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Antonio Cabrera Fotografía de Uno y Cero Ediciones |
LA POESÍA DE ANTONIO
CABRERA
De luz y de
abstracción
está rodeado
todo
ANTONIO CABRERA
Tras las tentativas exploratorias
del comienzo, Autorretrato y Ante el invierno, Antonio Cabrera (Medina Sidonia, Cádiz, 1958) consolida trayecto
con el poemario En la estación perpetua,
ganador del Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe y reconocido, unos
meses después, con el Premio Nacional de la Crítica. Aquella salida acentúa el
registro meditativo y sugiere afinidades cercanas con Francisco Brines, César
Simón y Eloy Sánchez Rosillo. El hilo conductor del verso hace de la indagación
en la existencia veta temática esencial. Es signo que da coherencia al cauce
escritural y tiene un recorrido sin apenas
alteraciones en las entregas posteriores, Con el aire y Piedras al agua.
Editado en el 2000, En la estación perpetua hace de umbral
una solemne aseveración de Miguel de Unamuno: “El gran misterio es la conciencia
y el mundo en ella”. La madrugadora epifanía de la claridad concede el
esplendor de lo diario, esa acumulación de formas y contornos que precisan y
delimitan los sentidos. La materia no tarda en guarecerse tras el cristal del
pensamiento, mudo testigo de esa intacta luz de lo creado. La fragmentada
percepción alumbra en la conciencia escuetas certezas de un tiempo impávido que
cifra, en ocasiones, el sentido final de sus mensajes. El pensamiento se
convierte en estación perpetua, en refugio tenaz de lo transitorio que, poco a
poco, se va disipando en la memoria.
En la colección de haikus Tierra en el cielo, los textos se apoyan
en un monotema: las aves. Se aborda, con mínimos elementos conceptuales, una
escritura de tacto exquisito en la que se encierra el acontecer natural de un
elemento vivo del paisaje. Al margen de notas explicativas, las instantáneas
dibujan con su triple trazo la diversidad alada del azul en vuelo; versos a la
espera de una pluma en el aire, exenta de contaminaciones alegóricas. Los
rasgos reales –reflejo y vuelo- mediante ojos limpios cantan esos
serenos indicios de una naturaleza enaltecida. Tierra y cielo, en su humilde apariencia, es un apasionado
soliloquio con la ornitología, una de las pasiones del poeta.
La primera etapa poética de Antonio Cabrera tiene
la condición de un viaje minucioso que pone rumbo a un saber introspectivo y que
contempla, con sosegado estar, los espacios de una realidad transitoria con la
que el ser individual establece una relación unitaria.
Ya he aludido a las constantes
vitales que conectan estas entregas de Antonio Cabrera hasta conseguir la
identidad de tono: el intercambio relacional entre el hombre y su entorno
natural, la proyección reflexiva de lo sensorial y el material filosófico que muestra
la luz áurea del discurrir. Otras impresiones añadidas son la serenidad
expresiva y el sentido clásico de su poesía.
El cuaderno Seis poemas, editado en la colección santanderina Ultramar,
adelantaba algunas composiciones de Con el aire, entrega de 2004, tras
conseguir el XXV Premio Ciudad de Melilla. Recordemos que la filosofía griega
especuló sobre el aire como elemento natural. Anaxímenes lo hizo principio
germinal de las cosas y Empédocles lo integró en los cuatro vértices primordiales,
junto al agua, el fuego y la tierra. La atmósfera es fuente que niega el vacío
y está en cualquier punto de la superficie, aportando los elementos gaseosos
básicos para la vida.
Antonio Cabrera registra en sus
poemas el contacto gozoso con el aire. El sujeto verbal se acomoda en la
transparencia del cielo y enumera las nítidas pruebas que conceden al aire un
papel activo en el acontecer: hace posible la llama, el leve vuelo del humo, el
desplazamiento de las aves y la pausada respiración de quien contempla y
comparte los benefactores efectos que dan continuidad al tránsito existencial.
De esa participación subjetiva en
los procesos naturales surge una afinidad de pensamiento y espíritu, una
manifiesta consonancia entre la realidad externa y la conciencia de ser. En ese
fondo hospitalario discurre el cauce remansado de lo vivencial. Pero la
conciencia también mira el interior, busca lo abstracto, el sesgo brumoso de la
reflexión. En esos laberintos del pensar, el sosiego se torna perturbación, como
si una brisa húmeda y desapacible azotara con su inclemencia.
