La luz que enciende el cuerpo Ioana Gruia Premio de Poesía Hermanos Argensola 2021 Editorial Visor Madrid, 2021 |
PIEL Y LATIDOS
Antes de iniciar la lectura de La luz que enciende el cuerpo la memoria
recupera, de inmediato, un recuerdo personal. El dibujo de cubierta “Sol de la mañana” del
pintor estadounidense Edward Hopper, también se reproducía en La vendedora de tiempo, novela publicada
en 2013 que la autora presentó en Madrid. Fue en uno de los colegios mayores de la
Ciudad Universitaria, con excelente respuesta de público. Tal contingencia de
repetir la ilustración de portada conforma la sensación de que en los poemarios
de Ioana Gruia, El sol en la fruta (2011)
y Carrusel (2016) y La luz que enciende el cuerpo (2021) habita la misma
sensibilidad que en sus propuestas narrativas. Ambas estrategias expresivas
persiguen la confidencial claridad de la amanecida; arropan esa conciencia
íntima del discurrir que busca en la memoria el rumor misterioso de la existencia, disperso entre
las cosas del entorno.
La escritora, nacida en Bucarest en 1978, pero residente desde hace muchos años en Granada, donde ejerce como profesora universitaria, abre su libro con el apartado “Las mujeres de Hopper”; los textos proponen un diálogo directo con los cuadros. Las composiciones, plenas de enunciados descriptivos desde una perspectiva realista, respiran el aire cálido de las imágenes, una densa floración de sensaciones donde se aglutina soledad, deseo, esperanza y el pálpito vital que emana desde la desnuda belleza de los cuerpos en la ebriedad de los sentidos.
El apartado homónimo “La luz que enciende el cuerpo” invita a un largo viaje entre los pliegues del yo más íntimo. Así se percibe en el verbo confidencial de “Salvavidas” que hace del erotismo y su celebración una lumbre, como se revela en la calidez de sus versos: “Soy una llama acuática, ventana / abierta al cuerpo nuevo, luminoso, / alumbrado del sexo con la lengua, / con los dedos que se hunden en la noche”. El recuerdo asedia el pensamiento y se convierte en fuerza interna para fijar el imaginario deslumbrante del deseo, su resplandor callado cuando acecha la noche en soledad. Se hace canción y vida reclamando la voz común de lo femenino. La afirmación de su quehacer tiene en la escritura un cuarto propio y un aliento común que reivindica la pulpa impetuosa de la vida, su libertad pactada, su vuelo ante los otros.
La compilación central lleva por título “La música secreta” y en ella se ejercita la contemplación. Un yo desdoblado se observa en cada gesto diario para conocer mejor la sintaxis enredada de su identidad. Desde ese desdoblamiento nacen las secuencias de un largo trayecto que aglutina instantáneas y conocimiento. Ellas conforman el patrimonio confidencial de la casa encendida, los desasosegados gestos de vivir y el sustrato de sombras que subrayan “la sensación de haberse equivocado en algo decisivo”, como advirtiera Luis Rosales en los versos memorables de “Autobiografía”. La voluntad de ser ha sumado los pasos de un caminar torcido; el discurrir tapona salidas y crea desconcierto; advierte en sus meandros sobre el aprendizaje de la decepción. Queda el amor y el cauce sentimental como esperanza de salvación y regreso, como manos que alzan muros firmes de fuerza y alegría, que llenan de energía piel y latidos.
El poema “La música secreta” hilvana su argumento como centro exacto de un tiempo que arrastra y se distancia hacia una vida nueva. Es casi una balada que tiene el orden claro del acorde; la música feliz de un pentagrama de notas cotidianas, previsibles, inquietas, que buscan su sentido y su armonía en el estar diario.
El yo también se hace protagonista de “Parque interior” en composiciones como “Genealogía”, un cálido recuerdo familiar a los progenitores, y en otros textos evocativos, donde retorna ese tiempo auroral que inventa los recuerdos y su verdad precaria. Los contornos de “Canciones” alumbran una expresión poética definida por la melancolía de la ausencia, o con los miedos que habitan paisajes interiores donde la luz no llega. Otras composiciones tienden sus versos para mostrar las grietas de lo perdido o los movimientos de la soledad que solo en la música encuentra un poco de compañía.
Integrados en “La casa de mi piel” y “Epílogo”, los últimos poemas dejan una estela de nombres propios, cargada de significado emocional y del vitalismo de la lucidez: Luis García Montero, Joan Margarit, Cesare Pavese; son poetas que comparten la indagación reflexiva de la arquitectura poética, la sensación de alinearse en el tacto hospitalario de una lírica sentimental, cuajada de emoción y sustrato autobiográfico: “Quedémonos aquí, en este banco, / me dijiste, y volvió mi adolescencia / con esa luna encima del barranco / y aquella sensación de pertenencia / al latido del mundo en una piel”.
