El intervalo creador
de Ramiro
Gairín Muñoz (Zaragoza, 1980), acotado entre 2011, cuando ve luz la entrega de apertura
Pintar de azul los días laborables, y
2020, año en el que editorial Polibea incorpora a su catálogo
La ciudad que no somos, permite conocer,
con minuciosa perspectiva, una modulación incesante. La obra asienta su razón
de ser en la autoexploración de lo subjetivo y el propósito de convertir el
periplo biográfico en una senda de conocimiento y reflexión sobre la realidad, no
como crónica testimonial naturalista, sino como experiencia emocional, intensa
y profunda, capaz de superar rasgos inmediatos y circunstanciales.
Retorna a la escritura, dentro
del proyecto editorial Piezas Azules, con la entrega
Tiempo de frutos, poemario que integra la excelente colaboración
plástica de Lalo Cruces. El artista enlaza en su trabajo diseño y arte, e
impulsa un planteamiento figurativo, pero marcado por el onirismo, la
acumulación de estímulos y la onda expansiva de los interrogantes proteicos que
conforman el espacio exterior.
El umbral del libro deja como punto de luz una delicada cita de Eloy
Sánchez Rosillo: “Solo has vivido de verdad si tuvo / mucho que ver con el amor
tu vida”. La voz del poeta murciano es vértice central del intimismo
reflexivo; hace de la emoción y el fluir sentimental de la memoria veneros prioritarios
de su trabajo lírico. Es un buen referente para adentrarse en la topología
poética de Ramiro Gairín Muñoz y en las claves más evidentes de su concepción
constructiva.
El poema, siempre breve y conciso en su hilazón argumental, aporta el territorio
expresivo de una presencia que supera el enclaustramiento y se transforma en protagonista a pie de calle. Da presencia a un testigo del devenir temporal. Un fluir diseminativo, hecho
de contrastes, matices y gestos.
El yo percibe,
colecciona elementos sensoriales, genera variaciones reflexivas, se disgrega y
aporta su dimensión humana, exacta y clara, a una historia común que enlaza
pretérito y ahora: “quiero crear sustancias / descubrir materiales con palabras
/ pero que nadie sepa si has sufrido / ni dónde he estado antes ni después
/
como cuando nos miran / cruzando la
calzada”.
El conjunto se organiza en cuatro secciones que conforman entidades
autónomas definidas por la semántica del título: “cuerpos”, “espacio”, “casas”
y “tiempo”. Son sustantivos que adquieren un perfil de singularidad polifónica,
pero que no pierden la cercanía de la dicción coloquial y de una conversación
compartida. La trama del poema explora circunstancias cambiantes. Busca
asideros en la fisiología y el ánimo, en las lecturas y en esos instantes de
plenitud amorosa que convierten al deseo en irrepetible fotograma. La palabra ratifica
la inminencia del fruto y su capacidad de pausar la cosecha: “dos cuerpos de canícula /
maduros para ser / cogidos de la rama / repletos de agua dulce / con la pulpa
tirante / trigueños por el sol”.
El fresco indagatorio de
“espacio” conecta con la esperanza y ese quehacer que encuentra el orden
correcto de las cosas. Quedan en el poema las sensaciones de una existencia
casi ingrávida que solo alarga su sombra en las palabras para buscar resguardo y
permanencia. La amanecida nunca disuelve la monotonía de lo cotidiano; es
necesario explorar su insinuación de signos para transformar cada vivencia en asentimiento, en cumplido homenaje al espíritu de Epicuro, a esa ética de
aceptación que refugia en el fluir de la conciencia la esperanza de cobijar
propósitos y empeños de claridad auroral.
Los poemas de “casas” dejan en el
habla de lo doméstico una sensibilidad evocativa e intimista. El sitio propio
se humaniza, borra distancias entre la esencia interna de sus moradores y el
lugar como espacio de abrigo. La dimensión del contexto es percibida
desde una observación meditativa que concede a su superficie plenitud y
profundidad para observar el afuera. La ciudad está ahí, cercana, mansa, con su
latido disconforme y sus esquinas de asombro.
La existencia marca un diálogo lúcido con el tiempo, que debe superar la
sensación de continuo tránsito. En “Tiempo”, lo diario toca tierra cargado de
levedad e incertidumbre, como si el discurrir sembrara minucias en las que hay
que poner sentido y propósitos, el convencimiento de que ocurra lo nuevo y
sople una brisa favorable en la causa común de la convivencia. Es tiempo de
frutos y el brote de la vida inadvertido posa su semilla de luz y buena nueva.
El poema de cierre “Relatos de ciudades y jardines” se hace leve
apunte del discurrir. Busca asomarse a esas instantáneas que componen el
horizonte cercano de lo doméstico, sin la necesidad de mirar hacia atrás, salvo
para recordar alguna lectura,
o para
persistir en esa convicción de transitar la vida con mirada
conforme.
La composiciones
de
Tiempo
de frutos dan voz a una senda existencial de continua mudanza, lumbre y luz
renacida. Estremece el cristal un tiempo de amor y calma, propicio a la rememoración y la esperanza. El mosaico sentimental completa una acuarela jubilosa que hace de la otredad paisaje franco
donde buscar respuestas en la irisada puesta en escena del verano. Deja la luz sobre la piel un tacto de esperanza y una retina abierta a la alegría azul del aire.
JOSÉ LUIS MORANTE