domingo, 18 de diciembre de 2022

LA CRÍTICA COMO PLACER LECTOR

Biblioteca del Trinity College
(Dublin, Irlanda)



 LA CRÍTICA COMO PLACER LECTOR

 
   El conjunto ensayístico de Thomas Stearns Eliot Sobre poesía y poetas[1] en las postrimerías del siglo XX, constituyó un modelo de biblia laica para la lírica auroral. Lo recupero ahora porque sus postulados dirimen con acierto disertaciones reflexivas vigentes en el tránsito del tiempo, aunque conciernen más a la poesía que a otros géneros. Algunas tesis de Eliot que comparto son las que siguen: “cada generación trae a la contemplación del arte sus propias categorías valorativas”[2], los criterios se modifican y evolucionan, resulta inevitable que el río que nos lleva mude la perspectiva sobre la relevancia de una obra; otro aserto que  se mantiene aunque parece obvio es que la capacidad crítica requiere gusto y criterio porque es una tarea delicada; y por último, en la obra literaria no existe un sentido monolítico, cada lectura es el preliminar de una ramificación. 
   Podría engrosar la breve nómina de autoridades en torno a la crítica consultando páginas de Harold Bloom, Italo Calvino, George Steiner o Mario Vargas Llosa, ahora en boca de todos, tras la concesión del Premio Nobel. Todos han desarrollado consideraciones distinguidas que fomentan un inacabable debate. Mi cronología apresurada de la crítica hispana incluye a  Clarín, Pardo Bazán, Azorin, Enrique Díez Canedo, Rafael Cansinos Asséns, Dámaso Alonso, Carlos Bousoño, Lázaro Carreter, Josep María Castellet y Francisco Rico. 
   Cuando se plantea un enunciado genérico se da por hecho que las conclusiones deben formularse al amparo de parámetros objetivos; sin embargo, el resultado menciona únicamente un enfoque particular, un conocimiento parcial. Así pues mis ideas sobre la función de la crítica tratarán de exponer la crítica particular que yo prefiero en el momento de abordar un texto y tal hecho no desmerece otros acercamientos, otras exploraciones de los varios sustratos textuales.
   El objeto de la crítica es la literatura en su conjunto; quien la ejerce debe creer, sin objeciones, aquel aserto de Stéphane Mallarmé: “El mundo existe para llegar a un libro”; pero la literatura es un ente vivo, un organismo que nunca puede contemplarse desde un plano estático; el dinamismo supone injerencias ajenas e intercambio de ideas. La lectura es la única manera de conocer por lo que el crítico debe tener una explícita vocación de lector; sólo quien está formado tiene conocimiento y ese es el punto de partida desde el que se debe informar o desde el que promover actitudes receptivas. 
   Se ejerce la crítica en tres espacios colindantes: en los grandes medios de comunicación, en ámbitos académicos y en revistas minoritarias. El primero es el más estable y suele actuar como un regulador del mercado y como un exponente de la cultura oficial ; el segundo es más riguroso y tiene una tendencia natural hacia la endogamia, el tercero es más pasional y el que acumula los criterios más vulnerables, pero también el que hace más posible actitudes de rebeldía y heterodoxia.
   La avalancha de publicaciones semanales y la prolífica edición convierten a los suplementos literarios en escaparates de la inmediatez cuyas páginas optan por la orientación; son guías comentadas donde es difícil sostener presupuestos estéticos y en los que hay que velar para que el dictamen de preferencias  no se adecúe al entramado de intereses entre las cabeceras de información general y los grupos editoriales.
