El lamento de Portnoy
Philip Roth
Club Bruguera, Barcelona, 1980
Otra vez las líneas memoriosas de la primera página me informan que
adquirí El lamento de Portnoy, la
novela de Philip Roth que propiciara su éxito popular, en marzo de 1984. El
ejemplar, editado con las características uniformes de aquel catálogo, está
traducido por Adolfo Martín e incluye al inicio un vocabulario de palabras en
yidish que en el decurso del libro conservan su grafía original.
Nada recuerdo
de aquel encuentro con la ficción de Roth y ahora regreso al libro, mientras
leo otra obra, Indignación,
un título tardío, de 2008, que manifiesta notables parentescos con aquella novela,
como si El lamento de Portnoy hubiese
funcionado como compuerta argumental proporcionando tramas que auspician un
desarrollo minucioso.
El celebrado libro es un largo soliloquio rememorativo en boca de
Alexander Portnoy, cuando ha cumplido los treinta y tres años y
tiene una posición social consolidada como abogado defensor de causas sociales.
El calendario marca 1965, pero de aquella década de profundos cambios sociales,
llegan escasos ecos ajenos. La vuelta al pasado entremezcla los primeros
recuerdos del niño en un núcleo familiar judío, atrincherado en el estricto
cumplimiento de la norma y en un canon disciplinario muchas veces
incomprensible para la mentalidad infantil. El crecimiento de Alexander genera
un cuestionamiento tácito del espacio vital que dispara el sentimiento de culpa
y desajusta la adaptación del sujeto a una sociedad abierta.
El sexo como descubrimiento del sujeto constituye una auténtica
explosión emotiva, un acto de afirmación que desemboca en un azaroso onanismo,
en una patología narrada con un desparpajo hilarante que recuerda a los
procedimientos formales de Trópico de
cáncer, el libro de Henry Miller. Las escenas del desaforado despertar
erótico están plagadas de momentos hilarantes y la crudeza del vocabulario
tiene un sonido mitigado, una cadencia de autoflagelación controlada.
Más que un retrato de grupo sobre la sensibilidad comunitaria judía de
la época, El lamento de Portnoy moldea una identidad convertida por la
introspección en personaje central: los otros existen en cuanto se relacionan
con él, pero raras veces se aceptan sus posiciones. Sólo cuando se calla, como
sugiere la definitiva frase final, se puede empezar a actuar.
En su enorme parcela de egoísmo, Portnoy descarga sobre sí el
strepitoso fracaso de su vida ética. Nos muestra la imagen más veraz de su
carácter, una absoluta indiferencia moral que todavía convalece. Su neurosis
presenta una notable variedad de ramificaciones. Es un paciente perfecto para
la psiquiatría.
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