|
La vendedora de tiempo
Ioana Gruia
Ediciones Espuela de Plata, Sevilla, 2013 |
DESDE LA NIEBLA.
Con su primera novela, La
vendedora de tiempo, bajo el brazo, Ioana Gruia (Bucarest, 1978) ejerce la
docencia y prosigue un proyecto de investigación filológica en la Universidad
de Granada, ciudad donde reside y en la que inició senda en 2002 con el
poemario Otoño sin cuerpo; su segunda apuesta lírica El sol en la fruta consiguió en
2010 el Premio de Poesía Andalucía Joven.
El perfil bibliográfico se completa con el relato Nighthawks y el ensayo Eliot
y la escritura del tiempo en la poesía española contemporánea (Visor, 2009).
Introduce La vendedora de tiempo un liminar de Luis García Montero. El poeta y ensayista firma una pautada
reflexión sobre la muerte en la que cabe hacer recuento del existir y sus
facturas; de la necesidad de ahuyentar el barco fantasma de la desolación
dando razones diarias a la existencia. La enfermedad convierte al cuerpo en una
casa fría y solitaria y es necesario hallar consuelo con la misteriosa claridad
de los afectos.
Desde su amanecer la
propuesta narrativa de Ioana Gruia se plantea en una doble perspectiva: el modo
directo, autobiográfico y confesional de la primera persona y el tono más
sosegado y distante del narrador omnisciente. Pero las dos formas de contar la
historia se hilvanan con una dicción limpia, sugerente, que hace de la emoción
piedra de toque y que respira un ritmo argumental “que acaricia las palabras
como si fueran pequeños animales dormidos”.
La figura principal es Silvia, una identidad crepuscular de rasgos
hermosos. Un cáncer de pecho habita su cuerpo y convierte el
estar cotidiano en una ensimismada inquietud. Mudan los hábitos y la percepción
del entorno, como si se vislumbraran las formas fijas de una estación final. Ya
jubilada, se traslada a Mar del Plata al
morir su pareja en un accidente, como si ese refugio lejano sumara alguna
esperanza nueva y ofreciera otro sitio para empezar.
Con un discurrir aleatorio, repartido entre horas de escritura, paseos o
encuentros, la existencia adquiere una precaria condición de naufragio, de
brazadas estériles ante la última costa. Silvia se embarca en un largo viaje
introspectivo en el que las escenas del pasado se liberan del tiempo y aparecen
como espejismos permanentes, estáticas imágenes como esoscuadros de
Hopper, un pintor por el que Ioana Gruia siempre ha mostrado una especial
inclinación.
Cercano y cómplice el presente despliegue sus estímulos: el vitalismo de
un cuerpo joven, la razón del deseo, la proximidad del otro, la visión
idealizada de la realidad de un niño. Son circunstancias que evitan el
repliegue, que ponen en el temblor de la mano un vaso de agua fresca y llenan
la ventana con sus puntos de luz como tratamientos paliativos.
De la infancia Silvia recupera un recuerdo especial: jugaba cuando niña a
vender tiempo, en un precario tenderete hecho con un par de sillas y un trapo
pintado. Ahora necesitaría comprar un tiempo nuevo para recomponer la geografía
personal y allanar los desajustes de una convivencia familiar frustrada o con
zonas de sombras. Pero no queda tiempo, sino un largo túnel que quiere recorrer
con los que ama y dando voz a uno de sus personajes favoritos de La isla del tesoro: el capitán Smollett.
La muerte cierra el diario de
navegación de Silvia. Pero el personaje permanece vivo en el ánimo encogido
del lector. Igual que permanecen los destellos de una sensibilidad que recurrió en su lucha contra el
destino a las idealizaciones infantiles, a ese mundo de sinestesias sensoriales
y a esa idea del sexo como resistencia frente a la
decrepitud. En la piel de Silvia, el cuerpo no fue nunca un barco entre la niebla, un lugar desahuciado.