Oscura hierba Mónica Doña Nota de contracubierta de Ángeles Mora Ediciones Sonámbulos Granada, 2023 |
GOLPES DE LUZ
Hace muy pocos meses apareció la antología Esta voz que me escribe (La Edad del Agua, 2022), una compilación de voces femeninas de Granada, con texto de introducción de Luis García Montero y notas finales de Francisco David Ruiz. En las páginas de aquella selección, junto a Ángeles Mora, Carmen Canet, Ioana Gruia, Teresa Gómez y Trinidad Gan, estaba Mónica Doña porque no puede entenderse su cosecha obra lírica sin el entorno vitalista y pleno de luz de la ciudad de la Alhambra. Nacida en Jaén, pero residente en Granada desde los primeros pasos del siglo XX, comienza su práctica poética en el año 2000 con el poemario Nueve lunas que, tras un largo silencio de más de una década, expande límites con las entregas La cuadratura del plato (2011), Adiós al mañana (2014), ¿Quién teme a Telma & Louise? y Mundo fantasma.
En todas estas amanecidas se percibe una voluntad estética figurativa y una dicción limpia e intimista. La poeta bebe en las aguas transparentes de la poesía de la experiencia y hace de la temporalidad y lo cotidiano estratos argumentales básicos, junto a la huella fuerte del cine y su lenguaje visual. En la nueva entrega Oscura hierba emplea como única cadencia versal la frágil estrategia del haiku. Ángeles Mora, en su sabia nota de contracubierta, advierte que Mónica Doña se acerca a la tradicional estrofa japonesa con el verbo conciso de un golpe de luz. Desde la brevedad de los tres versos explora los contraluces cambiantes del entorno; nunca describe sino que indaga dentro para percibir latidos y vibraciones. De esta mirada nace el haiku como escueto fogonazo de un paisaje interior que va mostrando rincones del yo, para establecer la senda caligráfica del tiempo. Mónica Doña precisa el contorno semántico de Oscura hierba como una compilación de instantes poéticos, donde es perceptible la aleación entre pensamiento y filosofía para buscar la imagen “sorprendente y magnética” en la mínima arquitectura verbal del haiku, entre las contingencias anímicas de la subjetividad y la cartografía de un espacio cotidiano cambiante que respira habitado por la paradoja y la inquietud existencial.
Mónica Doña organiza los haikus en tres secciones. En la primera, “Caída libre”, que se abre con una cita de Miguel Hernández, se busca el tono narrativo del testigo que enuncie de forma directa, sin interrupciones digresivas: “Me baño y miro / los ojos transparentes / de las burbujas”, “En la laguna / la grulla equilibrista / alza una pata”, “Nunca están solas / las cerezas van siempre / de dos en dos”.
Llega al lector el deje manifiesto de una percepción cerrada, sin líneas colaterales. En este apartado destacan las pinceladas poéticas nacidas de la contemplación de un cuadro. La pintura se vuelve hilo argumental para ver a cada artista más allá del epitelio cromático, para interpretar los parámetros estéticos que convocan a la emoción.
La poeta, en el tramo central “Oscura hierba” que da título al libro, no duda en afrontar el otoño de la incertidumbre que dispersa el discurrir. La naturaleza es plenitud, pero también contorno de sombra, finitud, estar transitorio: “Pasos efímeros. / la arena de las dunas / no deja huellas”, “Obsceno octubre / bajo las arbledas / que se desnudan”, “Entre dos luces / todo cambia. Me acoge / la oscura hierba.”
Los trazos insomnes de “Caligrafías” cierran las páginas de Oscura hierba. Con ese sentimiento de comunión directa con el instante y las formas que nos rodean hasta donde alcanza la vista, la mano de Mónica Doña escribe. Hace de cada haiku una manera de estar. No hay imperativos urgentes sino itinerarios sensoriales. Se incorporan al patrimonio cognitivo de quien vive la existencia como un caminar hacia el asombro y la experiencia, esa entera verdad del tiempo que se escribe para dar fe de vida: “Cualquier fisura / puede albergar semillas / que un día brotan “.
Mónica Doña organiza los haikus en tres secciones. En la primera, “Caída libre”, que se abre con una cita de Miguel Hernández, se busca el tono narrativo del testigo que enuncie de forma directa, sin interrupciones digresivas: “Me baño y miro / los ojos transparentes / de las burbujas”, “En la laguna / la grulla equilibrista / alza una pata”, “Nunca están solas / las cerezas van siempre / de dos en dos”.
Llega al lector el deje manifiesto de una percepción cerrada, sin líneas colaterales. En este apartado destacan las pinceladas poéticas nacidas de la contemplación de un cuadro. La pintura se vuelve hilo argumental para ver a cada artista más allá del epitelio cromático, para interpretar los parámetros estéticos que convocan a la emoción.
La poeta, en el tramo central “Oscura hierba” que da título al libro, no duda en afrontar el otoño de la incertidumbre que dispersa el discurrir. La naturaleza es plenitud, pero también contorno de sombra, finitud, estar transitorio: “Pasos efímeros. / la arena de las dunas / no deja huellas”, “Obsceno octubre / bajo las arbledas / que se desnudan”, “Entre dos luces / todo cambia. Me acoge / la oscura hierba.”
Los trazos insomnes de “Caligrafías” cierran las páginas de Oscura hierba. Con ese sentimiento de comunión directa con el instante y las formas que nos rodean hasta donde alcanza la vista, la mano de Mónica Doña escribe. Hace de cada haiku una manera de estar. No hay imperativos urgentes sino itinerarios sensoriales. Se incorporan al patrimonio cognitivo de quien vive la existencia como un caminar hacia el asombro y la experiencia, esa entera verdad del tiempo que se escribe para dar fe de vida: “Cualquier fisura / puede albergar semillas / que un día brotan “.
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