 Damos por hecho que la crítica literaria en las aulas universitarias debe tener un carácter científico y disciplinado que debe incluir argumentos para la especulación teórica y aplicaciones prácticas concretas para delimitar campos de estudio sobre una obra o sobre un autor. Este enfoque universitario  que goza de un alto prestigio de categoría científica se ha contagiado con frecuencia de dos virus que alteran sus constantes vitales; por un lado muchos trabajos críticos tienen como punto de partida una estética de la recepción; es decir la necesidad de insertarse en una corriente de moda o en un movimiento intelectual dominante que aplique reglas universales o manuales de escuela del estructuralismo, psicoanálisis, marxismo o formalismo, lo que asegura un envejecimiento prematuro; el segundo virus es el ejercicio de la crítica como un selecto juego de prestidigitación verbal, una suerte de arte combinatoria sólo desvelado por quien tiene las claves ( a tal hecho me refería cuando hablaba de endogamia). 
   La crítica en revistas es la que mayor conocimiento tiene de lo estrictamente contemporáneo; su enfoque es el del testigo presencial; se busca más que un acatamiento de la jerarquía de clásicos un conocimiento dialogal entre iguales. Lo reciente relega lo establecido y el perfil de escasa entidad va acumulando rasgos hasta singularizarse en medio del poblado graderío. En las páginas críticas de las revistas literarias es donde menos se cumple aquella afirmación de Borges que nunca pierde vigencia: “alabar y censurar son operaciones sentimentales que nada tienen que ver con la crítica”. 
   No es el momento de dirimir una cuestión paralela en este debate: la relación entre crítica e ideología. Sólo recordar que no faltan los críticos que usan el texto como pretexto para sostener una arquitectura de ideas y limitan  los méritos al encuentro de afinidades ideológicas. Son críticos que actúan con la hostilidad rudimentaria del portero de un club que tiene reservado el derecho de admisión. 
   Frente a la crítica  aséptica, de espectador impasible e incontaminado, que centra su atención en la literalidad de los contenidos, la crítica militante personifica la defensa argumental de una trinchera estética. La subjetividad queda mitigada por una recomendable actitud abierta y comprensiva.
   El conocimiento en profundidad de un movimiento estético faculta para percibir la necesidad de un cambio o una ruptura. Sucedió, por ejemplo, con Josep María Castellet, decidido defensor del realismo histórico y la poesía social que años más tarde impulsa la antología Nueve novísimos poetas españoles que convertirá al esteticismo en la tendencia dominante en los años setenta. En su tarea de hacer lectores la crítica traza juicios sobre la realidad literaria o confunde al lector cuando se pliega a intereses editoriales concretos; el crítico entonces se convierte en un hacendoso comercial que puerta a puerta enaltece las invisibles cualidades de un producto. 
   Ya he comentado en varios sitios las razones privadas que comentan mi dedicación a la crítica. La lectura frecuente de autores como Octavio Paz, Jorge Luis Borges, Jaime Gil de Biedma o Luis Cernuda propician la idea de que la escritura de varios géneros convive sin problemas de vecindario y es un hecho natural en la tradición literaria. Poesía y crítica en mi caso se ensamblan sin disidencias; la crítica no es un subproducto, prolonga el pensamiento teórico dedicado a mi propia poesía.
   El quehacer crítico debe ejercerse sin ningún dogmatismo, sabiendo que la obra literaria tiene un sentido plural y que los aportes de nuestra visión analítica tienen una vigencia limitada y parcial. El crítico es un lector intuitivo que poco a poco completa una personalidad intelectual.  
   El ejercicio de la crítica me ha deparado momentos de gran felicidad y ese es uno de sus efectos más reseñables; casi tanto como algunos sujetos comunes de carne y hueso, ha marcado mi vida el persistente contacto con identidades imaginarias con un alto poder de persuasión que han clarificado y dado consistencia a las relaciones de mi yo con los otros.
   En tiempos  de incurable materialismo es hermoso pensar que la lectura nos concede la posibilidad de sustituir el mundo real por un mundo ficticio.


[1]  Thomas Stearns Eliot, Sobre poesía y poetas, traducción de Marcelo Cohen, Icaria, Barcelona, 1992.
[2] Opus cit, pág 112.


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