viernes, 31 de diciembre de 2010

FIN DE AÑO

Dos nombres propios han marcado el año literario que finaliza hoy: José Saramago, que fallecía el 18 de junio, y Mario Vargas Llosa, que conseguía el Premio Nobel el 7 de octubre. Los dos pertenecen, pese a sus divergencias ideológicas, a la mitología privada de muchos lectores. A la mía también. Por eso despido el año con su rastro en los libros. De Mario Vargas Llosa prefiero sus títulos iniciales, aunque La fiesta del chivo y El sueño del celta   son títulos relevantes. Yo recomiendo encarecidamente Los cachorros.
Letras Hispánicas acaba de reeditar el libro con un excelente trabajo introductorio:

                                          AÑOS DE APRENDIZAJE

Los cachorros
Mario Vargas Llosa
Edición de Guadalupe Fernández Ariza
Cátedra. Letras Hispánicas, 2010.

   La abrumadora aportación de la literatura hispanoamericana al reciente legado del español actual alcanza su momento áureo en un puñado de figuras magistrales nacido al otro lado del océano. Máximo ejemplo de integración e identidad, en el idioma no se advierten fracturas.
   Mario Vargas Llosa es uno de esos nombres que marcan senda a nuestra realidad cultural. Nacido en Arequipa (Perú) en 1936, su vocación literaria arranca temprano. Tras los cursos en la Universidad de San Marcos de Lima viaja a Europa, donde publica en 1959 su obra auroral, Los jefes, y tres años más tarde La ciudad y los perros, título que supone su consagración y le concede sitio en la emergente literatura del “Boom”, un movimiento sin definición estética unitaria que aglutina propuestas de ultramar y descubre a escritores como Carlos Fuentes, Julio Cortázar, José Donoso, José Lezama, Gabriel García Márquez o el propio Vargas Llosa, quien alcanza su madurez narrativa en La casa verde, Los cachorros y Conversaciones en la catedral.
  En casi medio siglo de escritura, el autor ha ejercido una notable labor ensayística y ha entregado otras tantas novelas con múltiples reconocimientos y premios tan importantes como el Príncipe de Asturias, el Planeta, el Cervantes y en 2010 el Premio Nobel, concedido por la Academia Sueca “por su cartografía de las estructuras del poder y sus mordaces imágenes de la resistencia individual, la revuelta y la derrota”. En tan vasta producción Los cachorros, editado por primera vez en 1967, en la colección “Palabra e imagen” de editorial Lumen, se singulariza por la originalidad de un argumento de alta carga simbólica y que, como suele ser norma en la narrativa del peruano, comparte personajes con otras ficciones. La cronología de Los cachorros abarca un periodo temporal de veinticinco años. Comienza cuando los personajes se integran en el colegio Champagnat, un microcosmos representativo del barrio limeño de Miraflores, escenario urbano habitual de la clase media peruana. Este arranque de la educación sentimental en un centro religioso supone un largo aprendizaje en el que Cuéllar es el actor central. El discurso narrativo es una crónica en la que el narrador configura, ordena y  pone distancia al airear una voz colectiva de ritmo fluido. En ella se yuxtaponen diferentes niveles lingüísticos. El código oral de la infancia, tras el aprendizaje de normas y actitudes, muda los registros; quien relata parece una emanación del grupo y participa en cada una de las identidades. El aparato crítico de la edición permite  conocer los valores semánticos de muchos términos del habla coloquial miraflorino. Se logra trasmitir un efecto de verismo contextual incorporando locuciones exclamativas, giros enfáticos y frases de gran condensación expresiva que se suceden alternando las voces sin interrupción, como si el sonido ambiente envolviera. 
  En la historia de Cuéllar y sus amigos se cumple lo que escribía Antonio Muñoz Molina: “Las grandes novelas de Mario Vargas Llosa funcionan como laberintos constructivos que han de ir siendo descifrados gradualmente por la inteligencia y la imaginación del lector”.

