Pacto con la memoria Fotografía de Miskapturas Blog- WordPress.com |
MADRID, ONCE DE MARZO, AÑO 2004
Hace algún tiempo escribí el
poema “Francotirador”. En su parte final incluía el siguiente verso: Las tragedias sin rostro no conmueven.
Era voz contra la placidez de la sobremesa, en torno al vacío
del televisor, capaz de digerir cualquier suceso sin inmutarse, mientras demora
un café, como si el cristal de la pantalla garantizara la confortable seguridad
de un mundo perfecto, guilleniano. Ironizaba sobre la disonancia de un
simulacro de realidad en el que los comensales presencian con desgana una
película de argumento verosímil, cuya acción discurre en un punto lejano. Pero el 11 de marzo de 2004 la desgracia esparció sus fragmentos entre manos vecinas, a escasos
metros de nuestras puertas, desmantelando el orden rutinario. Las víctimas de la barbarie islámica tenían perfiles concretos, nombres, apellidos y parentescos cercanos, y se
afanaban en lugares de trabajo ubicados en calles transitadas con frecuencia
que podríamos describir al detalle. El timbre telefónico sonó varias veces a lo
largo de la jornada, mientras los medios de comunicación precisaban las
dimensiones de la infamia. Al otro lado del auricular voces amigas preguntaban
con inquietud contenida cómo estábamos, recordaban instantes compartidos,
dejaban unas palabras de ánimo. Aquel gesto causaba
gratitud y al mismo tiempo perplejidad porque otros intuían que podríamos haber
sido figurantes activos en ese escenario de la sangre. Acaso nos salvó una
circunstancia menor: una huelga estudiantil, un cambio de trayecto para evitar
el atasco, unas décimas de fiebre de un hijo pequeño, una opción cómoda de
preferencia por el coche o un despertador que no sonó a tiempo. Signos cotidianos,
caligrafía de la banalidad. Y todos nos sentimos sobrecogidos tratando de
racionalizar lo irracional. Porque el dolor y la muerte, la barbarie y el
asesinato, no responden a ninguna lógica, no transitan por itinerarios
intelectivos. Carecen de justificación por más que se empeñen en aferrarse a
postulados políticos o religiosos. Obedecen sin más a un animalismo primario y
a la negación.
Así estamos todavía, buscando
sitio en la amanecida para continuar a pie y recuperar el voluntarismo de la
normalidad. En esa búsqueda nos acompañan unos instantes de reflexión que
exploran la condición humana y sus desgarros. Seguimos el trayecto que el dolor
nos impone en una memoria colectiva de piel tumefacta, sometida a una cura de
urgencia llena de apósitos y vendas. Al día siguiente llovió sobre
Madrid, sinécdoque de todas las ciudades, como si la meteorología se empeñara
en diluir las manchas bermejas del asfalto y en sumergir escombros en los
sucios regueros de las alcantarillas y hubo masivas concentraciones bajo el
luto de los paraguas, haciendo pública la repulsa y el rechazo frontal al terrorismo.
Quedó un silencio espeso al final de la marcha que denotaba cansancio y el
recogimiento de una sensibilidad maltrecha; un barro de tristeza salpicó
paredes y escaparates. La penumbra invadió las barras sin clientes de los
bares. La lluvia en los rostros se hizo y yo no sé si la lágrima fue lluvia,
como en aquella composición de César Vallejo que hablaba de París y de la
muerte. Pocas horas después, palabra sobre palabra, empezaron a escribirse
estos poemas. Es el homenaje plural y la reivindicación en sílabas contadas de Los Cuadernos del Sornabique para que el
olvido no sea la última estación de ese tren de cercanías en el que todos somos
pasajeros.
Prólogo de la antología 11-M,
El Sornabique -7, LF ediciones, Béjar
2004
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