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Por la Cava Baja (El Madrid de los Austrias)
Fotografía de
Francisco Caro
(Madrid, mayo, 2018) |
INVITACIÓN A LA MEMORIA
El quehacer de Hilario Barrero (Toledo, 1946) es cuajado y coherente.
Despliega su largura en géneros simultáneos hasta completar un gran mosaico
donde los espacios reflexivos son similares porque el álbum mental y la
sensibilidad del yo están siempre entre líneas. Se exponen, contenidos en el
fondo de la mirada, los ángulos de su relación con el mundo.
En el trayecto indagatorio de la escritura, su tesela mayor es la poesía. Es una constante
de su personalidad y una pieza singular que inicia camino en plena década
novísima con el cuaderno Siete sonetos
editado en 1976, apenas un par de años antes de comenzar su estancia en USA,
para dedicarse a la enseñanza, primero en la universidad de Princeton y
después, como profesor titular, en la de
Nueva York. Esa lejanía geográfica es soliloquio y experiencia en los diarios,
así que el laberinto urbano de Brooklyn nunca queda lejos. Basta con tender la
mano a la autobiografía para que la añoranza se transforme en descubrimiento;
para sentir al poeta recrear el discurrir o regresar al azul claro de la
infancia, como si los días fuesen pasos de retorno y necesidad de buscar el
origen.
En la aurora de Siete sonetos
opta por la habilidad métrica de las formas cerradas para compartir la constante
vigilia del enamorado y su propia lumbre sentimental. Después asume un estar
invisible que no se quiebra hasta 1999, en el umbral del siglo, cuando el poemario In tempore belli consigue el
Premio Gastón Baquero. El título remite de inmediato a la bellísima música del
maestro Josep Haydn y en sus poemas no faltan algunos elementos básicos de Poeta en Nueva York, de Federico García
Lorca, no en su filiación surrealista ni en el utillaje formal, porque Hilario
Barrero busca la claridad expresiva, sino en el concepto del miedo y la
superación de conflictos personales. El ideario poético se ha renovado y el
protagonista verbal intensifica su pupila observadora en la que confluyen
niveles temáticos dispares.
El profesor Barrero se presta a recorrer un nuevo tramo a paso lento del
que son reflejos Luz Ilesa (2008), Agua y humo (2010) y el poemario Libro de familia, que recoge
composiciones escritas entre 2001 y 2011 y que me parece, sin discusión, el
libro más representativo del autor. El volumen aporta una introducción de José
Muñoz Millanes. El análisis concede al discurso lírico un enfoque existencial
que yo comparto: la escritura no es sino el reiterado intento de responder a
las cuestiones centrales del existir y los efectos quebradizos del tiempo; también
sondea enlaces con el verbo poético de Robert Lowell, otro acierto sin duda
porque la práctica de traductor, bien representada en las versiones de Lengua de madera y en La esperanza es una cosa con alas,
reciente traslado al castellano de los poemas de Emily Dickinson, hace que su
inmersión en el espacio lingüístico norteamericano sea un quehacer natural. En diciembre de 2o17 y en edición no venal el poeta publica en "Cuadernos de Humo" su última estación poética, Blending, término que podría traducirse como fusión o ensamblaje. Los breves poemas muestran afinidades con el fragmento aforístico y en ellos se cobijan el simbolismo del viaje y la persistencia de lo transitorio.
No he
hablado hasta ahora del talento plástico de Hilario Barrero. Es una cualidad
que suma imaginación y belleza; dota a sus creaciones de un onirismo que
trasciende lo real abriendo una dimensión más amplia. Lo vemos en las cubiertas
de la colección Cuadernos de Humo, primorosamente editada, y en Tinta china, una compilación de haikus,
con ilustraciones realizadas por el propio poeta. En ella reflexiona sobre la
claridad expositiva: “Que el verso sea / como una doble llave/ abriendo
heridas”; son palabras que refuerzan el techo comunicativo y no borran en
su diálogo la sensación de intimismo y apertura de sentido. Eje argumental es
el transcurso que requiere el testimonio sensorial de la palabra. Cada haiku
sirve de acogida a un fragmento de lo transitorio, una realidad matérica que
desperdiga indicios en el tránsito diario, pero también se abordan ideas
conceptuales, definidas en sensaciones y sentimientos que establecen puentes
relacionales entre el acontecer y las cosas. Hilario Barrero deja en Tinta china casi un centón de haikus. La
estrofa exige siempre lucidez, precisión verbal y ese deslumbramiento que
convierte al verso en un relámpago, en
una caligrafía de luz que se refleja sobre el suelo mojado del poema: “Sobre el
papel / llueve sobre mojado / el último haiku “.