                                                                 

jueves, 30 de diciembre de 2010

Alusiones biográficas

Cualquier biografía preserva un aporte sentimental que justifica el paso del tiempo y que se agranda al ser evocado de nuevo. Son recuerdos que conexionan con la felicidad y dibujan en la memoria un friso inolvidable. Incluyo algunos:  el entusiasmo juvenil que puse en la primera entrega de Luna Llena y el temblor de mi voz agradeciendo las colaboraciones para la revista;   la estampa de poeta en la calle que me dejó José Agustín Goytisolo y el largo paseo por las calles de Oviedo, cuando me dedicó el libro Palabras para Julia;  el intenso diálogo con Joan Margarit en un bar de Cambrils, y su ánimo al abordar la edición crítica para Letras Hispánicas; los días en Béjar con Susana R. y Ángel González, invitados por Luis Felipe; la imagen de biblioteca ideal que percibí en la casa de Luis Alberto de Cuenca, cuando entreviste al poeta de La caja de plata; la palabra didáctica de José Saramago entremezclando castellano y portugués en su visita a Rivas...

Instantáneas que regresan para dejar un poco de vida en el efímero discurrir del calendario.   

miércoles, 29 de diciembre de 2010

Dientes de leche

Hay críticos cuya preocupación fundamental es la objetividad, establecer con el libro comentado una simetría distante, que ponga a un lado el valor literario y al otro los afectos. No es mi caso; yo no soy juez, ni nunca soñé con el atormentado discurrir del derecho; tampoco me preocupa el "qué dirán". Asi que inicio este blog comentando un libro de poesía de mi mejor amigo, Luis Felipe Comendador. No es un libro cualquiera, es su mejor libro y el umbral perfecto para este largo paseo lleno de puentes de papel.


RESPUESTAS AL PRESENTE

Dientes de leche
Luis Felipe Comendador
Editorial Delirio, Salamanca, 2009.

  La lírica actual, despojada de cualquier solemnidad, puede atender a las circunstancias concretas del individuo sin convertirse en un asunto superficial o en un ejercicio de narcisismo endogámico. En el poemario Dientes de leche, Luis Felipe Comendador, con declarada melancolía, consigna un muestrario de reflexiones que perfilan el paréntesis cronológico de la madurez, esa etapa donde el inicio del declive físico coincide con la pérdida de una razón de vida. En el primer poema, “Elegía” el protagonista principal reclama una pasión, ese equivalente de la utopía como fuerza vital del humanismo: “Yo pido una pasión cada mañana,/ una pasión pequeña/ e imposible/ que me permita arder/ por si este día/ fuera el de mi final;/ y así no irme de aquí/ con esa sensación/ de lo ya hecho/ que agota y desespera.” 
   Pero la asimetría entre los sueños de forjar un destino justificado y el devenir diario persiste; el contacto directo con la decepción invita a formular preguntas a un presente que es trasunto fiel de  la fugacidad; somos humo que sube mansamente hacia un cielo lejano. Y ese destino estéril comienza por el propio cuerpo que apenas responde a una caótica enumeración de estímulos, que está condenado a morir despacio para cumplir el rito de cualquier anatomía agotada.
   Una y otra vez, en su exilio interior, el sujeto poemático abre los ojos para preguntarse qué es la vida, no como abstracción sino como devenir temporal que acumula gestos, actitudes e indicios de una identidad que precisa un aval nítido para salir ilesa del desánimo: “Soy hombre y dejo un rastro de carne hecha,/ un aliento acre/ y el polen impreciso que brota desde el fuego./ Soy hombre porque aprendí a apretar la mano/ y sé que hay un omóplato haciendo orografía de mi espalda./ Soy hombre porque aprendí a decir adiós/ para volver al círculo con un leve zarpazo,/ porque superé un luto y me sentí vencido una noche de sombras”.
   El libro se convierte en un espacio de sinceridad moral; los poemas abordan variantes de ánimo pero siempre prevalece la voz sombría, el sobrepeso de decepción ante la usura del tiempo, definida y exacta.
  Dientes de leche también en lo formal difiere con anteriores entregas de Luis Felipe Comendador. Frente al empleo habitual del heptasílabo que marca una cadencia ágil y fluida, espontánea y oral, con poemas breves, resueltos con un verso final que da las claves, predomina ahora la composición larga, formada por versos de arte mayor; el tono discursivo y fragmentario se logra a través de versículos que ralentizan el poema y actúan como frases y fragmentos de una enumeración caótica y digresiva.
  En la práctica literaria del escritor salmantino Dientes de leche abre un registro nuevo. Sus composiciones plantean una poesía dialéctica sobre los estadios de la intimidad que abandona la ironía y la humorada condescendiente para optar por la introspección. Por ella el personaje verbal descubre que la realidad no está fuera sino dentro y proyecta sobre el presente una luz reveladora. Se acabó el tiempo de los sueños; ahora sólo nos cobija la intemperie.