FÉLIX GRANDE
No es accidental que el lúcido intelecto de Ernesto Sábato, en las
páginas autobiográficas de
España en los
diarios de mi vejez – Círculo de Lectores, 2004- anote este emotivo
comentario: ”Siempre que llego a España, lo primero es llamar a Félix. Si
escribo sobre la amistad, es en él en quien pienso, es él a quien estoy
evocando”. Desde el comienzo de la década del noventa, cuando daba los primeros
pasos la revista
Prima Littera, que
yo coordinaba, puedo dar testimonio personal de que la siembra de enlaces con
los demás es un rasgo definidor del carácter de Félix Grande.
Al hablar de Fernando Pessoa, el poeta portugués, convicto
creador de máscaras, argumentaba Octavio Paz que el poeta no tiene biografía.
Félix Grande contradice este juicio; su escritura está marcada por el latido
vital, un impulso constante y perenne motivo de reflexión. Un poema de
Taranto rescata su nacimiento en Mérida,
el 4 de febrero de 1937. Eran días de cielos encapotados y brumoso porvenir, con
un padre soldado, una madre afanándose en lavar ropas y curar desgarros en el
hospital de San Juan de Dios, y un país inmerso en una desgarradora contienda
fratricida.
Para afrontar carencias la familia se traslada al municipio manchego de
Tomelloso. Es el pueblo natal de los padres. Allí nacieron siete hijos, de los
cuales mueren cuatro, y allí vivirá el poeta días infantiles, adolescencia y
juventud. El ambiente rural de aquel entorno se plasma con destreza y un
epitelio de idealización en
La balada del
abuelo Palancas, una novela concebida como crónica familiar que entrevera el
recorrido de tres generaciones. En ella se expande una periferia cuajada de
personajes de gran fuerza moral, frente a la deshumanización perdida en las esquinas
de la urbe.
La pobreza se mitiga con una pequeña tienda de ultramarinos y algunos
animales domésticos; los contados ingresos y las estrecheces obligan al padre a
emigrar y a los hijos a ejercer diferentes oficios. Félix Grande será pastor, dependiente,
oficinista; resuenan las dificultades para conseguir el sustento diario; la
necesidad es una forma de aprendizaje.
En Tomelloso despierta el interés por los
libros. Comienza con avidez la formación literaria del muchacho, alentada por
el criterio de Eladio Cabañero, quien le
orienta hacia los poetas del 27 y le descubre a Antonio Machado y Miguel
Hernández, lecturas alejadas de los modelos inmediatos del garcilasismo oficial.
En 1957 se traslada a Madrid; cifra
ilusiones en la escritura, pero subsistir exige puestos temporales, como
administrativo o vendedor ambulante, hasta que en 1961 es contratado como corrector
de pruebas en
Cuadernos Hispanoamericanos.
Trabajaría con Luis Rosales y con José Antonio Maravall, a quien sustituye,
años más tarde, como director de la revista, comenzando un largo periodo al
frente de la publicación que abarca desde 1983 a 1996.
En 1963 contrae matrimonio con Francisca Aguirre, hija del pintor republicano
Lorenzo Aguirre, fusilado en la guerra civil. Se conocieron en el Ateneo de
Madrid donde el poeta José Hierro coordinaba un ciclo de recitales en el que
intervendrá un inédito Félix Grande. Al año siguiente amanece su primer libro,
Las piedras, aunque sean anteriores los
poemas de
Taranto
Quedan para otro momento sus incursiones en la ficción, la práctica del
columnismo en prensa escrita y el ensayo para explorar, como único objetivo de
este acercamiento
al itinerario creador,
las cualidades vectoriales de su obra poética.
Taranto prologa la lírica
completa de Félix Grande que la editorial Anthropos presentó en
Biografía, título que reúne siete
entregas. Es un homenaje a César Vallejo, fechado en 1961, que enraíza con la
voz torrencial del peruano. Debe a Carlos Sahagún la admiración por el autor
latinoamericano: el poeta del cincuenta se sabe de memoria
composiciones deslumbrantes; algunas
semejanzas biográficas, –familia numerosa, ambiente rural- y el carácter
apasionado de un muchacho seducido por una estética y un lenguaje en el que
cada palabra es semilla, han fomentado el magisterio de César Vallejo. En
Taranto están la travesía existencial
del yo y los pilares de la casa paterna, clavados con ternura y cansancio para
aguantar el rigor de la pobreza.
Con un título henchido de simbolismo,
Las piedras, formado por compasiones fechadas entre 1958 y 1962,
fue carta de presentación. La piedra es símbolo de mansedumbre y estar, una
manera de soportar el paso de los días. Las voces que resuenan en estas
composiciones inciden en la meditación temporal: Quevedo, Rilke o Antonio
Machado nutren el enfoque de quien sabe que el tiempo es una larga dolencia que
arrastra hacia la noche tibia del olvido.
