La curación del mundo Fernando Beltrán Hiperión, Poesía Madrid, 2020 |
LA NOCHE, DENTRO
En una línea temporal de más de tres décadas,
Fernando Beltrán (Oviedo, 1956) ha forjado un quehacer asentado y diverso,
que convierte a su autor en una propuesta de primera línea del presente
poético contemporáneo. Su travesía comienza en los años 80, tras la ruptura del monopolio novísimo, con la entrega Aquelarre en Madrid, y tiene continuidad
en una decena de poemarios. En 2011 la editorial Hiperión reunió su obra
poética escrita entre 1980 y 2010 en el volumen Donde nadie me llama, con prólogo del poeta y profesor Leopoldo
Sánchez Torre.
El libro que aquí comentamos, La curación del mundo es una indagación en el devenir coaccionado de la pandemia. Toma el internamiento hospitalario como impulso poético. Como refrenda la cita auroral de Rainer M. Rilke: “He hecho algo contra el miedo. He permanecido sentado durante toda la noche, y he escrito”. Los hechos son conocidos: en marzo de 2020 el virus estremeció al mundo y provocó una situación sanitaria de máxima urgencia, que exigía evitar la multitudinaria propagación de la enfermedad. Pero esta siguió imparable y originó una estremecedora cifra de fallecimientos y dolorosos internamientos. Fernando Beltrán fue uno de los afectados. Así fueron naciendo estos poemas con la noche dentro que completan un trayecto cognitivo donde se comparte la intensa y solitaria experiencia personal.
La cualidad esencial de la palabra poética es su capacidad de interrogación, su empeño por definir la textura de un tiempo dispuesto a la fugacidad y al tránsito, en el que la conciencia se sienta en el borde de un extraño abismo. El entorno prosigue intacto con su apariencia de normalidad y es el yo, ese hablante desdoblado que se mira a sí mismo en el poema, el que deja sus impresiones y contraluces, las percepciones denotativas de los signos al paso. Percibir convierte al pensamiento en protagonista de una abarcadora geografía de indicios que imprime en la memoria sus huellas dactilares. Así sucede en el poema de apertura “La jerarquía del ángel” en el que la hospitalización supone una ruptura completa de hábitos y un estado de angustia que contrapone el devenir exterior con ese estar pesaroso del paciente grave. De los versos emana la paradoja de que todo esté en su sitio salvo el yo: “todo tiene sentido cuando todo se pierde”. Desde esa aceptación de la extrema fragilidad de ser se hace necesaria la esperanza, esa mano tendida del ángel que habita entre la sombra y sostiene, como un cimiento fuerte, que asegura la curación del mundo.
El tramo inicial del poemario muestra el pulso conversacional e intimista del desconcierto; el sujeto se asoma a la realidad del virus y despereza sus estrategias de superviviente; ese recuerdo del héroe en bicicleta coronando la cima de Alpe d´Huez destensa el miedo, permite afrontar el complejo recorrido de las pesadillas. También la música que pone en el silencio un solo de trompeta y se aferra al oído para dejar su mágica cadencia, mientras la cura. Todo sucede muy deprisa, como la misma escritura convertida en estado de ánimo de quien escribe al lado de la muerte. El largo recorrido hacia dentro deja una manera de sentir diferente, la certeza de que después las cosas no serán las mismas ni los mismos serán los sentimientos. El conocimiento profundo de la pandemia abre nuevos registros conceptuales. Sobrevivir es el ahora y la esperanza es luego, pero también la muerte es un rumor cercano y frío. Se convierte en elemento hegemónico central cuando se hace presencia y habita un rostro concreto. Recordar esa ausencia cambia todo, es una brecha presente en todos los espejos. Después de tantos días postrado, se pierde la exacta latitud del tiempo; recobrar su precisa cadencia es una señal necesaria para el regreso; el poema “Agosto 2020” parece dar voz a la salida al aire limpio de lo diario. Hay que superar el desconcierto. Volver a la tarea del existir es sentir en el pulso una tregua extraña donde se ilumina el despertar para hallar en los otros el mapa desplegado de los sentimientos.
Fernando Beltrán convierte su lucha en experiencia verbal. En ella se perciben las grietas más duras de la existencia. Sus poemas son la fiebre alta del yo individual abocado a la intemperie; la mutación de una extraña criatura varada que no puede volver a mar abierto. Los versos se hacen pautado desplazamiento por la lucha diaria que constata sombríos paisajes interiores y el rostro siempre melancólico del tal vez. Palabras que buscan ese instante del pensar que justifica la aurora, unos hilos de luz que concedan nuevos colores y formas, “un tramo más de vida”.
