|
Karmelo C. Iribarren |
CUANDO LA CIUDAD DUERME
A estas horas
siempre
sucede lo
mismo:
o es
demasiado tarde
o muy
temprano aún.
Karmelo
C. Iribarren
Un hombre callejea, con andar sosegado, por el laberinto peatonal de una
ciudad mientras se diluyen los contornos de edificios y transeúntes. Sobre los
escaparates encendidos, crece en su espalda una sombra azul, dibuja irreverentes
siluetas en movimiento. Hay en las despobladas aceras charcos de la lluvia
nocturna en los que, poco a poco, la tinta blanca de la aurora encuentra sitio
para una nueva representación. Amanece sobre los tejados. El hombre silencioso
vuelve a casa, aunque no sabe si es demasiado tarde o muy temprano; la calle se
puebla de pasos y toses que tienen la sonoridad y el ritmo improvisado de las
piezas de jazz. Entre la claridad y el silencio, asciende el manso humo de lo
cotidiano. Así, con esa ambientación de serie negra, en un impreciso decorado
que puede reconocerse en cualquier sitio, se edifican muchas de las
composiciones que prefiero de Karmelo C. Iribarren (Donostia, 1959). De igual
modo, siento una incansable afinidad por su personal búsqueda, sin artimañas,
de una lírica esencial que hace suyo aquel axioma de que ciencia y poesía
tienen la misma obligación de precisión y claridad. Una formulación de traje
parecido tiene una disertación crítica de Gabriel Ferrater en la que defendía
que el contenido poemático debe tener, al menos, tanto sentido como una carta
comercial.
Esta artesanía sugiere antecedentes. Los encontramos en esa parcela de
la tradición lírica norteamericana que se denominó poesía minimalista, cuyas marcas de identificación sintetizo: dicción
coloquial y sobriedad expresiva, ausencia de aderezo culturalista, orientación
realista, reflejo ambiental que describe las esquinas de lo tangible y un
hablante moldeado como un autorretrato sentimental e intimista. En ese discurso
verbal, nacido como reactivo contra la literatura metafísica y transcendental,
sobresalen las voces de Mark Strand, Raymond Carver, Charles Simic o Carolyn
Forché. Fue a comienzos de los años
noventa, en una década de exultante vitalismo de la llamada poesía de la experiencia,
cuando esta propuesta escritural es asumida en nuestro entorno por autores que
la taxonomía crítica aglutinó tras el aserto “realismo sucio”. En su núcleo
central encuentran sitio las obras del propio Karmelo C. Iribarren, por más que
el poeta no suela encontrarse cómodo en la codificación generacional ni en
promociones o grupos de conjurados estéticos.
De la progresión y consistencia del largo itinerario recorrido en más de
dos décadas, desde que llegaran a las librerías en 1993 sus versos más madrugadores,
deja constancia el volumen Seguro que
esta historia te suena, un completo bagaje hasta 2012, en el que las
entregas se integran sin contradicciones ni cambios de registro, con un claro
sentido unitario. El poeta no confunde; nunca deja de ser quien es, como si se
hubiese rezagado en su propia condición. Este panorama general, que debe su
título a un poema homónimo del libro Serie
B, estuvo precedido por muestras parciales como La ciudad, que alcanza ahora la tercera salida, tras las fechadas en
2002 y 2008. En el liminar de la primera edición, el desaparecido escritor
Vicente Tortajada comenta el golpeteo emotivo de las obsesiones poéticas de las
obsesiones de Karmelo C. Iribarren, esas que arrastran sus pies al caminar y
raras veces permiten la indiferencia; los poemas tienen el murmullo de un
acordeón que propaga en el silencio de la madrugada un lirismo desnudo capaz de
alejarnos de la soledad. Por su parte, Joaquín Juan Penalva, en las
consideraciones introductorias de la segunda recopilación aconseja adentrarse
en la poesía iribarriana a cuerpo limpio, sin apriorismos, como nos adentramos
en el recinto de la realidad cotidiana, porque el poema nunca oculta su aliento
vital. Mis opiniones críticas no difieren.
La ciudad, en sus ampliaciones,
traza un lacónico callejero con dos enclaves de referencia: la zona centro –el
sujeto verbal- y la periferia: las voces y ecos de los otros. El protagonista
verbal de Karmelo C. Iribarren desdeña la impostura, toma prestados abundantes
rasgos del sujeto biográfico y cuando habla de sí mismo nunca se percibe en el
tono ningún ejercicio de egolatría ensimismada sino una mera cuestión de
proximidad afectiva. Quien habita en los versos no se dedica a cultivar la
autoestima sino a registrar a mano alzada la nervadura existencial y sus
circunstancias. Y en ese trasfondo cabe la viñeta costumbrista, la
reconsideración de las franjas vividas, el aprendizaje existencial, las claves
sentimentales y las erosiones de la edad. Son vetas argumentales expuestas con
un sustrato de ironía que aleja el patetismo, cuando se hace certeza que las
ilusiones y utopías depositadas en los calendarios alcanzaron su fecha de
caducidad, o cuando la realidad refleja, con el ceño fruncido, un rostro ajado en
los espejos del existir.