Las piedras aborda la intimidad del hablante verbal.
Mantiene una cuidada expresión poética y un tono uniforme. Consiguió en 1963 el
Premio Adonais. Su publicación, al año siguiente, en Rialp significó la
incorporación de facto al horizonte poético nacional. La voluntad unificadora
de la crítica lo adscribió en la nómina del sesenta –junto a Miguel Fernández,
Ángel García López, Rafael Soto Vergés Diego Jesús Jiménez, Antonio Hernández o
Manuel Ríos…- cuyos rasgos fundacionales de grupo serían: atención formal,
rechazo de la comunicación denotativa, vuelta al irracionalismo y tendencia a
lo real trascendido.
Félix Grande se considera un músico frustrado. Durante años aprendió
guitarra, aunque nunca fue instrumentista profesional; sin embargo, su
melomanía es constante en la titulación de sus entregas, en las tramas, en su
tarea ensayística y en las relaciones personales con destacadas figuras de la
música. El poemario que más subraya esta pasión por las estructuras sonoras es
Música amenazada, libro que obtuvo el
premio Guipúzcoa en 1965.
Sobrevuela un tiempo de tristeza en el ambiente inhóspito de la gran
ciudad. Hay alusiones a los días de infancia y a ocupaciones humildes que se
rememoran con temblor inocente. El sujeto poético parece instalado en la
desgana y en la decepción. Consume en el insomnio sus recuerdos, rescata
hábitos y sombras. En esta angustia, la música es sosiego. La partitura resulta
un antídoto contra el principio de realidad, donde cada sujeto es un
superviviente a la deriva.
Blanco Spiritual (1967) es un poemario innovador en lo formal
que prosigue la línea de la mirada crítica del yo poético ante la cotidianidad.
El lenguaje se hace creativo, se convulsiona la norma ortográfica, se
resquebraja lo discursivo para introducir en el argumento materiales de acarreo
que entrelazan sintaxis coloquial con resonancias literarias, términos cultos y
versos remozados buscando una mayor intensidad comunicativa.
El avance del libro integra alusiones a narradores como Faulkner o
Cortázar y a poetas como Cesare Pavese, CésarVallejo y Rubén Darío. Como el
canto primigenio y dramático del negro espiritual, el poemario entona una queja
honda y colectiva en el que el yo forma parte de una derrota que adviene de una
miseria tentacular. La palabra da voz a los oprimidos; la mirada contempla con
el ceño fruncido los rasgos de un espacio y un tiempo en el que llueve sobre
mojado. Una conciencia social vigilante se implica en lo cotidiano.
Publicado en 1979 en
Nueva
estafeta, el breve poemario
Film,
escrito en 1967, se incorpora a la quinta edición de
Biografía. La génesis del poema fue una circunstancia familiar
cuyos efectos se fueron diluyendo al cabo del tiempo. El lenguaje
cinematográfico presenta una historia amorosa cuya emotividad sufre la lógica
de la reflexión. El acontecimiento sacude los sentidos hasta convertirse en
material meditativo donde el yo se siente un Ulises que vuelve a la Itaca del ámbito
doméstico, con la intención de recuperar los fragmentos de una rutina rota. La
historia compartida se ha transformado en una elegía, en una parte de la
memoria en la que se cobijan el miedo, la culpa y el conflicto de mirar hacia
el mañana.
El entrañable verso de Pablo Neruda “Puedo escribir los versos más
tristes…” sirve de título a un poemario cuyas composiciones abarcan un lapso
temporal entre 1967 y 1969. En él la lucidez se demora en los rincones del yo;
los poemas sondean la propia intimidad con ternura incisiva. Está el
remordimiento de la claudicación y la certeza de una existencia maltrecha, sólo
redimida por los sentimientos y por la fortaleza de las palabras cuya
persuasión permite alejar los fantasmas de la soledad.
Es el único libro de Félix Grande escrito en prosa poética. La forma da
un tono discursivo, como si cada texto encauzara un pensamiento. La composición
final vuelve al verso libre y dirime el paso del reloj, manso e inadvertido que
va acumulando vivencias, desde aquella primera luz de 1937 cuando el poeta
viene al mundo, bajo el cielo encapotado de la guerra civil.
Horacio Martín es el otro, un sujeto escindido y diferente, con una
entidad alucinatoria. Él será el protagonista de
Las rubáiyátas de Horacio Martín en una zona existencial en
conflicto que acoge huellas de la experiencia vital. Algunos de sus poemas se
adelantaron en revistas antes de confluir en la edición definitiva de 1978 que
añadiría el conjunto
Cuaderno de Lovaina
y, posteriormente, los textos de
Aparición.