Ioana Gruia abre un profundo surco de afinidad y reconocimiento con la idea del poema como casa habitable y viaje introspectivo. Con ese acorde, las breves reflexiones de Luis García Montero en la contraportada miran el ideario de La luz que enciende el cuerpo con la cadencia de un cántico liberador, que expone la dimensión espiritual del cuerpo. Queda en los versos el sustrato humano de un pensamiento poético que en cada instante proclama desasirse de lo contingente y anhela una respiración de claridad, el despertar de un día propicio al asombro de ser, “cuya verdad forma parte de nuestra verdad”.
La escritora, nacida en Bucarest en 1978, pero residente desde hace muchos años en Granada, donde ejerce como profesora universitaria, abre su libro con el apartado “Las mujeres de Hopper”; los textos proponen un diálogo directo con los cuadros. Las composiciones, plenas de enunciados descriptivos desde una perspectiva realista, respiran el aire cálido de las imágenes, una densa floración de sensaciones donde se aglutina soledad, deseo, esperanza y el pálpito vital que emana desde la desnuda belleza de los cuerpos en la ebriedad de los sentidos.
El apartado homónimo “La luz que enciende el cuerpo” invita a un largo viaje entre los pliegues del yo más íntimo. Así se percibe en el verbo confidencial de “Salvavidas” que hace del erotismo y su celebración una lumbre, como se revela en la calidez de sus versos: “Soy una llama acuática, ventana / abierta al cuerpo nuevo, luminoso, / alumbrado del sexo con la lengua, / con los dedos que se hunden en la noche”. El recuerdo asedia el pensamiento y se convierte en fuerza interna para fijar el imaginario deslumbrante del deseo, su resplandor callado cuando acecha la noche en soledad. Se hace canción y vida reclamando la voz común de lo femenino. La afirmación de su quehacer tiene en la escritura un cuarto propio y un aliento común que reivindica la pulpa impetuosa de la vida, su libertad pactada, su vuelo ante los otros.
La compilación central lleva por título “La música secreta” y en ella se ejercita la contemplación. Un yo desdoblado se observa en cada gesto diario para conocer mejor la sintaxis enredada de su identidad. Desde ese desdoblamiento nacen las secuencias de un largo trayecto que aglutina instantáneas y conocimiento. Ellas conforman el patrimonio confidencial de la casa encendida, los desasosegados gestos de vivir y el sustrato de sombras que subrayan “la sensación de haberse equivocado en algo decisivo”, como advirtiera Luis Rosales en los versos memorables de “Autobiografía”. La voluntad de ser ha sumado los pasos de un caminar torcido; el discurrir tapona salidas y crea desconcierto; advierte en sus meandros sobre el aprendizaje de la decepción. Queda el amor y el cauce sentimental como esperanza de salvación y regreso, como manos que alzan muros firmes de fuerza y alegría, que llenan de energía piel y latidos.
El poema “La música secreta” hilvana su argumento como centro exacto de un tiempo que arrastra y se distancia hacia una vida nueva. Es casi una balada que tiene el orden claro del acorde; la música feliz de un pentagrama de notas cotidianas, previsibles, inquietas, que buscan su sentido y su armonía en el estar diario.
El yo también se hace protagonista de “Parque interior” en composiciones como “Genealogía”, un cálido recuerdo familiar a los progenitores, y en otros textos evocativos, donde retorna ese tiempo auroral que inventa los recuerdos y su verdad precaria. Los contornos de “Canciones” alumbran una expresión poética definida por la melancolía de la ausencia, o con los miedos que habitan paisajes interiores donde la luz no llega. Otras composiciones tienden sus versos para mostrar las grietas de lo perdido o los movimientos de la soledad que solo en la música encuentra un poco de compañía.
Integrados en “La casa de mi piel” y “Epílogo”, los últimos poemas dejan una estela de nombres propios, cargada de significado emocional y del vitalismo de la lucidez: Luis García Montero, Joan Margarit, Cesare Pavese; son poetas que comparten la indagación reflexiva de la arquitectura poética, la sensación de alinearse en el tacto hospitalario de una lírica sentimental, cuajada de emoción y sustrato autobiográfico: “Quedémonos aquí, en este banco, / me dijiste, y volvió mi adolescencia / con esa luna encima del barranco / y aquella sensación de pertenencia / al latido del mundo en una piel”.
Ioana Gruia abre un profundo surco de afinidad y reconocimiento con la idea del poema como casa habitable y viaje introspectivo. Con ese acorde, las breves reflexiones de Luis García Montero en la contraportada miran el ideario de La luz que enciende el cuerpo con la cadencia de un cántico liberador, que expone la dimensión espiritual del cuerpo. Queda en los versos el sustrato humano de un pensamiento poético que en cada instante proclama desasirse de lo contingente y anhela una respiración de claridad, el despertar de un día propicio al asombro de ser, “cuya verdad forma parte de nuestra verdad”.
JOSÉ LUIS MORANTE
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