La piel de la naranja Paula Bozalongo Prólogo de Frank Báez Ediciones Hiperión / Poesía Madrid, 2022 |
FOTOGRAMAS
Antes de abordar la lectura de La
piel de la naranja de Paula Bozalongo (Granada, 1991, arquitecta y poeta, recuerdo
dos circunstancias íntimamente ligadas al trayecto poético de la escritora: la obtención
del XXIX Premio de Poesía Hiperión en 2014 y el Premio Bridges of Struga, concedido por la Unesco en el Festival de Poesía
de Struga (Macedonia) a la mejor amanecida de una voz nueva, con el libro Diciembre
y nos besamos (Hiperión, 2014).
Los reconocimientos impulsaron una excelente acogida crítica y la presencia en
antologías como Re-Generación (2016)
que la ubicaba entre los nombres propios más representativos del ahora poético.
Pero la poeta no cambió el paso y siguió trabajando a ritmo lento, mientras
concluía sus estudios de arquitectura. Ese transitar sosegado deja ahora una
nueva estación poética de la que Ángeles Mora, en su luminoso apunte de
contracubierta, escribe: “Desde el comienzo del libro, la autora se sitúa dentro
de una genealogía familiar que la llevó y la lleva de la mano, pero de la que
tenía que ir despegándose inevitablemente hasta poder construir el territorio
propio, es decir, su necesaria soledad”.
Sirve de umbral a La piel de la naranja una indagación introductoria del poeta, narrador y cronista dominicano Frank Báez. Desde la anécdota del primer encuentro entre ambos escritores en un festival de Bogotá va naciendo un magma literario de complicidad que se asienta en un conocimiento profundo de esta propuesta, a la que ha visto crecer con un “tono sobrio, ordenado y preciso” que tiene algo de tabla de naufragio donde soportar a solas la intemperie. Por tanto, es un libro en el que se entrelaza la experiencia personal y la escritura como asentamiento y equilibrio del transitar del tiempo.
La voz poética se alía con el despojamiento expresivo para recorrer un itinerario de conocimiento. El poema escucha; sondea el rumor confidencial que hace recuento de pérdidas y ausencias: “Los desperfectos hacen / incómoda una casa / pero aquellas presencias que no acaban de irse / la hacen inhabitable”. El dolor y la sombra abren rincones que convulsionan todas las palabras. La emoción se hace un registro fuerte, un puente esencial de acercamiento al yo interior y las contingencias de la realidad como molde del espacio vital. Quien percibe toma conciencia de que lo que sucede es grave y significativo, agrieta la calma y envuelve en sombra lo que toca. La enfermedad se hace estridencia, retumba en cada célula y deja un mensaje de finitud e impotencia en un hablante con una identidad conformada de sustratos emocionales y perspectiva filial. La madre es el centro del poema y quien escribe no puede desprenderse del limo turbio de la enfermedad, una presencia inesperada que provoca el dolor y la queja, las erosiones del derrumbe, como si el miedo fuese el único cordón umbilical. Testigo de un tiempo desapacible, la palabra se hace insistente evidencia y lugar de encuentro del propio latido: “Somos un par / de magnitudes físicas observables. / Somos nada, / principio de incertidumbre / que necesita al otro / para encontrar su sitio: / solo en sus ojos, / solo entre sus manos”.
El camino argumental integra, junto al habitual poema breve, algunas composiciones en prosa poética en las que se evidencia la textura reflexiva. Es el caso de “Todas las casas están torcidas…” cuyo texto refleja una nítida sensibilidad onírica conectada con el discurso arquitectónico: ese equilibrio inestable es una manera de percibir la realidad que recuerda el sentir lírico de Joan Margarit cuando afirmaba que la poesía requiere un cálculo de estructuras; es un empeño en encontrar la máxima resistencia con los mínimos materiales. Paula Bozalongo también nos deja su propia poética: en “Jarabe contra el ruido””: “Escogí la poesía / por la ficción honesta, / por ser un ritmo ajeno / al miedo de los días. / Escogí la poesía / porque hace de cada lágrima / un frasco de jarabe contra el ruido, / y advierte su prospecto: / en esta irrealidad / también son imposibles los finales “.
El poema que da título al libro deja en primer plano los rasgos nucleares de La piel de la naranja desde una anécdota infantil: la búsqueda incesante de la perfección que dé sentido a un tiempo de intemperie y soledad. Más que un juego infantil, pelar una naranja suponía cortar la piel como un camino continuo sobre la cáscara expandida e ilesa, dispuesta a mostrar su longitud en espiral.
