Don de lenguas
Alfonso Brezmes
Renacimiento, Sevilla, 2015
DON DE LENGUAS
A trasmano del entorno generacional al que se adscribe por su edad, la
escueta biografía literaria de Alfonso Brezmes (Madrid, 1966) comienza en 2013,
cuando recoge sus primeros textos en el libro La noche tatuada, amanecida en Renacimiento. La misma
editorial acoge su segundo poemario, Don de lenguas, que tiene como pórtico una sugerente cita de Roland
Barthes: “El lenguaje es una piel: yo froto mi lenguaje contra el otro. Es como
si tuviera palabras a modo de dedos, o dedos en la punta de mis palabras. Mi
lenguaje tiembla de deseo”. El ámbito lingüístico trasciende la abstracción
conceptual para convertirse en material tamgible, en puente sensorial capaz de
provocar emociones.
El poeta elige como paso inicial una poética inadvertida: la lengua
adquiere vida propia, abandona la quietud del sujeto –inmóvil centinela de
plomo- para trazar sendas multiplicándose en los lugares más
dispares, hasta llegar de nuevo a quien le concede la voz, como si el soplo de
la palabra renaciera y se hiciese lengua viva para iluminar.
La expresión coloquial aporta intimismo a los poemas, los convierte en
cercanas confidencias que admiten el trazo irónico, la sugerencia y el doble
sentido. En “Sexo oral” el aserto sorprende al lector con la ruptura
de su significado previsible para enunciar una mera operación lingüística
empeñada en el quehacer de forjar una lengua nueva, capaz de cubrirnos con
palabras. La semántica adquiere el rango de una segunda piel
como un sueño que crease una realidad imaginaria cuyos pasos concitan
otra realidad.
Junto a este sustrato metaliterario de los poemas iniciales convive la
mirada sentimental en la que está presente el deseo y el espacio común del
nosotros, la soledad compartida que abre el manual de urbanismo de lo
cotidiano. En el reloj del tiempo salen al paso las paradojas de la
convivencia y los contraluces del estar: “Este coserse y este recoserse / y
este irse despacio descosiendo, / como si una hilera aburrida / tirase de un
hilo muy largo / para deshacer poco a poco el vestido / que ella misma había
ido tejiendo, / hasta dejarnos de nuevo / completamente desnudos”. De igual
modo, en los breves textos el protagonista lírico se hace reflejo para explorar
la propia identidad y sumar pasos interiores. En esos itinerarios
están los recuerdos que retornan callados o con la mirada amarilla del tiempo y
están las enseñanzas del ahora, como percibimos en el poema “Ars
Botanica”, con un lapidario enfoque reflexivo: “Hay algo épico en las flores. /
Algo hermoso y terrible / ocurre entre sus pétalos / en el breve intervalo en
que despiertan. / Un drama silencioso. / Como si la vida ensayase en ellas /
antes de hacerlo en nuestros cuerpos”. Percibir es tomar conciencia del hilo
frágil de lo transitorio, intuir la levedad del trazo que nos da sentido, como
si nada sucediese mientras los días se gastan con el gesto cansado de la
costumbre, en las nubes que pasan casi inadvertidas sobre los tejados.
El lenguaje como instrumento comunicativo se convierte en eje de
simetría del poemario. Si el primer apartado se denominaba “lenguas vivas” y
concedía a la palabra un papel germinativo y potencial, el siguiente grupo de
poemas, “Lenguas muertas”, aloja el escepticismo y la
carencia, el tacto frío de lo concluido. En este tramo, el presente aparece
como un espacio inhóspito donde la identidad transita “sin una pizca de fe”. El
marco urbano es un lugar extraño, fiel a su propia opacidad. El poema
“Don de la claridad” reescribe el verso más conocido de Claudio Rodríguez para
contradecir su significado en un texto excelente, tal vez una de las mejores
composiciones del libro, a la que pertenecen estos versos: “En lo visible
habita lo invisible, / y gracias a su dócil transparencia / conseguimos a veces
asomarnos / a la vida secreta de las cosas. / Nunca la claridad viene del cielo”·
El ego poético se mira en el espejo del ser biográfico para encontrar en
sus rasgos razonables parecidos, el aire de familia de quien comparte el
azar lo diario, por ello el lenguaje adquiere un son
existencial, un eco autobiográfico donde suena la vida al paso.
La sección final “Ejercicios de lengua” (aunque el poemario concluye con
el epílogo “Fe de erratas”) conjuga similares obsesiones. Los sentimientos
expresan su peculiar gramática gastada; las palabras eligen los rincones
del estar para describir sus coordenadas, para aprender el peso de sus
paradojas o para entender que las frases hechas siguen renovando su sintaxis y
sus reglas de estilo en el cansado cauce de los días.
Sin ociosas soflamas, Alfonso Brezmes deja en Don de lenguas una voz reconocible, que busca sitio propio a través
de un registro coloquial. En él caben ritmo, música y los matices donde se abren paso sensibilidad e
inteligencia. La emoción de lo entrevisto llega al lector con el tono cálido de
la confidencia, con la cercanía de lo compartido. Poesía que se pronuncia con la voz natural de la belleza.