Las
palabras del hablante lírico aspiran al diálogo y se pronuncian con un claro
propósito comunicativo. La confidencia sentimental viene filtrada por la voz de
un yo desdoblado, una identidad reconocible que comparte preocupaciones,
valores y actitudes con el acento dialogal de la evocación. Otras veces, el
mapa del recuerdo se pliega tras el cristal de la observación para exponer
matices e impresiones tomados del entorno próximo: las escenas descritas tienen
un trazo limpio, una leve variación que las aleja de la monotonía habitual. El
poema entonces se hace crónica, apunte costumbrista en el que la sorpresa
encuentra un hueco. Esa fidelidad al detalle se aleja de lo didáctico; no hay
pretensiones de representar la voz generacional, ni la mezcla coral de lo
gregario: quien habla lo hace por asuntos propios, no para cumplir la solemne
tarea del portavoz.
La arquitectura poemática se alza con el verbo fluido del hombre de la
calle que habla de situaciones vivenciales. Mira el calendario que marca el
tiempo en las largas horas vacías que acumula el final de cada jornada, cuando
todo se reduce a una terca sensación de cansancio y derrota y el cristal se
llena con la plata sucia de lo desvaído.
La expresa mención a la ciudad del título convierte al paisaje urbano es
un escenario omnipresente que muy pocas veces adquiere tintes idílicos. Es un
espacio baudelairiano, que se caracteriza por imágenes que reflejan las
circunstancias existenciales. Sujeto y paisaje forman un todo caracterizado por
una ligazón natural; el entorno crea la atmósfera propicia para que emerjan las
imágenes que contrastan pretérito y presente, experiencia y deseo, carencia y
celebración. El ánimo se apropia de esas imágenes plásticas que nos concede el
paisaje real y con ellas edifica su experiencia verbal.
En las composiciones de Karmelo C. Iribarren se construyen puentes entre
vida y literatura. Aquí, cualquier parecido con la realidad no es mera
coincidencia sino afirmación de vida de un personaje verosímil, el autorretrato
de un desconocido que huye del azar y la impostura. En sus versos hay sitio
para las estampas interiores de la intimidad, ese conjunto de rasgos
sentimentales que define la identidad de un yo concreto. El territorio interior
establece una forma de compartir maneras de ser y de sentir y nos deja las
señas de identidad de un sujeto fiable con el que establecer una relación
amistosa. A esta atmósfera de recogimiento propicia a la confidencia, que deja
sobre la mesa la frágil armazón de lo vivido, le viene bien salir del neutro
territorio del narrador omnisciente y emplear la primera persona. La voz
directa inspira confianza e incluye la proximidad de un plano de detalle; quien
habla lo hace con lucidez inquieta y exigente, con la vibración de un
protagonista implicado y no con el tono neutro y lejano de un personaje
marginal. Las palabras llegan con la cadencia de una voz que nos deja asomarnos
al cauce continuo de su pensamiento. El quehacer poético de Karmelo C. Iribarren amplía la conciencia y está
lleno de efectos secundarios. El poema breve es siempre un adecuado receptáculo
formal. El argumento se articula con una precisión que consolida el desenlace. El
cierre versal alcanza su punto álgido, y concluye esa armonía secreta. Ese
proceso de creación propaga y trasfiere
al lector las continuas indagaciones en la verdad de la existencia.
Supongo que a nadie se le oculta que, en la declinante cuenta de
resultados del mercado editorial de estos años, la triple reedición de una
antología poética como La ciudad en
poco más de una década es campo de confusión y motivo de asombro. El asunto
subraya un caso raro, un intraducible secreto literario, de esos que James
Joyce escondía en sus libros “para mantener ocupados a los críticos durante
trescientos años”; o constata de forma natural, por encima de cualquier duda,
una acertada conjunción de méritos propios en la perdurable labor de Karmelo C.
Iribarren. Sin más interpretaciones; lo que sienta las bases del temblor
cordial con este volumen de poesía es la manera de hacer crónica una poesía
vigorosa y precisa para captar la esencia, emotiva y sin adornos verbales,
oportuna y cercana, que tiende la mano para
rescatar al lector de la intemperie, mientras la ciudad duerme.
( Prólogo de La ciudad, Renacimiento, Sevilla, 2014)