El yo lírico traza un itinerario biográfico. Es pariente lejano del
complementario machadiano Abel Martín. Pone fin a su vida, según relata Félix
Grande en el liminar
Sobre el amor y la
separación, en 1991.
Carnalidad y erotismo son sustratos temáticos de un corpus que añade a
los antecedentes culturales del poeta el legado oriental. La rubáiyáta es un
poema conciso que celebra el gozo sensorial y fue cultivado con notable acierto
por el poeta persa Omar Kheyyam, en el siglo XI.
Frente a la servidumbre de lo establecido, Horacio Martín opta por la
trasgresión, rechaza el ensimismamiento y desafía los valores al uso alentando
una moral libre en la que da cauce a la libertad del corazón.
Félix Grande justifica el devenir
imaginario de Horacio Martín en una carta prólogo que incide en lecturas,
hastíos, heterónimos ajenos y esa personalidad escindida en la que se
yuxtaponen
perfiles desconocidos. La
prosa descubre los singulares rasgos de un carácter desconcertante, alude a las
inquietudes de Horacio y a ese constante diálogo con la carne que se plasmará
en los poemas. Los versos de la sección “Cuaderno de Lovaina” hablan de huida,
angustia y soledad porque el esfuerzo de olvidar resulta baldío. En la
nostalgia de los cuerpos amados hay una sensación de frío; sobre la piel se
siente el abandono de la felicidad.
Otra carta, fechada en Madrid, en julio de 1976, cierra el periplo de
Horacio Martín. La destinataria es Doina, esposa del heterónomo, bautizada con
un sustantivo que define una música popular rumana. El añadido de “Aparición”
quiebra el sosiego de Horacio que vuelve a encuadrarse en el gremio de amantes
desvelados que buscan una fuerza motriz para dar cumplimiento a su destino.
La noria clausura, en
apariencia, la producción poética de Félix Grande. Es una colección que resalta
la diversidad de motivos por el dilatado tiempo de escritura. Está el
intimismo, la veta amorosa y un florilegio de homenajes.
Figura como preludio una poética; el asunto metaliterario utiliza una
prosa discursiva que permite un alejamiento de las vicisitudes del yo
biográfico y un tono ensayístico de objetividad. “Mágico abuelo” rescata la
sombra de Antonio Machado, arquetipo de sabiduría moldeado por el pasar de los
años; el roce de su palabra se convierte en voz de compañía y remedio contra la
soledad.
Se mencionan artistas plásticos, como el pintor figurativo Antonio
López, junto a cantaores flamencos y poetas. En el recuerdo están Vicente
Aleixandre, Dámaso Alonso, Luis Cernuda, Carlos Edmundo de Ory, o la innominada
presencia de Luis Rosales en el trasfondo de “Nocturno”.
La progresiva depuración de ornatos y el tono coloquial de la nana o la canción
se emparentan con algunos poemas escritos con un lenguaje preciso y directo.
El cauce expresivo es polimorfo y hay composiciones que nacen como
ejercicios miméticos: “Las nanas de la cebolla” de Miguel Hernández inspira
“Las nanas de la metralla” y una situación semejante se produce respecto a las
odas elementales de Pablo Neruda. Otra poética, esta vez en verso, más
existencial que lingüística.
Tras más de tres décadas de silencio poético, ha sido una sorpresa que
la obra reunida en
Biografía se
prolongara, en la edición auspiciada por Galaxia/Gutenberg, con el poemario de
casi mil versos
La cabellera de la Shoá.
El largo aliento de la composición tiene como detonante concreto la visita del
poeta al campo de exterminio nazi de Auschwitz. Allí descubre horrorizado casi
dos toneladas de pelo de mujer que son la prueba tétrica del más repulsivo
horror y la barbarie. Esa percepción convulsiona la quietud de las palabras que
vuelven a aflorar, integradas en una cadencia de letanía solemne y versicular.
Un año después cierra la obra
lírica del escritor
Libro de familia.
En él toma cuerpo la voz evocativa. Con insoportable claridad, regresan desde
el pasado las cicatrices frescas de los días, esas fotografías en blanco y
negro del desamparo que pueblan los corredores de los días de infancia, que
nunca fue ese espacio áureo de la inocencia ilusa
sino el cauce en estiaje de vivir a la contra.
La poesía de Félix Grande alienta un protagonista poemático implicado en
las circunstancias históricas. Su palabra se torna rebeldía contra la condición
de ser, impregnada de temporalidad. En su poesía está la palabra necesaria, la
trama de vivencias, fracasos y logros que teje la existencia, una existencia
que el 30 de enero de 2014 cumplía el brusco abatimiento del final.