Paula Bozalongo explora en su poesía la soledad congénita del ser y también la pulsión expresiva del pasado. La pérdida del añorado entorno familiar obliga a buscar nuevas raíces y alzar los muros de otra casa que afronte una implacable resistencia al tiempo. El tono confidencial del poema, despojado, escueto y esencial, nunca pierde la conciencia de lo temporal. El afán introspectivo descubre un miedo silente que obliga a buscar compañía y complicidad en otras pupilas que conforman la periferia del yo. Todo es transitorio y perecedero. Y hay que esforzarse en mantener ilesa la piel de la naranja o sumar sus fragmentos, como si nada hubiera sucedido.
Sirve de umbral a La piel de la naranja una indagación introductoria del poeta, narrador y cronista dominicano Frank Báez. Desde la anécdota del primer encuentro entre ambos escritores en un festival de Bogotá va naciendo un magma literario de complicidad que se asienta en un conocimiento profundo de esta propuesta, a la que ha visto crecer con un “tono sobrio, ordenado y preciso” que tiene algo de tabla de naufragio donde soportar a solas la intemperie. Por tanto, es un libro en el que se entrelaza la experiencia personal y la escritura como asentamiento y equilibrio del transitar del tiempo.
La voz poética se alía con el despojamiento expresivo para recorrer un itinerario de conocimiento. El poema escucha; sondea el rumor confidencial que hace recuento de pérdidas y ausencias: “Los desperfectos hacen / incómoda una casa / pero aquellas presencias que no acaban de irse / la hacen inhabitable”. El dolor y la sombra abren rincones que convulsionan todas las palabras. La emoción se hace un registro fuerte, un puente esencial de acercamiento al yo interior y las contingencias de la realidad como molde del espacio vital. Quien percibe toma conciencia de que lo que sucede es grave y significativo, agrieta la calma y envuelve en sombra lo que toca. La enfermedad se hace estridencia, retumba en cada célula y deja un mensaje de finitud e impotencia en un hablante con una identidad conformada de sustratos emocionales y perspectiva filial. La madre es el centro del poema y quien escribe no puede desprenderse del limo turbio de la enfermedad, una presencia inesperada que provoca el dolor y la queja, las erosiones del derrumbe, como si el miedo fuese el único cordón umbilical. Testigo de un tiempo desapacible, la palabra se hace insistente evidencia y lugar de encuentro del propio latido: “Somos un par / de magnitudes físicas observables. / Somos nada, / principio de incertidumbre / que necesita al otro / para encontrar su sitio: / solo en sus ojos, / solo entre sus manos”.
El camino argumental integra, junto al habitual poema breve, algunas composiciones en prosa poética en las que se evidencia la textura reflexiva. Es el caso de “Todas las casas están torcidas…” cuyo texto refleja una nítida sensibilidad onírica conectada con el discurso arquitectónico: ese equilibrio inestable es una manera de percibir la realidad que recuerda el sentir lírico de Joan Margarit cuando afirmaba que la poesía requiere un cálculo de estructuras; es un empeño en encontrar la máxima resistencia con los mínimos materiales. Paula Bozalongo también nos deja su propia poética: en “Jarabe contra el ruido””: “Escogí la poesía / por la ficción honesta, / por ser un ritmo ajeno / al miedo de los días. / Escogí la poesía / porque hace de cada lágrima / un frasco de jarabe contra el ruido, / y advierte su prospecto: / en esta irrealidad / también son imposibles los finales “.
El poema que da título al libro deja en primer plano los rasgos nucleares de La piel de la naranja desde una anécdota infantil: la búsqueda incesante de la perfección que dé sentido a un tiempo de intemperie y soledad. Más que un juego infantil, pelar una naranja suponía cortar la piel como un camino continuo sobre la cáscara expandida e ilesa, dispuesta a mostrar su longitud en espiral.
Paula Bozalongo explora en su poesía la soledad congénita del ser y también la pulsión expresiva del pasado. La pérdida del añorado entorno familiar obliga a buscar nuevas raíces y alzar los muros de otra casa que afronte una implacable resistencia al tiempo. El tono confidencial del poema, despojado, escueto y esencial, nunca pierde la conciencia de lo temporal. El afán introspectivo descubre un miedo silente que obliga a buscar compañía y complicidad en otras pupilas que conforman la periferia del yo. Todo es transitorio y perecedero. Y hay que esforzarse en mantener ilesa la piel de la naranja o sumar sus fragmentos, como si nada hubiera sucedido.
JOSÉ LUIS MORANTE
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.