Poemas a la muerte
Emily Dickinson
Selección, traducción y prólogo de Rubén Martín
Bartleby Editores, Madrid, 2010
La liviana biografía de Emily Dikinson genera un inagotable venero especulativo entre los investigadores literarios, como si la trama de una identidad casi anónima no se correspondiera con un logro creativo que parece surgir por generación espontánea y que no se hace público en su totalidad hasta mediados del siglo XX, cuando adquiere el reconocimiento que todavía mantiene, con un prestigio en la literatura norteamericana comparable a Edgar Allan Poe o Walt Whitman. De los dos millares de poemas que se atribuyen a la autora sólo siete fueron publicados en vida; los cuadernos manuscritos dados a conocer por su hermana menor Lavinia, tras la muerte de Emily, fueron una sorpresa y aunque se publicaron algunos años después, la edición canónica del corpus lírico de Emily Dikinson es la realizada en 1955 por Thomas H. Johnson, quien también editó su voluminosa correspondencia, un material muy útil para entender la razón escritural y un espejo de reconocimiento que utiliza los mismos recursos compositivos y similar filosofía. En una de sus cartas, la poeta hace esta semblanza autobiográfica: “No tengo ningún retrato, pero soy pequeña como el gorrión y tengo el pelo hirsuto como el Zurrón de la Castaña- y los ojos como el Jerez que deja el huésped en la copa”.
Nacida en Nueva Inglaterra, cerca de Boston, en 1830 y muerta en su pueblo natal, Amherst, Massachusetts, en 1886, se crió en el seno de una culta familia protestante que le proporcionó una sólida formación humanista, completada en el Seminario de Mount Holyoke. Desde los treinta años vivió encerrada en su domicilio familiar, en un entorno alejado de cualquier ambiente literario, salvo la fructífera correspondencia con W. Higginson, que dirigía una pequeña revista. Escribió en papeles sueltos y en cuadernos dispersos sus versos en los que se entremezclan, con un inusual despliegue de guiones y signos ortográficos, hallazgos intuitivos y descripciones realistas, alucinaciones y cotidianeidad.
Aunque no existe un enfoque uniforme y se postula un largo tiempo escritural se puede resumir en tres núcleos reiterativos el grueso de sus composiciones: Dios, el amor y la muerte. De este último tema se ocupa Poemas a la muerte, una antología bilingüe traducida, seleccionada y prologada por Rubén Martín que acoge ciento cincuenta y dos poemas, casi todos breves.
El liminar sondea las claves que justifican la obsesiva reflexión sobre la muerte, con mínimos asuntos colaterales; la entidad poemática concibe el destino como un punto de fuga que veda el acceso a la razón; pensar es dudar, es un continuo caminar por el misterio que asume la conciencia de la finitud. Los poemas en su desarrollo encuentran una dirección múltiple. No hay una secuencia cronológica concreta y por tanto la progresión dramática es aleatoria En el comienzo hay un punto de ingenuidad y sosiego; la muerte se equipara a la posibilidad de respirar una aurora diferente. Hallamos también la receptiva percepción de un espectador que contempla la culminación de un proceso natural; y no falta la escenificación de la propia muerte: “Si no estuviera viva/ cuando los Petirrojos vengan,/ a ese de Corbata Carmesí/ dale una miga en mi Memoria./ Y si no te pudiera dar las gracias/ por estar muy dormida,/ has de saber que lo estaré intentando/ con labios de Granito”. También hay composiciones con la cadencia de la elegía en las que se recuerda a un ausente y versos dictados por el desasosiego de quien conoce un secreto inaprensible: morir es caminar por dentro del Enigma.
En el capítulo que le dedica Harold Bloom en El canon occidental se atribuye a la poeta de Amherst “más originalidad cognitiva que ningún otro poeta occidental desde Dante”. Tal apreciación de las meditaciones líricas de Dikinson se cimenta en la exigencia intelectual de su discurso, en la fuerza de un pensar individual que se aleja de cualquier senda marcada y en el uso continuo de elusiones y matices que fascinan por su intensidad y ha marcado a poetas como Hart Crane, Elizabeth Bishop o Wallace Stevens.
Emily Dikinson nunca fechó sus composiciones; las referencias concretas y los entresijos biográficos están velados y los contenidos parecen desgajados del contexto histórico. Sin embargo, cada fragmento, cada poema, genera una complicidad que se refuerza en lo sugerido y logra que cada lector postule una interpretación activa y personal; leer es asistir a una conversación que reflexiona sobre las realidades íntimas del ser en el espacio incierto de los días.
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