El título “La habitación de
Leipzig” sugiere una referencia cultural inmediata. La ciudad alemana del
estado de Sajonia es cuna de conocidos personajes históricos como J. Sebastian
Bach y Richard Wagner. También tiene conexiones biográficas con Friedrich
Nietzsche, una de las figuras más significativas de la filosofía moderna. Al
comentar este poema, el poeta y crítico José Luis García Martín anula cualquier
apoyatura cultural para centrarse únicamente en la nítida línea argumental: la
contemplación de la amada dormida. En su estar negligente, el sueño exilia de
lo real y dibuja en el silencio de los sentidos apagados oníricos paisajes que
desplazan los ángulos de fuga del pensamiento. En ese estado, lo que la ciudad
ofrece por la ventana abierta, esos indicios de historia y pensamiento, es
simple humo, una estela que no deja espacio y que sólo recupera sitio al
despertar.
Los poemas centrales, acogidos en
“Idea” discurren por un cauce meditativo. Corresponde a las palabras descubrir
lo que se manifiesta más allá de la apariencia, dar voz a ese silencio
ensimismado que amplía la conciencia. Lo sensorial crea inquietud porque
percibe la condición transitoria de la realidad y sus continuos cambios. La
claridad del pensamiento concede algunas convicciones: lo que se percibe son
signos fugaces que deposita cada amanecida, acaso con un significado secreto,
incontestable y mudo.
El apartado “De mi nombre”
muestra una íntima alternancia de motivos. Son estímulos para la indagación el
tenebrismo de una pintura, la sugerente mudez de los objetos domésticos o el
despliegue de estampas del paisaje. Un recorrido por lo diverso que plantea al
protagonista verbal la ecuación de su sentido: “todo viene hacia mí, todo me
esquiva”.
Lo real instaura un orden
natural y apacible en el que encuentra sitio la fugaz trayectoria del yo que
contempla y abre sendas nuevas a su solipsismo: “El que cierra los ojos: el
mismo que los abre. / Duermo en mí / y mi aurora está en mi nombre. / Afuera
siempre, / un rumor al que acudo, una anchura / soñada o sensitiva, /
ceremonial, inaccesible, intacta. “
Completa el corpus hasta la fecha
Piedras al agua, un libro cuyo título
sugiere una dimensión simbólica. El aserto “piedras al agua” galvaniza la
intuición con un significado sugerente: sobre el reposo de la plata dormida, el
choque de la piedra origina una perturbación que se propaga con la misma
intensidad en todos los sentidos. La quietud muda en movimiento, dibuja ondas concéntricas.
De modo similar funciona la sensibilidad de quien contempla; los elementos
externos propagan sus cualidades. El alrededor se posiciona, pugna por
mostrarse en el tiempo; completa un inventario de huellas y evidencias. El
suceder y los paisajes se complementan en un trascurso ajeno al existir de
quien los nombra; plena y condescendiente la realidad se muestra múltiple. Todo
es superficie, proximidad y lejanía dispuestas a ser captadas por lo sensorial:
“ahora, justamente ahora, / voy a tirar piedras al agua / con las que remover /
este limo contrario, / este cieno exterior / de las cosas visibles”.
En el tramo inicial de Piedras al agua es referente clave el
mosaico de formas que roza la pupila. Este enfoque muda en la segunda parte del
libro donde es línea continua el trazo evocador de la memoria. La rememoración
acerca también los contraluces de lo doméstico. Están los efectos duraderos del
dolor y la muerte y está la angustia e inquietud que postula el manso cabalgar
del presente.
La tercera sección comienza con
una poética –aunque muy alejada de la teorización metaliteraria- de aliento
aristotélico; el poema medita sobre las conexiones entre pensamiento y materia
exterior, y concluye de forma memorable con estos versos: “De luz y de abstracción
/ está rodeado / todo”. La claridad ilumina para que el pensamiento complete
itinerarios en un estar armónico que observa sin alterar. La función del poema
es crear un territorio de conocimiento, una vía de exploración que busca el
sentido de un orden natural.
El existir conlleva una muda de
escenarios que sitúa al hablante lírico entre lo fijo y lo cambiante, en un
estar que hace de lo accidental pensamiento y conciencia. La identidad del yo
queda sumergida en la celebración calmada del entorno. Percibir aloja al ser en
un estado existencial que nos transforma en parte de un todo atemporal.
Si hay poetas que entienden cada
entrega como un hito disperso, el quehacer de Antonio Cabrera permanece fiel a
un ideario estético que aglutina filosofía y meditación de forma continua. El
poema elabora un discurso natural con una expresión precisa y trasparente, en
la que comparten sitio recogimiento interior y comunicación con la naturaleza,
una naturaleza sin tonos arcádicos, cercana y real; el paisaje externo y el
espacio interior se relacionan e identifican hasta alcanzar una nueva
configuración en el poema. Al cabo, esa es la tarea esencial de la escritura:
frente a lo caduco y transitorio, conceder a la existencia una realidad más
profunda.