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La ciudad y yo Juan Antonio Mora Ruano Prólogo de José Luis Morante Editorial Corona del Sur Málaga, 2024 |
VENTANAS CIEGAS
Desde hace años, siempre que me acerco al sentir poético de Juan Antonio
Mora (Andújar, Jaén, 1950) percibo sensaciones sólidas y tangibles. La
escritura se hace vigilia y búsqueda. Quiere entender los amagos de una
realidad desapacible, empeñada en ubicar a quien descubre las ventanas ciegas
de la incertidumbre en una travesía azarosa que exige continuas miradas
interiores. A la sombra de estas indagaciones ha ido naciendo toda su poesía de
madurez. Un ciclo que argumenta una sencilla cimentación formal y un nítido
esfuerzo personal por hacer de la confidencia subjetiva una superación de
carencias y una reflexión humanista. Quedan en manos del lector los síntomas de
un paisaje verbal, ajeno a cualquier vestimenta retórica; los renglones
marcados de un ideario estético de rehumanización y compromiso, de oposición
frontal a cualquier apariencia literaria, disfrazada de oportunismo y
grandilocuencia.
Tras el intervalo gris de la pandemia, que nos condenó a todos a un estar
solitario, fueron secuenciándose los títulos Nubes (2021), La silla vacía (2022),
Las flores me llaman (2022), Las ruinas del cielo (2023), El corazón del mundo (2023) y Los sitios del dolor (2024). Un
despliegue poético donde se asume la condición de autor, al modo de Fernando
Pessoa, como una manera de estar solo. Desde una postura intimista, con tono
estremecido, se comparte la verdad humana de la conciencia; el complejo
entramado de recuerdos, presencias y lugares. Mientras se despliega el mapa de
la memoria, pasado y presente son esferas de reflexión, espacios donde anidan
la raíz y savia del discurrir existencial. Lo vivido respira y conforma en el
poema una autobiografía ficcional en la frontera de la privacidad. En esta
representación simbólica, quien nos habla nunca deja de poner la realidad bajo
sospecha. Desde el rumor sosegado de la razón, escucha las voces dispersas de
emociones y pensamientos, y abre ángulos claros para que no se duerman en manos
del silencio o del olvido, porque las vivencias cotidianas son pilares de
conocimiento y revelación. La metafísica del ser encierra en su fluir los temas
orbitales y las preocupaciones latentes del pensamiento libre.
Los escuetos poemas de La ciudad y
yo establecen un binomio en el que dialogan el afuera cercano y el sujeto
literario que recorre las arterias urbanas, mientras el tiempo se desliza hacia
el ocaso. Como es norma en el hecho creador de Juan Antonio Mora, hay un
colmado abanico de citas iniciales que acerca fragmentos de Saint-John Perse,
Nietzsche, Cioran, Juan Carlos Mestre, José Luis Morante, Eugenio Castro y
Guadalupe Grande. Su diversidad encierra una filosofía de urgencia, una
sugerente propuesta de establecer razones fronterizas entre el yo solitario y las
mudanzas del entorno.
También la dedicatoria,
concisa y esencial, “A Charo”, compañera de vida en el plano laberíntico del discurrir,
deja claro la relevancia que tiene lo emotivo en el discurso poético. El amor
es necesidad. Un camino de acceso a la senda vital que reivindica la fidelidad a
la esperanza, ahora que cada vez se hace más notorio el vuelo frágil de
cualquier utopía redentora. La idea se plasma también entre los versos con luz
que señalan el principio de la relación: “Tu amor loco / fue un milagro. / Yo,
un forastero / que venía del olvido / y el espanto”. Mientras leía el poema y
escuchaba su ritmo melódico, recordé las palabras sabias de José Mujica,
dirigente político irrepetible y humanista ejemplar: “Luchen por el amor.
Caminen acompañados. Nadie se salva solo”. Pleno acuerdo; en el tablero de
ajedrez de la convivencia, el amor es protagonista esencial de los momentos imborrables,
el faro que ilumina y libera de oscuras obsesiones.
La ciudad, como escenario del poema, tiene el misterio de la extrañeza.
Es un ámbito helado y desapacible que alza sus dimensiones frente a la figura
minúscula del yo. Parece un organismo vivo, un material de interrogantes que obliga a buscar
respuestas en cada esquina. El paseante está condenado a la intemperie, afronta
un recorrido de indagación y desprendimiento en el que se siente fuera de
lugar. Desubicado en el deambular de lo gregario, parece que los pasos no
llevan a ninguna parte; solo abren puertas al vacío y la nada. Solo la
escritura es regreso. La poesía se hace luz y permite un aislamiento interior,
convertido en refugio y amparo, que muestra la historia cotidiana del sujeto
lírico, sus aspiraciones y sueños.
Madrid concreta la imagen de esta ciudad deshabitada y áspera por sus
disonancias entre centro y periferia, barrios ricos y barrios pobres y por la
prepotencia de un poder político cuyas actuaciones neoliberales lastiman, encogen la presencia de lo público y
encaminan programas gubernamentales hacia la fingida modernidad de un urbanismo
totalitario.
La ciudad emana tristeza y aturde. En el caos inhabitable suena la voz
estremecida del poeta que apenas se sosiega en la alta noche. En sus tímpanos
resuenan los gritos agónicos de Gaza, la impotencia ante la barbarie que
impulsa la masacre, y el dolor desgarrado de un yo que se siente “tejido
subterráneo”, el mendigo que perdió la inocencia y no tiene donde cobijar su
desamparo. Solo el yo más íntimo de quien guarda el recuerdo de la madre
resiste en pie, anima la voluntad de andar y mantiene hilos de luz entre la
niebla.
Mecida por el cauce transparente de la coherencia, la poesía de Juan
Antonio Mora muestra de manera radical una unidad indisoluble entre travesía
existencial y lenguaje. A surco abierto, siembra una palabra esclarecida e
iluminadora, para que consiga su eficacia expresiva y sea capaz de capturar la
emoción: “No soy un poeta / oscuro. / Escribo por necesidad. / (Mi estilo es la
claridad).” Sin adornos formales ni distorsiones librescas, los versos revelan el
puro vivir, Una brisa de desengaño asentada en el suelo del presente. El
intimismo incierto de quien sufre y hace del dolor un apunte mínimo, una pena
contenida donde se alojan los límites del vuelo.
JOSÉ LUIS MORANTE