Ovejas negras Jacob Iglesias Editorial Páramo Valladolid, 2018 |
EL GRANO Y LA PAJA
La poesía de Jacob Iglesias (Carrión de los Condes, Palencia, 1980)
constituye un quehacer que aglutina los títulos Las piedras del río, Horas de
lobo, y No todas hieren. Son
entregas que se han ido sucediendo en el tiempo durante más de una década y que
concedían a su autor un definido perfil lírico. Pero toda escritura persiste en
habitar bifurcaciones, en llamar a la disidencia frente al conformismo y así
han ido creciendo los aforismos de Ovejas
negras que en su contracubierta acoge esta advertencia: “El lector que
abra esta obra encontrará, pues, una
mezcolanza de ocurrencias, cavilaciones y retales poéticos que Jacob Iglesias
ha ido acumulando en el tiempo sin más propósito que el de asombrar,
desconcertar, tal vez molestar”.
Esta inmersión en el decir fragmentario de Jacob Iglesias cumple, por
tanto, las convenciones de un género que se adapta bien a las incertidumbres
del ahora. El tiempo digital ha llenado
de cicatrices el paramento ideológico tradicional y ha fomentado la mirada
nihilista y el escepticismo, esas actitudes vitales propias del sujeto que se
acerca en su senda a un horizonte que se va alejando a cada paso, como si fuese
un espejismo de difícil encuentro.
Las voces de la realidad constituyen una yuxtaposición de estratos
irregulares; apuestan por la diversidad y obligan al sujeto a protagonizar
una permanente actitud de escucha. De esa percepción testimonial nace el
aforismo, se va formando un aleatorio rebaño, cuyo vitalismo aglutina una
propuesta de conexión con la conciencia cognitiva: “El encanto de un libro de
aforismos reside en que contenga grano y paja, hallazgo y ocurrencia. Que sea
el lector quien los separe”. Más allá del ejercicio literario, el apunte verbal
“Desconfía de las palabras que son solo palabras” incardina una manera de
afrontar el espacio transitorio del devenir existencial.
Frente al aforismo trascendente que formula la idea con la solemnidad
de un invitado al hermetismo, las voces de Jacob Iglesias tienen el sonido
manso de una conversación habitable. Sus ideas están ahí, enuncian el peso de una
confidencia de sobremesa, soportan la humedad del aguacero laborable o se
distienden como un ejercicio muscular que obliga a confirmar los horarios de
cierre. Observan, dibujan sin dramatismos el paisaje de lo fugaz: “Aletean las
hojas en las ramas sin saber que su único vuelo será el de su caída”, “Tanta
gente paseando y ni un alma por la calle”, “La nostalgia, el ojo de cerradura
por el cual curioseamos lo que encierran puertas que ya nunca podremos abrir”,
“Intentamos inmortalizar instantes que jamás vivimos”.
El yo subjetivo no acumula retazos ambientales, busca en ellos el inciso
que muestra su textura, esa calidad táctil del interior, ya sea en la escritura
–“Yo solo leo a mis contemporáneos, algunos nacieron hace cincuenta años, otros
hace veinte siglos”- o la vida social con el ajetreo de titulares que acoge el
sistema de gobierno, los entresijos de la sociedad o las peculiares creencias
que definen cada época, tan jaleadas siempre desde la opinión monolítica del
dogma: “El intelectual, ese sacerdote laico que
nos ata a la columna del periódico para sermonearnos sin interrupción”,
“Los interrogantes de las preguntas retóricas alumbran obviedades”. En ese
contexto nace también el mirador de quien escribe, las transparencias de los
complejos itinerarios de la contradicción: “En los libros de aforismos buscamos
fragmentos para un autorretrato”
Jacob
Iglesias acepta conforme el papel de cronista y testigo que se niega a cerrar
los ojos; sabe que el aforismo es un caminante que no pasa de largo sino que se
detiene para formular su veredicto sobre lo real. Busca esclarecer el callado sentido de los
actos humanos en una mínima conversación, entrecortada y austera,
contradictoria como las palabras desparejas del oxímoron.
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