martes, 14 de mayo de 2024

KARMELO C. IRIBARREN. LA ÚLTIMA DEL DOMINGO

La última del domingo
Karmelo C. Iribarren
Premio de Poesía Hermanos Argensola 2023
Colección Visor de Poesía
Madrid, 2024




PUESTA EN ESCENA


 
   Sin afectación intelectual y con la serena cercanía de la confidencia, la poesía de Karmelo C. Iribarren (Donosti, 1959) nunca pretendió ser otra cosa que felicidad lectora, un refugio seguro. Marcar la piel del agua de un vivir impuesto y rutinario que hace de las calles crepusculares una puesta en escena, aparentemente desatina y gélida, como esas horas grises de las atardecidas del domingo. No se elige ser; se sobrevive frente a los zarpazos de lo contingente, mientras el entusiasmo se constipa. Un estar desmembrado que deja el ánimo convaleciente y salpicado de escepticismo, convencido de que lo imprevisible anula la voluntad y tiene siempre la última palabra. Con esa filosofía ha ido creciendo en el tiempo el discurso poético del donostiarra hasta convertirse en una realidad tangible, en un legado pleno de solidez y fuerza emocional del que da buena cuenta Poesía completa (1993-2018) una geografía de entregas transitables con pórtico de Pedro Simón. El prologuista escribe:”Karmelo nos recuerda que no sólo somos las cosas que nos pasan, sino sobre todo las cosas que no nos pasan. Somos los trenes que no cogimos. Los amores que no tuvimos. Las veces que preferimos quedarnos quietos…”
   Aquella entrega parecía el escogido andén de un particular ciclo literario, una puerta de cierre que clausuraba por un tiempo la conexión emocional con la poesía. Pero las constantes vitales del poema siguen, son un continuo que se mantiene en vigor, incluso en estado latente, bajo mínimos, para retornar con fuerza al primer plano para manifestar de nuevo el ser de la existencia. Así nacen ahora los poemas de La última del domingo, ganador del Premio de Poesía Hermanos Argensola 2023, prestigioso certamen convocado por el Ayuntamiento de Barbastro.
   Vigilia y sueño se entrelazan para apagar la noche y dejar paso a la amanecida, ese territorio del sujeto verbal  en el que aflora la soledad, como un vaivén de olas que no deja de alcanzar el litoral diario, ese espacio de la monotonía en el que la rutina se hace fuerte: “Después de las catástrofes y las guerras, / después del infierno del desamor, / aparece ella, / como si nada, / y te ayuda a seguir adelante.” El paso rutinario es riguroso en sus límites, mantiene el ánimo tranquilo pero no anula el quebranto, ese paso cambiado del azar que trastoca razones emocionales. Este proceso, oscuro y lleno de interrogantes, reactualiza esperanzas y concede al poema otra oportunidad. La escritura es entonces un claro testimonio de lo mudable, una forma de observar síntomas que advierten que crecen cerca las expectativas y los logros, los devaneos de una realidad personal que incluso admite la lógica de la apariencia, los chistes malos, la inquietud y el desánimo: “La insensatez / campa a sus anchas por el mundo, / es necesario / acometer pequeños actos de cordura, / equilibrar un poco la balanza”.    
   El entorno conjuga sensaciones, convierte al protagonista verbal en una presencia que deja libertad a pensamiento y sentidos, que comparte los estados de ánimo del paisaje para que guarde sitio a las emociones y al despliegue de afectos, mientras el tiempo escribe su propia biografía.  De cuando en cuando el sujeto se vuelve hacia sí mismo para compartir las impresiones de una lectura, como sucede en “Historia de un poema”. Se mira en el espejo de lo autobiográfico para hacer un retrato de su estar entre palabras y de la aparente nadería crepuscular de lo laborable, hecha de menudencias destinadas a perderse en cualquier callejón de la memoria.
   Quien escribe retorna sobre sus pasos y busca matices nuevos en los itinerarios conocidos. Cuando habla del transitar colectivo se siente un aprendiz constante, una sombra diluida y fugaz; un habitual del conocimiento y la memoria que cuando sale de su recinto íntimo se lleva alguna ropa de entretiempo y el escepticismo pesimista de Cioran, como terapia básica contra el derrumbe: “Una dosis de Cioran / por las mañanas / me inmuniza para el resto del día. / Gracias a ella, / la estupidez y la maldad / no me cogen por sorpresa / y hasta pueden arrancarme una sonrisa / si sus efectos / al final resultan / más ridículos que fatales”.
   De cuando en cuando despierta, en el aire reflexivo del poema y sus divagaciones sobre la temporalidad, la brisa fresca de la ironía y el terapéutico sentido del humor. Las pequeñas dosis de pigmentos coloristas que dibujan sonrisa en las palabras. Vemos sus contornos en poemas como “El hartazgo de los ascensores” y “Damnificados”, composición en torno al mal trago de la felicidad de los otros, o el excelente “Ráfagas de optimismo” que convierte las conjeturas sobre la ausencia de amigos y conocidos en la posibilidad de una simple mudanza.
   El ámbito argumental de La última del domingo alterna en su dominio los pasos enmarañados del pensamiento, que llenan de incertidumbre e indagaciones tantas presencias anónimas, y los escaparates encendidos del ahora con sus rincones de claridad y penumbra. Precisas y con honda capacidad emotiva, las breves composiciones rastrean el azaroso oficio de vivir, ese espacio desangelado que marca a las razones del sujeto las zonas de supervivencia, el lugar donde la tinta blanca de la aurora encuentra sitio para el pasar machadiano, para ser protagonistas secundarios en los difusos papeles de una nueva representación.

JOSÉ LUIS MORANTE





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