Ya he comentado que la entidad de Hilario Barrero es trasversal, se
desdobla en facetas que no crean entre sí ninguna controversia; pero yo seguiré
poniendo el acento esdrújulo en su poesía. En su antología poética Educación nocturna se reúne una muestra
de poemas de las entregas citadas, pero
camina con otros pasos, como si hubiesen decidido componer una amanecida unitaria
que suena a nuevo libro; así lo resalta José Luis García Martín en el prólogo.
Los apartados exploran reincidencias definidas: la autobiografía personal, el
descubrimiento del deseo, el modo subjuntivo como acción posible del discurrir y el espacio habitable de lo
urbano donde siempre es posible vadear las aceras de la extrañeza ante los
estímulos externos que la configuran.
Su voz
lírica asimila conocimiento intelectual, tejido emotivo y la necesidad de vivir
en la temporalidad que tienen las palabras necesarias, las voces del poema. La escritura es una forma de recuperar la
casilla de salida. Se vuelve al principio para mirar el fondo del vaso y
construir con los versos una autobiografía moral. La poesía camina hacia fuera
y nos deja en Educación nocturna un
relato poetizado de saltos temporales, como si solo buscase en lo vivido los
momentos clave. Por ello, los poemas no pueden exiliar evidencias traumáticas de nuestro tiempo como los
atentados el 11 de septiembre de 2001, hito macabro del terrorismo que marca a
fuego una relación tormentosa con el horror. Testigo de aquel
apocalipsis, sus efectos interiores están en poemas como “Septiembre,
2002”, “Ciclón”, o “Turistas buscan el
World Trade Center”; también el sida como epidemia bíblica dibuja su gris
retablo en otros versos. Al cabo, la educación nocturna, ese largo aprendizaje
de la decepción es el ensayo de una despedida, la aceptación de que el sujeto
va fijando contornos y vivencias que antes o después quedarán inadvertidas y en
silencio, fuera de plano, donde el mar termina.
El
cauce autobiográfico de los diarios arranca en 2003 con la entrega Las estaciones del día. Es el amanecer de una literatura del yo que
va sembrando estaciones con notable regularidad: De amores y temores (2005), Días
de Brooklyn ((2007), Dirección
Brooklyn (2009), Brooklyn en blanco y
negro (2011), Nueva York a diario (2013), Diarios
2012-2013 (2015) y la presente coda, Prospect
Park, que circunscribe las anotaciones biográficas de 2014 y 2015. Al
repasar la cartografía diarística se percibe de inmediato la reiteración verbal
del topónimo Brooklyn. El barrio neoyorkino adquiere entidad propia, se hace
síntesis geográfica de lo cotidiano; es nudo vivencial capaz de aglutinar los
relieves de la identidad. Como apunta la cita inicial de Prospect Park, extraída del libro La librería ambulante de Christopher Morley, “Brooklyn es la región
de los hogares y la felicidad”.
En esa sabiduría de lo modesto se asienta Prospect Park, un refugio urbano que regala al paseante un sosiego callado que anticipa la escritura. Quienes han seguido los sucesivos andenes del diario hallarán en las
páginas de Prospect Park el aire
familiar de los estratos, aunque se acrecienta la mirada crepuscular que acaricia las cosas con luz de
otoño. Las ausencias de amigos dejan marcas profundas y resulta perturbador el
cauce de lo mudable; el propio cuerpo es espejo asomado a una sensibilidad en
conflicto, donde la muerte expande su rumor como un pájaro negro y cercano. Casi
inadvertida, la vida se va nublando y deja una sensibilidad crepuscular.
En ella, “la vejez, como lluvia tenaz y avariciosa, va borrando, con su lengua
de trapo nuestras miradas. La casa, antes jubilosa, es ahora una celda donde el
silencio es el abad. Se van muriendo los seres que amaste y los que quedan se
van haciendo viejos”.
En los fragmentos autobiográficos de Prospect
Park la escritura respira hondo para dar solidez y permanencia al caminar
de la memoria, siempre atenta a esos núcleos básicos que son el amor, la
existencia cotidiana y la muerte. Es el tiempo de repasar las luces y sombras
como materia obligatoria para poner en marcha un nuevo día. La senectud asienta
en el pecho la certeza de que se va acercando el final de trayecto. Por eso es
prioritario hacer de cada instante un sendero de luz cuando anochece y “No
pedir nada más: solo el temblor tibio de tu mano en la mía y que venga la noche y luego que
amanezca. Solo eso”
(Presentación del diario Prospect Park de Hilario Barrero,
Casa de Fieras del Retiro, Madrid, 28 de mayo de 2019)