miércoles, 17 de julio de 2024

MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ. ESPUELAS PARA QUÉ OS QUIERO

Espuelas para qué os quiero
Miguel Sánchez-Ostiz
Pamela Editorial
Pamplona, 2022


 

SEGUIR A SOLAS

 
   Miguel Sánchez-Ostiz (Pamplona, 1950) publicó su novela auroral Los papeles del ilusionista en 1982 y aquella ópera prima tuvo decidida continuidad con otras ficciones, El pasaje de la luna, Tánger Bar, La quinta del americano, La gran ilusión, que consiguió el Premio Herralde de Novela. Los títulos mencionados convirtieron al escritor navarro en vértice referencial de nuestra narrativa, con reconocimientos como el Premio Nacional de la Crítica, en 1998, por la obra No existe tal lugar. Pero el taller literario de Miguel Sánchez-Ostiz alienta un quehacer de búsqueda; su escritura sondea estrategias expresivas como la biografía –sin duda, es nuestro mejor especialista en el periplo biográfico y la obra de Pío Baroja- los diarios, las páginas autobiográficas, la crónica de viajes, el ensayo, con hitos como No hay tiempo que perder, con el que obtuvo en 2010 el Premio Euskadi de Literatura, la reseña en suplementos culturales y revistas, o la escritura breve de difícil etiquetado crítico como Emboscaduras y resistencias, un libro dispuesto al nomadismo temático, que deja fluir al pensamiento a su libre albedrío para discernir las incisiones y trazos que definen el paso del presente.
   También el poeta tiene un rostro diáfano en los espejos de Miguel Sánchez-Ostiz, desde Pórtico de la fuga, entrega publicada por Ámbito en 1979, cuando ya declinaba la sensibilidad novísima que había sido casi ideario de dirección única en los años setenta. El extenso caudal lírico está recogido en los volúmenes La marca del cuadrante (Poesía, 1979-1999) (Pamiela, 2000) y Fingimientos y desarraigos (2001-2017), edición de 2017 también en la misma editorial.
    Prosigue al paso con el libro Espuelas para qué os quiero. El escritor refuerza la voz propia con el ancho río de la tradición, recordando versos de Luis de Góngora, César Vallejo, Cristóbal de Morales y Francisco de Quevedo, solemnes magisterios que anudan el verso a un territorio de fuerza, moldeando una articulación existencial y reflexiva. La voz poética se interpela a sí misma y busca razones para seguir el viaje. La poesía dialoga con el tiempo, sabe que tampoco el olvido es inocente y mira entre las grietas de la memoria las deudas pendientes. Al cristal diario se asoman los rostros cejijuntos de la inquietud, esas rendijas que zarandean la calma o empujan a buscar justificaciones y vías de escape en la expresión escrita, como si fuera posible diluir la guadaña del tiempo.
   El discurso lírico recurre a figuras de carga simbólica como Lázaro para explicar “el olor a cenizas y penumbra de la propia identidad”; los días han ido remansando su quietud entre quehaceres, confinando al ser en un largo encierro hecho de “ruinas, frustraciones, vergüenzas, falsa sumisión, empeños inútiles…” que exigen pedir revancha e intentarlo de nuevo, aunque ese empeño a cara o cruz repita resultado y nada quede después.
   El protagonista versal amanece con la voluntad de ser sujeto activo de una épica a trasmano; reclama sitio y destino. Vuelve la mirada a los trazos de una existencia precaria; recuerda un tránsito donde solo va quedando la certeza de haber vivido, como un superviviente en la superficie de la marea, arrastrando también las decepciones de lo no vivido. Aparece así en el poema un personaje de Washington Irving, el jinete sin cabeza, también llevado al cine por Tim Burton, una presencia paradigmática para que niños y adolescentes se enfrenten a sus miedos y temores. De igual modo, es un símbolo claro en el poema como grafía de todo lo que no pudo ser e impone una atrabiliaria persecución a la voluntad, quebrando la armonía de una existencia plena.
   Las incontinencias de la vida social han sido un semillero de insatisfacciones. Prima más el estar que ser; la voluntad del domador de ratones que la construcción bien elaborada del artesano. Pocas veces la ciudad de siempre ha tendido en sus calles un ámbito luminoso y respirable. El laberinto urbano remarca, como un epitafio en vida, que el yo se esconde tras la máscara cejijunta de la decepción.
   Cuerpo central de la escritura de Miguel Sánchez-Ostiz es la mirada crítica ante una moralidad a la intemperie. El poema “Empacho de uvas verdes” es una sátira feroz a pícaros, delincuentes y comisionistas que alquilan patios de Monipodio para medrar a su antojo y hacer de la hacienda pública un estridente saqueo. Esa crítica también vuelve los ojos al espejo del yo para descubrir las sombras que velan la identidad. Así sucede en el excelente poema “Miliario negro”, que merece la pena reproducir al completo: “Cada día más lejos / del que fuiste / del que no conseguiste ser / Cada día más lejos de ti mismo / Mudo ciego desconocido / detrás de tu propia sombra / siempre en fuga”. El pensamiento entrelaza desvelos entre una niebla espesa y crepuscular; sospecha que su tiempo es otro pero que la queja es inútil, por lo que se esencializa el presente. No hay sueños ni utopías, fueron lejanas aves migratorias, rostros indefinidos que se desvanecen en una lenta procesión de aparecidos.
  En el contexto gris y ensimismado de la pandemia, entre 2019 y 2021, fueron naciendo los poemas de Espuelas para qué os quiero, que merecen en la nota final de Miguel Sánchez-Ostiz una larga explicación de referencias concretas, viajes, lugares e intenciones. Son ventanas para un intenso balance reflexivo en torno al recinto murado del trayecto biográfico personal y su variada meteorología de nubes y claros. Pero también del yo social, del nosotros, que borra la sensación de ser tan solo islas humanas en la fisiología renqueante de la historia. Un tiempo colectivo que muchas veces merece sarcasmo y burla; una mirada crítica fortalecida por una larga tradición de nombres propios, desde el barroco a la palabra remansada en música de Léo Ferré o Carlos Gardel…   
  No quisiera terminar esta nota crítica sin subrayar el extremo cuidado del poeta en la dicción. Emplea un vocabulario culto y clásico, de expresividad germinal, capaz de añadir al poema una atmósfera de sensaciones, la constatación de un tiempo en crisis donde es necesario apretar el paso y picar espuelas, huir del galopar de tantos jinetes sin cabeza.
 
JOSÉ LUIS MORANTE
 


       

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