viaje integra en su esencia un puñado de sombras y ceniza.
El poema también explora la
naturaleza cambiante del yo, esa voz que habita dentro y se hace rincón y
música, humedad y herida. El estar argumenta pasos en los que nunca se define
una quietud conforme sino una búsqueda, un hollar inquieto entre los caminos cercanos
de lo temporal: “Pasan los días / y ni una sola palabra escribo, / pero versos
y versos / en blanco se suceden, / vacías y hermosas páginas / sin nada que
importe / ni que temer”. Y en lo transitorio germina con fuerza un epitelio
sentimental que hace del otro el puerto franco de plenitud, un puente cuya cimentación no requiere ninguna materia
extraordinaria sino un sustrato básico, previsible, cercano: “No es especial; /
demasiado burdo para ella. / Si, tiene la piel clara, / a nadie cuestiona. /
Muchas noches / damos solo una vuelta / mezclando risas y palabras: Nuestro único hogar / es el tiempo que
pasamos juntos, le digo / y me abraza muy fuerte”. Desde esa mirada la
soledad adquiere un sentido nuevo, ya no está lastrada por la finitud, es cielo
que se expande hacia los pájaros, la transparencia del agua borrando la grisura
de la ceniza.
Uno de los veneros esenciales de El
mar en las cenizas es el sustrato metaliterario, esa indagación
exploratoria de la escritura en las estructuras profundas del pensamiento. La
pulsión de las palabras no requiere más justificación que enlazar existencia y
poesía: “Escribir / como si cada golpe de tecla / -cada contacto de la tinta en
el papel- / fuera llevar el dedo a la llaga de la vida / para creer en ella una
vez más”. Y en esa creencia caben distintas actitudes que se van entrelazando
con la sencilla claridad del agua: la palabra es celebración y canto, pero
también fe de vida y constancia del error que no busca la purificación sino el
pulso sencillo de lo cotidiano, la presión justa del silencio y el reposo del
tiempo.
La palabra se despoja de aderezos retóricos para aflorar esencial y
prístina, como esas charcas de montaña que tras el deshielo muestran su
profundidad. Todo adquiere una dimensión reducida, se hacen habitantes tenaces
de Liliput, como si cada mínima dimensión no fuese más que la formulación de
una paradoja. El poema es una manera de calcular la grandeza, una semilla que busca tiempo
para ser raíz y árbol, fronda y sombra.
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