La casa grande Rosana Acquaroni Bartleby Editores Madrid, 2019 |
EL LUGAR DEL POEMA
Rosana Acquaroni (Madrid, 1964) comparte la contemplación interior de la
poesía y el quehacer del grabado. Licenciada en Filología Hispánica y Doctora
en Lingüística Aplicada, se dedica a la docencia en el Centro Complutense para
la Enseñanza del Español. Comenzó su recorrido lírico en 1987, cuando su obra
auroral Del mar bajo los puentes
consiguió un accésit del Premio Adonais, y ha entregado los títulos El jardín navegable (1990), Cartografía sin mundo (19949), Lámparas de arena (2000) y Discordia de los dóciles (2011). Son estaciones
que inciden en un recorrido escritural de ritmo sosegado, solo atento a la
exigencia creadora.
La excelente cita de Olga Orozco supone una incisiva clave de arranque:
“Alguien me llama a veces desde una casa que hunde sus raíces de arena en la
distancia que llamamos nunca (…)”. La carga apelativa plantea un enfoque
autobiográfico en el desvelo evocativo; la misma idea expande la fotografía de
cubierta, una imagen en blanco y negro realizada por Miguel Acquaroni.
La experiencia vital nunca duerme. Se queda dentro y adquiere en el
discurrir del tiempo un sentido más trascendente, una convulsión que entrelaza
recuerdos y exilios interiores. Con un fuerte sentido aforístico que despoja el
mensaje de circunvoluciones enunciativas, los versos iniciales abren ruta:
“Llevo alojada en el corazón / una bala de plata. / La misma que mi madre / no
supo disparar”. Los poemas llegan, como fragmentos habitados por la
temporalidad, para dar voz al protagonista en el acto de desandar la propia
identidad entre la carga acumulativa de materiales aleatorios, que resisten sin
descomponerse. Es la estela de un itinerario hacia dentro para encontrar los
restos de la desmemoria para hablar con sus ecos y reflejos. De allí llegan los
dormidos escombros de la casa grande, el lugar del poema como caligrafía de un
pretérito que nunca duerme. Es una geografía emocional habitada por personajes obcecados
en una representación obsesiva, entre los cuales la madre y el padre, ese
desconocido de impoluta apariencia, constituyen un eje relacional en el que
orbita el devenir vivencial. La senda de la evocación conduce hasta la infancia
donde un yo sumido en la extrañeza hace la crónica de otro tiempo. Es un pasado
desapacible que tiene en sus rendijas los pasos de una historia de vencedores y
vencidos, la desolación de las jerarquías y un entorno de piezas desparejas,
como sin ensamblar. El clima de
represión y miedo en esa noche de los comisarios, la escasez y la belleza
juvenil se conjugan para airear los cantos de sirena de una relación compleja y
sin futuro: (Y después, / cómo no conformarse / y ocupar el lugar de la
querida. / Que estudien tus hermanos, / que la vida desprenda su perfume / de
nardos y promesas 7 contra el plato vacío)”.
La casa no es refugio sino un estar desorientado que envuelve los
pasillos en la sombra. Como una voz gastada la locura se adueña de aquel cuarto
de estar y adviene la separación y el miedo. Atrás queda la madre, en otro
tiempo ya fuera de lugar: abrir los ojos es propiciar el desvanecimiento de los
sueños. Desde la distancia del pensar solo persiste el paso maleable de una
desconocida, cada vez más lejana, tras cada internamiento, como un zumbido de
dudas desveladas. Y detrás de esa estela una historia de amor, una guerra, un
país que iniciaba camino tras la noche en la posguerra.
La
dureza atroz de la existencia se percibe en toda su dimensión en el
internamiento. El sanatorio hospital “Alonso Vega”, ubicado en la periferia de
Madrid, en la antigua carretera de Colmenar Viejo, es una casa sin puertas, una
ingestión de fármacos, la certeza de que la locura es un itinerario de vuelta
hacia ninguna parte.
La casa grande hace del poema
un abrazo de dolor y memoria; rastrea en
lo vivido para hallar esos hilos convulsos del pasado que se fueron manchando
de sombras. Los poemas quitan a la infancia cualquier idealización; toman
conciencia de que es necesario enterrar lo perdido, abrir la mano, soltar las
ataduras, arrojar estragos y salir al día.
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