El libro que aquí comentamos, La curación del mundo es una indagación en el devenir coaccionado de la pandemia. Toma el internamiento hospitalario como impulso poético. Como refrenda la cita auroral de Rainer M. Rilke: “He hecho algo contra el miedo. He permanecido sentado durante toda la noche, y he escrito”. Los hechos son conocidos: en marzo de 2020 el virus estremeció al mundo y provocó una situación sanitaria de máxima urgencia, que exigía evitar la multitudinaria propagación de la enfermedad. Pero esta siguió imparable y originó una estremecedora cifra de fallecimientos y dolorosos internamientos. Fernando Beltrán fue uno de los afectados. Así fueron naciendo estos poemas con la noche dentro que completan un trayecto cognitivo donde se comparte la intensa y solitaria experiencia personal.
La cualidad esencial de la palabra poética es su capacidad de interrogación, su empeño por definir la textura de un tiempo dispuesto a la fugacidad y al tránsito, en el que la conciencia se sienta en el borde de un extraño abismo. El entorno prosigue intacto con su apariencia de normalidad y es el yo, ese hablante desdoblado que se mira a sí mismo en el poema, el que deja sus impresiones y contraluces, las percepciones denotativas de los signos al paso. Percibir convierte al pensamiento en protagonista de una abarcadora geografía de indicios que imprime en la memoria sus huellas dactilares. Así sucede en el poema de apertura “La jerarquía del ángel” en el que la hospitalización supone una ruptura completa de hábitos y un estado de angustia que contrapone el devenir exterior con ese estar pesaroso del paciente grave. De los versos emana la paradoja de que todo esté en su sitio salvo el yo: “todo tiene sentido cuando todo se pierde”. Desde esa aceptación de la extrema fragilidad de ser se hace necesaria la esperanza, esa mano tendida del ángel que habita entre la sombra y sostiene, como un cimiento fuerte, que asegura la curación del mundo.
El tramo inicial del poemario muestra el pulso conversacional e intimista del desconcierto; el sujeto se asoma a la realidad del virus y despereza sus estrategias de superviviente; ese recuerdo del héroe en bicicleta coronando la cima de Alpe d´Huez destensa el miedo, permite afrontar el complejo recorrido de las pesadillas. También la música que pone en el silencio un solo de trompeta y se aferra al oído para dejar su mágica cadencia, mientras la cura. Todo sucede muy deprisa, como la misma escritura convertida en estado de ánimo de quien escribe al lado de la muerte. El largo recorrido hacia dentro deja una manera de sentir diferente, la certeza de que después las cosas no serán las mismas ni los mismos serán los sentimientos. El conocimiento profundo de la pandemia abre nuevos registros conceptuales. Sobrevivir es el ahora y la esperanza es luego, pero también la muerte es un rumor cercano y frío. Se convierte en elemento hegemónico central cuando se hace presencia y habita un rostro concreto. Recordar esa ausencia cambia todo, es una brecha presente en todos los espejos. Después de tantos días postrado, se pierde la exacta latitud del tiempo; recobrar su precisa cadencia es una señal necesaria para el regreso; el poema “Agosto 2020” parece dar voz a la salida al aire limpio de lo diario. Hay que superar el desconcierto. Volver a la tarea del existir es sentir en el pulso una tregua extraña donde se ilumina el despertar para hallar en los otros el mapa desplegado de los sentimientos.
Fernando Beltrán convierte su lucha en experiencia verbal. En ella se perciben las grietas más duras de la existencia. Sus poemas son la fiebre alta del yo individual abocado a la intemperie; la mutación de una extraña criatura varada que no puede volver a mar abierto. Los versos se hacen pautado desplazamiento por la lucha diaria que constata sombríos paisajes interiores y el rostro siempre melancólico del tal vez. Palabras que buscan ese instante del pensar que justifica la aurora, unos hilos de luz que concedan nuevos colores y formas, “un tramo más de vida”.
JOSÉ LUIS MORANTE
Gracias, José Luis, por esta magnífica reseña.
ResponderEliminarIsabel
Muchas gracias estimada Isabel, y una alegría siempre acercarse al catálogo de Hiperión, tan pleno de poesía verdadera, tan necesario, como esta entrega de Fernando Beltrán. Feliz jornada.
EliminarPocas personas, pocos poetas con la sensibilidad de Fernando para contar lo que a tantos ha pasado, ese asomarse al balcón inestable sin asideros que ha represemntado y representa el covid. Pocos con la piel tan abierta y la palabra en cochura de Fernando para una experiencia que la poesía debe recoger. Además, Fernando Beltrán, que pudiera, no escribe por escribir, lo hace solo cuando tiene algo que contarnos, En algún sitio he dicho que el ejército de la humanización de la poesía tiene al asturiano entre sus filas primeras.
ResponderEliminarEsta mañana me pareció tu comentario una ajustada síntesis del humanismo intimista de Fernando Beltrán. Y la impresión persiste, querido amigo; las voces del ahora poético tienen en el asturiano un mensaje cimero que trasciende lo personal para definir un tiempo de intemperie. Un gran abrazo y muy agradecido siempre por tu compañía.
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