La fuerza del desaliento Ángel González y la poesía del medio-siglo español Pablo Carriedo Castro Editorial Devenir, Ensayo Madrid, 2016 |
LA PRIMERA
POESÍA DE ÁNGEL GONZÁLEZ
Desde su gestación, el grupo del 50 no ha hecho sino afianzar un
magisterio vigente y dar continuidad al paso firme de promociones posteriores. Así lo constata
el incansable fluir de monografías, debates y ensayos que exploran el legado de
sus nombres más relevantes, entre los cuales es vértice cimero el
poeta ovetense Ángel González (1925-2008). Al primer tramo de su travesía dedica un detallado enclave crítico Pablo Carriedo Castro (León,
1978), doctor en Filología Hispánica, especialista en Teoría Crítica y autor
del volumen Pedro Garfias y la poesía de
la Guerra Civil española.
El prólogo incide en la relevancia del
asturiano y su proyección intelectual y expone los motivos que justifican la
lírica inicial de Ángel González como argumento reflexivo. Es el tramo donde se
moldea la personalidad creadora que entregas posteriores fortalecen con
manifiesta coherencia. La etapa abarca las entregas Áspero mundo (1956), Sin esperanza, con convencimiento
(1961), Grado elemental (1962), Palabra sobre palabra (1965), Tratado
de urbanismo (1967) y el libro de cierre Breves acotaciones para una biografía, editado en 1969. En suma,
una cosecha con un entorno biográfico condicionado de lleno por la realidad
histórica. El sujeto verbal interroga, juzga, asiente y elabora trazos de un
discurso ideológico y de una sensibilidad característica. El yo no se repliega
sobre sí mismo porque el devenir resulta ineludible. De este modo, la escritura
se convierte en testigo y conciencia de ser. El arte poética se reconcilia con
la verdad de la Historia y asoma en cada poema una reflexión sobre el tiempo.
La fuerza del desaliento. Ángel González y
la poesía del medio- siglo español plantea en su arranque una intensa
indagación sobre los días de infancia, donde se producen dos acontecimientos con
inmediatos efectos secundarios: la revolución minera asturiana del 34, que
lleva como coda una feroz represión, y el pronunciamiento militar
de 1936. Para recrear el periodo el ensayista recurre con frecuencia a la
novela de Luis García Montero Mañana no
será lo que Dios quiera, sondeo biográfico de gran verosimilitud porque se
basa en los recuerdos del poeta y en las anotaciones de carpetas destinadas, en
principio, a elaborar un diario personal.
De estas páginas emerge la idea de la niñez como etapa áulica, un
paraíso feliz en el que todo sucedía a resguardo. La existencia guarda un espacio
de luz, una recreación idealizada y sin fisuras. Por tanto, el entorno es un
elemento clave de la educación sentimental que muda con severidad en el
trascurso de la guerra civil. Cuando concluye la contienda es otra la identidad:
el niño deja en el umbral a un joven marcado por la derrota republicana que debe
adaptarse de inmediato a una situación familiar sombría. La nueva España es un
país quebrado, con ánimo revanchista, donde se imponen las líneas centrales del
nacionalcatolicismo. La cultura se tutela y en ese monopolio ideológico no hay
grietas: es la primavera del endecasílabo que convive con el ideario falangista.
El tiempo discurre lentamente. Ángel González concluye bachillerato y
comienza a estudiar derecho y diversas asignaturas de Magisterio. Es la etapa,
entre 1946 y 1949 en la que se escriben los primeros poemas. Vive un paréntesis
de tres años, recluido en Paramo del Sil, en la montaña leonesa, donde se cura
de una tuberculosis. Allí lee obras esenciales en su formación.
Resultan decisivas la Segunda antología
de Juan Ramón Jiménez, y algunas salidas de la generación del 27, junto a la
antología sobre poesía española contemporánea preparada por Gerardo Diego. En
estos libros encuentra un amplio repertorio de modelos e influencias. Esta
biblioteca formativa crece al regreso cuando toma contacto con la poesía social
en las voces de Blas de Otero, Gabriel Celaya, José Hierro y otros
antiformalistas. Mientras, aparecen algunos trabajos en prosa como crítico
musical de un periódico asturiano.
Otro apartado del libro describe la foto de grupo del medio siglo. La
generación del 50 aglutina identidades que se mueven en un tejido sociológico
cubierto por un magma totalitario que persigue cualquier apertura ideológica.
Se ve en el análisis de variables del momento: la vigencia de la censura, los
grupos editoriales más representativos, las revistas que muestran los nombres
en boga y la andadura del incipiente movimiento realista donde desemboca la
literatura de Ángel González.
El crítico valora el relieve que tuvo la instalación en Madrid
y la mano tendida de Vicente Aleixandre, a quien conoce a través de Carlos
Bousoño, amigo de infancia y ya reputado poeta y ensayista. Allí asiste a
tertulias, establece contactos personales, y suma amistades valiosas. También
vive temporalmente en Sevilla y en Barcelona, donde Manuel Lombardero le
consigue un puesto de lector y corrector, y donde nace su obra en prosa, El maestro, un texto didáctico que
enaltece la función social de la docencia.
1956 es un año decisivo para el escritor. Aparece Áspero mundo, reconocido con un accésit del Premio Adonais, y
entabla relación con el núcleo central de la Escuela de Barcelona, en un
proceso de acercamiento amistoso que servirá más tarde como efectiva
plataforma. El ámbito amical será una constante del grupo – así lo subraya el
aserto de Carme Riera: “partidarios de la felicidad”- que no impide el camino
en solitario de cada integrante. La arquitectura creativa de Áspero mundo descubre los elementos
esenciales del recorrido posterior: la voz testimonial, el estado de
incertidumbre ante la realidad, la restauración onírica del pasado y de las
ilusiones, la perspectiva amorosa o el componente existencial. Son señas de
identidad que permiten adivinar trazos del dibujo general de Ángel González.
La montaña bibliográfica que ha acumulado el sesgo creador de la
generación del 50 casi anula el descubrimiento de facetas novedosas o
inexploradas. Ahí están, rotundos e inalterables, los acercamientos de Emilio Alarcos
Llorach, Laureano Bonet, Carme Riera, junto a las páginas autobiográficas de
Carlos Barral, José Manuel Caballero Bonald, o Jaime Gil de Biedma que comentan
con voz testimonial y directa las contingencias personales. El trabajo de Pablo
Carriedo, minucioso y expansivo, completa y da continuidad a sendas ya trazadas
y aglutina con precisa cronología el tramo inicial de Ángel González, con un enfoque
argumental notable del contexto histórico. La
fuerza del desaliento condensa el fluir de una existencia creadora en
íntima empatía con su época. Despliega el legado de una voz que personaliza la
mejor tradición de nuestra poesía.
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