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Ciudades (Antología 1980-2015) Antonio Jiménez Millán prólogo de Luis García Montero Renacimiento, Sevilla, 2016 |
RINCONES Y CIUDADES
En las palabras previas de Luis García Montero se percibe la visión
certera de quien ha compartido amplios tramos del recorrido existencial y los
parámetros del ideario estético. De este modo, el prólogo
adquiere el aire de veracidad de quien se ubica
en la memoria, en ese punto de equilibrio que entrelazan amistad y poesía,
sensibilidad literaria y sabiduría crítica. Es la mejor estrategia para
adentrarse en la intensidad lírica de Antonio Jiménez Millán (Granada, 1954),
catedrático de Lenguas Románicas en la Universidad, que deja en Ciudades un selecto muestrario de su
andadura lírica.
La vocación poética arranca a mediados de los años setenta y,
aunque sea en clave de narración anecdótica, creo necesario recordar dos
demarcaciones que escenifican la perspectiva. Es el tiempo histórico de las postrimerías del franquismo. El dictador
agoniza y la sociedad se debatía entre el asentimiento continuista y la
actitud crítica y contestaría para salir del túnel de la dictadura. Era también el vuelo libre del esteticismo novísimo y
la superficialidad evasiva. En ese contexto se despliega el primer ciclo, formado por tres títulos: Predestinados para sabios (1976), Último recurso (1977) y Poemas
del desempleo, que se publicó en 1985 pero que contiene poemas escritos en los
momentos iniciales de la Transición. La escritura absorbe la luz de la calle,
ese claroscuro entre el desasosiego y la esperanza de otra amanecida. Lejos del
creador ensimismado, Antonio Jiménez Millán se integra en “Colectivo 77”,
núcleo contestatario que da pie a la antología La poesía más transparente, donde se expresa con verbo plural el
rechazo hacia la mansedumbre domesticada de la cultura oficial.
Esta etapa con inquietudes estéticas afines al realismo social y al
compromiso político encuentra lugar en La
mirada infiel, una antología que abarca desde 1975 a 1985; la selección se
reedita en el cierre de siglo ampliada con nuevas entregas y con algunos
inéditos. En cambio, Ciudades elige
como paso inicial Restos de niebla donde
la inquietud por lo colectivo es sustituida por el intimismo confesional y por
la percepción del paisaje urbano como espacio anímico.
Ventanas sobre el bosque,
editado en Visor en 1987, tras conseguir el IV Premio Rey Juan Carlos de
Poesía, es uno de los títulos cimeros
del escritor. El él cristaliza la voz de la conciencia y su lucha tenaz contra
el olvido. En los poemas retornan los gastados fragmentos que se quedan a solas
en el espejo fiel de la memoria. Como si fuese un escueto inventario que se
evoca con lucidez extraña, las imágenes perduran y confirman las mutaciones del
sujeto, ese perfil distinto que comparten soledad y costumbre.
Con un título que recuerda
el relato de Cortázar, Casa invadida comienza
la andadura de los años noventa, ese tiempo de plena exaltación de la etiqueta
“poesía de la experiencia”. A esa sensibilidad figurativa se adscribe la voz
verbal que llega con trazo firme y comunicativo. Los argumentos difunden
mínimos relatos por los que se mueven personajes deambulando en una cronología
enigmática, como esas presencias calladas que pueblan los lienzos neorrealistas
de Hooper. Todo parece aguantar el cansancio de una tregua a punto de romperse.
En este libro se integran algunos poemas en prosa, una forma muy poco utilizada
por el autor.
Casa invadida difunde una
poesía evocativa en la que los versos se hacen vigilantes testigos del
discurrir; su entorno deja la puerta franca a la luz desorientada, a esa
claridad de sueño y frío que se posa sobre las cosas. En ellas se refleja el acontecer
cansado de lo temporal antes de disolverse en la grisura. Alguna evocación
adquiere el signo de lo personal, como si la conciencia del protagonista
textual buscase recuperar significativas vivencias marcadas en los muros del
recuerdo. Así sucede con el poema “EL Otro laberinto (J.L.B.)” donde se recrea
una visita de admiración a la casa de Jorge Luis Borges, compartida con Luis
García Montero, en la que se hace un retrato repleto de humanidad del maestro
argentino; lejos del púlpito de lo solemne, quien escucha sus palabras no es un
mito viviente; es un hombre común de mirada vacía que va dejando en sus
palabras ironía y el discreto cansancio de quien recorre el mapa irregular de
la existencia.
De este poemario es bueno recalcar la
preocupación formal sostenida para introducir en sus poemas variantes
estróficas como el soneto, en “Cantor de jazz”, el poema en prosa, en la serie
dedicada a pintones contemporáneos, o el
uso de la rima en “Les beaux quartiers”.
Agrupa Inventario del desorden una etapa finisecular de casi una década. Esa
percepción de un cierre de siglo y de sus mutaciones que exige replanteamientos
existenciales es la característica más relevante del conjunto; es tiempo de
hacer inventario, de hacer recuento de pérdidas. El libro se abre con una composición excelente, “Dominio de la
herrumbre” un largo poema que a través del monólogo dramático rastrea la
educación sentimental y la figura paterna a través de esos gestos que funcionan
como balizas para el recuerdo: fotografías de la posguerra, los recuerdos
comunes de libros que abrieron la geografía del sueño como “El maravilloso
viaje de Nils Holgersson, (1906), la fantasía narrativa de Selma Lagerlöf. El
poema en su avance recuerda a magisterios como Jaime Gil de Biedma y su forma
de afrontar el trasvase generacional y las mutaciones ideológicas.
Otro poema relevante, “Calma aparente” se editó en su día como cuaderno
autónomo con fotografías en blanco y negro de Ignacio del Río. En él se da voz
al presente como un tiempo de dudas en que el pasado siempre instala una
habitación con vistas.
En este inventario que siempre busca su peculiar equilibrio entre olvido
y memoria la muerte se define como un concepto central. Está en el poema “El
día de la muerte de Allen Ginsberg”, cuyo rostro escenifica los trazos
generacionales de un tiempo contradictorio en el que fue una de las figuras más
notables de la generación beat y la
contracultura. Aquel último superviviente en cuyos versos cabía todo el cóctel
de la protesta falleció de cáncer el 5 de abril de 1997. Otro homenaje de gran calado emotivo por su
pertenencia al grupo granadino de la Otra sentimentalidad es “Cabo de Gata”,
escrito en memoria de Javier Egea, un poeta que hizo de la soledad una compañía
de viaje solo borrada por el pueblo en armas del poema. Como el azar y el
miedo, la muerte es símbolo tenaz de lo desconocido.
El último libro recogido en la muestra es Clandestinidad (2004-2010). Retorna la meditación sobre el pasado
como raíz fundacional del poema. La voz dicta una crónica cejijunta del franquismo crepuscular. Vuelve a oírse el rumor furtivo de las
octavillas y la tinta fresca de las vietnamitas, junto a los estantes de libros
que cobijan el despertar a la conciencia de las obras de H. Hesse o los
impulsos del deseo a descubierto de Henry Miller. Años donde la memoria
esperaba tras la noche cerrada la amanecida de la libertad, como sucede ahora con los refugiados y los africanos que llegan en pateras buscando en Europa un puerto franco.
Ciudades se cierra con algunos
inéditos por lo que el trabajo intelectual de Antonio Jiménez Millán ofrece una
panorámica completa, las estampas de vida de un sujeto implicado en descifrar
los signos de lo real desde la experiencia y la mirada inteligente, desde el paso meditado de la memoria.