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Francisco Brines (Valencia, 1932) Fotografía de La Vanguardia |
EL PENSAR DEL POEMA
Francisco Brines (Valencia, 1932) reunió por primera vez su poesía
completa en 1974 y tituló el conjunto Ensayo
de una despedida, un aserto que refleja como realidad primaria del ser la
temporalidad; estamos hechos de pérdidas sucesivas. El sintagma se ha mantenido
en ediciones posteriores, que añaden nuevas composiciones y algunos cambios
poco relevantes. La antología Entre dos
nadas crea un orden nuevo en el personal trayecto del poeta, ya que sus
piezas han sido elegidas por casi trescientos lectores. Por tanto, esta
colaboración múltiple y amistosa da fe de un cálido homenaje al que pone
prólogo el poeta y crítico Alejandro Duque Amusco, quien se adentra en los
registros de Brines con precisión de brújula.
Hay en toda la poesía de Brines una intensa coherencia, un pensamiento
circular que se alimenta de redundancias. Los cimientos de su creación son el fluir
temporal y la belleza; el tiempo es tránsito que nos va despojando hasta el
vacío final y la oscuridad de la nada; y la belleza como modo de interrogar el
entorno, que pone luz a los reflejos de la infancia y la identificación del
hombre con la naturaleza. En ambos temas cobra sentido la palabra poética que
es revelación y vida. A través de la escritura se aspira lo real, una realidad
que la memoria crea y dota de emoción; la palabra poética es también una
respuesta vital que nos permite vivir el pasado en el ahora.
Su primer libro Las brasas (1960)
obtuvo el Premio Adonais, el más importante galardón de la posguerra. Las
composiciones de esta amanecida ya son elegíacas. Están escritas desde la memoria
de un sujeto que reflexiona sobre el paso de los días. Sentimientos y
sensaciones se marchitan dejándonos entre las manos una menguada cosecha. En el
presente la esperanza no tiene sentido.
La segunda entrega de Brines, El santo inocente cambia de título muy pronto y
se denominará Materia narrativa inexacta.
Sombras del mundo clásico que hablan en monólogos dramáticos dan cuenta de las
meditaciones del hombre, de ese sustrato común de la conciencia que permite que
el amor sea en nuestro devenir un recurso liberador. Los poemas expuestos con
la escueta narratividad del relato refuerzan la objetividad del discurso.
El itinerario se enriquece en 1966 cuando se edita Palabras a la oscuridad, un
poemario que se alzó con el Premio de la Crítica. El título del mismo sugiere que el
misterio de la noche es el interlocutor en quien el verbo deposita la emoción
del mundo, esas perdurables impresiones del paisaje de Elca, la inquietante
presencia de los otros o los signos desvelados de la soledad y la muerte.
Aún no es un libro renovador. Aparece
en 1971 e incorpora una importante veta satírica; predomina en él el
conceptismo y el tono sentencioso. Hay abundantes procedimientos expresivos -parónimos,
aliteraciones, rimas internas…- y utiliza un léxico novedoso, aunque también
están presentes las habituales preocupaciones de Brines como el derrumbe
continuo de la carne.
Insistencias en Luzbel
aborda una poesía metafísica, centrada en el largo trayecto que va desde el
engaño de la plenitud de la infancia hasta la nada. La vida entonces -como ya
expusimos- se convierte en ensayo de una despedida; solo es vivida plenamente
en el breve sueño de los sentidos donde hay una ética de lo celebratorio, un
estoicismo que indaga en el carpe diem
y que conjuga presente y captación de la belleza.
Sus últimos libros son el patrimonio del poeta en el tiempo y tienen la
mirada crepuscular de la elegía. En El
otoño de las rosas un viajero en la parte final de su trayecto hace balance
y sabe que el itinerario fue lo que vivió. El rescate es ocasión propicia para
cantar el entusiasmo de haber sido.
Un sujeto poético que nos comunica la estéril razón de la existencia es
el protagonista de La última costa. Ya
el título sugiere la perspectiva desde la que están escritas las composiciones.
Se divisa la geografía de la costa cuando el mar nos ofrece su distancia, como si no fuera posible el
retorno y el viajero lleva consigo la memoria que le permite recuperar el
territorio de la infancia y recrear las sensaciones que en el pasado la
definieron.
La antología consultada incluye algunos poemas del libro en preparación Donde muere la muerte. Su apertura
“Brevedad de la vida” es un largo balance en prosa poética cuyo argumento deja
el poso exacto de la aceptación: existir es el principio de la nada. Solo la
escritura conjetura una posible salvación del olvido, un plano de permanencia
en el recuerdo capaz de trascender la espalda fría del tiempo.
En Selección
propia, una antología editada en Cátedra, hay un estudio introductorio
fundamental para entender su poética. Se titula “La certidumbre de la poesía”.
El trabajo se hilvana a partir de un conjunto de reflexiones clarificadoras. A pesar
del desagrado del poeta por analizar la propia poesía, sugiere que la poética
nace de la praxis como los poemas nacen de la necesidad. Sus indagaciones se
orientan hacia el proceso de creación. Cuando el tiempo nos destierra del paraíso
de la infancia la palabra se convierte en una fortaleza que salvaguarda la
dimensión individual del hombre. Los versos son refugio que permiten construir
una nueva realidad que emana de nosotros mismos porque es interior y se nos
otorga como una revelación. Así va apareciendo el mundo del poeta, sus
concretas experiencias vitales expresadas con un lenguaje donde la intuición
dirige la evolución expresiva de una obra que ha hecho de la precisión y la
claridad norte y rumbo. Como Antonio Machado o Luis Cernuda, Francisco Brines
es un poeta del tiempo. Su palabra es recuento del existir desde una conciencia
ética, las huellas desgajadas que empiezan a borrase en un tacto de arena.