Rafael Soler (Valencia, 1947) |
SERIE NEGRA
No eres nadie hasta
que te disparan
Rafael Soler
Ediciones Vitruvio
Madrid, 2016
De espaldas al continuísmo gregario de la lírica al uso que sigue las
líneas cerradas de lo previsible, el afán creador de Rafael Soler (Valencia,
1947) incide en cada entrega en los
meandros de un camino propio, donde se desvela una búsqueda continua de cauces
expresivos singulares. Así lo constata la trilogía Maneras de volver, Las cartas
que debía y Ácido almíbar que
tienen entre sí enlaces temáticos y una clara voluntad de compartir rasgos del
personaje poético.
No escapa al lector el punto de ironía que constata el aserto No eres nadie hasta que te disparan; el su sentido recrea ese punto de malditismo de la serie negra que aborda
la verdadera identidad del yo a partir de la respuesta que sus actitudes crean
en los demás.
El voluminoso contenido poético –otro signo peculiar en una época
tendente al poema breve y al libro orgánico que compila medio centenar de
poemas- yuxtapone cinco apartados y un epílogo formado por una única
composición. Así que cada uno de los segmentos postula una presencia verbal
diferenciada.
El de
arranque, “Cuaderno de Elvira” conjuga un enfoque en femenino, como si
postulara un plano secuencial apelativo. Ella compartió un pasado común que llega
hasta el ahora cercenado por la decepción y por una soledad que hace suya el
efecto invernadero de los sentimientos agotados. Pero el hablante de estos versos no
monopoliza un único sitio para un soliloquio que va mudando en el tiempo y va
dejando pautas entrelazadas, como si fuesen puntos de luz expuestos a la
intemperie que es necesario mirar para entender la quietud estable del
presente.
Toda evocación postula un
escenario con personajes que dan continuidad a la historia con los detalles
ajustados que requiere el guión. Si todo Caín tiene su Abel, todo el discurso
introspectivo de Elvira es una forma de moldear el rostro de Martín. Los poemas
del segundo apartado, “Cuaderno de Martín” enuncian el tramo firme de otra
ribera, esa mitad expuesta que se convierte en víctima y narra,con
ambientación de cine la propia muerte y los gestos posteriores: el paso del
sicario, la ausencia de la viuda, la silueta de tiza dibujada en el suelo, los
investigadores que buscan pruebas del asesino… Toda esa codificación de
pantalla grande que lleva en su desarrollo un notable humorismo para velar
cualquier rictus patético ante la ruptura sentimental. Consumido el amor, la
vida breve es un escueto sepelio por discurrir, un viaje hasta el tanatorio
del olvido y la nada.
Otra máscara más de esta representación
coral es Abel. Su estar se resuelve no con la voz directa del sujeto sino con
la lejanía del narrador, como si fuese la voz interpuesta de la conciencia que
hace incómodo el ensimismamiento y fuerza a salir al día para dejar constancia
de una actitud punible. El nombre prestigiado por la senda cultural, el Abel bíblico, aquel arquetipo de bondad y mano tendida es ahora el asesino, ese
pistolero que desenfunda y mira después el cañón humeante como si
hubiese cumplido su parte del encargo.
El paso argumental sube el declive de la última vuelta; atrás queda la
estela del suceso cumplido. Y es tiempo ahora de buscar el lugar de los
hechos antes de la impostura, cuando todos los elementos se disponían con la
mansa placidez de la inocencia, ajenos a cualquier disonancia, acaso sin dar
pie a que se va consumiendo una cuenta atrás, un grado cero para la rutina.
Ya se ha comentado que el poemario está repleto de conexiones cinéfilas y
que en la simbología de los apartados
la expresión privada de los afectos y desafectos se convierte en un
discurso con vocación visual. Nace así una épica subjetiva en la que el
perdedor se hace fuerte en la palabra y en las paradojas que suscita. El
vínculo entre poesía y séptimo arte se hace más explícito en el apartado “El cine, en
el cine” que parece evocar el interior puro de un cuaderno de rodaje, dando a
cada figurante su papel deseado para que todo encaje como las piezas de
los sueños. Queda el epílogo, esa identidad maltrecha que sale al día en el
espejo y que busca su voz en la escritura como si el pasado apenas le
perteneciera y es preciso indagar que la memoria sigue inalterable o se ha
convertido en el fruto estéril de un tiempo gastado.
No eres nadie hasta que te
disparan invita a una lectura narrativa, con una compartida voluntad
simbólica que apenas cede sitio a lo biográfico, pero que deja en el rincón del
pensamiento un cúmulo de verdades internas, una voz indulgente sobre el singular
trazado de fronteras que encubre la existencia. Y lo hace con el tono
insurrecto de quien se niega a usar expresiones asentadas en el coloquialismo,
por lo que la dicción poética enlaza asociaciones sorprendentes, busca imágenes
inéditas y hace de la adjetivación un afán lúdico.
Un libro distinto, que
legitima un afán de vanguardia también para las verdades del corazón.