Interiores Fotografía de Javier Cabañero Valencia |
LA MIRADA OCASIONAL
(Naturaleza y poesía)
No toda mirada es capaz de engendrar visiones
MARÍA ZAMBRANO
Para establecer un punto de partida conjetural sobre el diálogo entre
filosofía y poesía en el que se integra la indagación sobre la naturaleza en el
tiempo, podríamos decir que la mirada filosófica es aquella que contempla en el
mismo plano el sentir y el pensar. Ambos conforman un espacio de meditación sin
rupturas, un recorrido que busca entender y propicia una liberación personal y
colectiva, espigando prejuicios y dudas, ataduras y sombras.
Esta concepción del quehacer poemático requiere un espíritu de fe en las
posibilidades del lenguaje como manifestación y reflejo del ser, como razón
extrañada entre pensamiento y sentir, capaz de sistematizar y definir, de
alentar un espacio de comprensión y estimular la eclosión abierta de los
sentidos.
La poesía filosófica enciende una reflexión plural que diserta sobre las
razones de su escritura, repasa el legado de la tradición y deja constancia de
una cala en profundidad sobre el sujeto concreto y el contexto social donde se
mueve. De este modo, establece un perfil íntegro y total, una concepción ontológica
completa que siembra indicios sobre el dinamismo de lo vital.
Asunto central del acto de escribir es construir una interpretación de
lo real, en la que cada elemento adquiera su sentido y se ubique en el
laberinto relacional que le corresponde. Este enraizamiento cognitivo alza en
el tiempo una arquitectura mudable, donde queda inmersa nuestra experiencia
vital.
El poeta tiene en la infancia un despertar privilegiado, una amanecida
en la que el entorno se muestra con sencillez, sinceridad y autenticidad. Estas
cualidades aluden a una perspectiva de la naturaleza conocida por intuiciones
vitales directas. El paisaje se presenta conectado al asombro, entendiendo el
asombro como pujanza energética para preguntarse por el cuerpo ontológico de
las cosas. La realidad se interioriza en el sustrato emocional del yo como una
topografía viva, resistente, tenaz. En ella se vislumbra lo insólito, un
trasfondo que enriquece y muestra sus espasmos más íntimos. Con los años, aquel
horizonte moldea una dimensión irrenunciable. Pero es un lugar insular,
perdido, que ha de revelarse poco a poco mediante la evocación y la elegía y
que se habita desde la memoria, adaptándose a las distintas etapas vivenciales
del hombre.
En los años juveniles, con el comienzo de
la formación universitaria, la naturaleza se desvanece en el itinerario
biográfico. Personifica un sueño que oculta su tamaño en otra realidad en la
que el hablante poético toca fondo y debe hacerse hueco. La ciudad mineraliza
su espacio, vinculado a la contingencia temporal y cercanía del yo colectivo.
En la urbe se construye un nuevo escenario reflexivo protagonizado por otros figurantes
del pensamiento; el yo se transforma en un sujeto pensante, menos intuitivo,
empeñado en ordenar y reubicar lo que sucede en la ciudad como silueta
poligonal de encuentros.
El paisaje entonces se deja oír
en estilo indirecto, tiene los trazos de una ausencia concreta y mantiene con
la situación vivencial del yo una metamorfosis de rasgos que conlleva una clara
idealización. Muchas veces el pensamiento se hace grito ensimismado, caligrafía
abierta de poemas escritos para cauterizar el dolor, para dejar constancia de
que la existencia es sólo un hilo frágil. Cada vez es mayor la conciencia del
tiempo. El paisaje queda al margen, se recuerda como un acto de fe, cuya
belleza se muestra como una razón persuasiva, una creencia que ensancha el ser
del hombre.
La ciudad moderna contempla la naturaleza desde la carencia, lejos de sus
procesos naturales y con un escaso tacto ecológico. La arquitectura habitual
desnaturaliza y relega los espacios verdes a la periferia, condicionados por
las construcciones y la movilidad. Perece la singularidad de los paisajes y
nace un tablero visual de elementos uniformes seriados, que crean la sensación
de ser parques temáticos, copias miméticas o extravagantes. La naturaleza
urbana se torna insulsa o neutra y con poco peso específico en lo literario.
A veces, sin embargo, la
naturaleza se reafirma de nuevo desde la elegía. Mediante la contención
expresiva, la hondura y la vibración anímica, se da una nueva temporalización a
lo perdido, se recorre al paso la geografía familiar y el pretérito encuentra
expresión emocionada y temblor humano en el material poético. La naturaleza
retorna cargada de fuerza, con plena densidad significativa, como un ámbito
humanizado en el que la intimidad del poeta germina en su lugar preciso.
La voz poemática ya no es la de un yo desubicado y desvalido, en la
intemperie, sino la de un sujeto activo que abre la claridad a sus recuerdos, a
esa estela vital de lo vivido. El
gesto de reconstruir puebla el poema de símbolos, renacen los ciclos
estacionales y se alzan puentes que unen las riberas del pretérito con el
latido indagatorio del ahora. Las
palabras se arropan en una sensibilidad meditativa que haya en el pensamiento
un refugio protector, un rastro de intimidad y meditación donde se escuchan las
señales del tiempo.
La escritura personal suma en su discurrir anotaciones e incertidumbres,
pasos que conforman en cada entrega una manera de andar y de sentir. Los poemas
esclarecen una concepción poética en tránsito, que parte del confesionalismo
cotidiano y despliega en su madurez un entrelazado espiritual, en el que resulta
eje central la esencia del entorno. Su coherencia modula una cosmovisión más
racional que expositiva; la poesía concede a la conciencia del ser un carácter
trascendente y revelador, pasado por el filtro de la conciencia. Es el abrazo
pleno del yo con el velado horizonte de lo esencial; la certeza de que cada
hoja caída busca de nuevo rama y reverdece.
El material lírico aspira el olor de la tierra, la carga sinestésica de
un no lugar que transciende cualquier alabanza de aldea para sumirse en un
estado de contemplación ascética que propicia un estar ensimismado. La
percepción se consolida. Culmina caligrafías sensoriales; invita a tender las
manos del pensamiento para retener lo que ofrece el transcurso del tiempo para
incidir en la condición de ser en medio de los ciclos naturales.
La naturaleza propicia una sensación de estatismo, un devenir que
alienta la quietud y el despojamiento y que halla en la imagen de cualquier elemento natural el reflejo de la
propia esencia de vivir; se van agotando los afanes y las pretensiones, los
elementos del paisaje muestran una común actitud de calma que acrecienta la soledad del que contempla o
ese desamparo que lleva a buscar el abrazo del otro para librarse del
escalofrío.
La poesía adquiere el tono justo de la confidencia; no levanta una voz
que apenas cambia con el tiempo, otea el horizonte y se encoge de hombros,
convencido de que la naturaleza tiene un destino marcado, una cadencia que
invita a reflexionar sobre los signos de lo
mudable y a guarecerse a cielo
abierto, detrás del pensamiento.
JOSÉ LUIS MORANTE
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