De las horas sin sol Marina Casado Prólogo de Andrés París Huerga & Fierro editores / Poesía Madrid, 2019 |
ECLIPSES Y AMANECIDAS
Marina Casado (Madrid, 1989), docente en activo, Licenciada en
Periodismo y Doctora en Literatura Española, combina en su taller la poesía y el quehacer crítico, con dos
ensayos editados en torno a los referentes literarias del pop-rock y a la
intimidad creadora de Rafael Alberti. Fue en 2014 cuando firma la carta de
amanecida, Los despertares, que
pronto tuvo continuidad con Mi nombre de
agua y el trabajo que ahora presenta Huerga y Fierro De las horas sin sol, lo que hace de la poesía senda principa,
aunque la escritora sume bifurcaciones con la práctica del relato y la
coordinación de algunas antologías.
En el prólogo, el joven poeta Andrés París se aleja del mero
cumplimiento epistolar de los afectos para vislumbrar coordenadas, un ideario
que busca sitio a “una fisiología del alma y el tiempo en que la mejor opción
es dejarse bogar inerte como un tronco por los ríos y cataratas que despliega
la poeta”. El pautado análisis yuxtapone un proceso que integra la pérdida, la
evocación desde el recuerdo y el destello esperanzado de la aurora.
La sensación de ensimismamiento y orfandad de “Los condenados a la
realidad” también emana de los versos de Manuel Altolaguirre que preceden a los
apartados del libro: “Hubiera preferido / ser huérfano en la muerte, que me
faltaras tu / allá, en lo misterioso, / no aquí en lo conocido”. Y se prolonga
en la semántica nocturnal de Rafael Alberti. De este modo el sujeto verbal
muestra los mimbres de una voz entumecida y solitaria que hace recuento de un
estar a la intemperie. La mirada de la infancia se aleja, como estratos que
muestran sus límites difusos ante un presente miope, que va borrando las formas
de otro tiempo. En su lucha tenaz contra el olvido, el ahora se llena de
indicios de otros días: una canción en las manos del compromiso, un olor
conocido, un simple pilot. Testifican un espacio compartido y la plenitud de un
pretérito que sale al día con la nitidez dolorosa de lo cumplido.
En este primer apartado sobresale por su textura reflexiva “Partida de
ajedrez” un texto en prosa estructurado en tres movimientos enunciativos. En él
se vislumbra la existencia como un terco movimiento de piezas en las que
siempre el sujeto verbal se asigna el callado papel del perdedor; aún así
merece la pena volcar en cada instante sentimientos y percepciones para
recuperar aquello que definía un estar feliz. Acaso ser es caminar hacia el
otro, aceptar que la luz es una puerta que alguien abre.
Los poemas de “Temerás a los vivos” suponen la aceptación del
desasosiego como estado natural del existir. Son esquejes de un árbol que
perdió la raíz y ahora se alza como una veleta sin norte: “Tengo miedo del
fuego que no he visto / y de la nada blanca que flota en los resquicios del
presente”. El reloj se demora en una larga noche donde la amanecida refuerza la
sensación de intangible espejismo. Habitar el ahora requiere el dogmático
catálogo de la supervivencia, esas “Trece verdades con las que construir un
puente al otro mundo”.
Pero un hilo de luz es siempre una posibilidad de renacer. Así lo
atestiguaba el cantautor Jaume Sisa en los laberintos opacos de la dictadura:
“Cualquier día puede salir el sol”. Y así lo enuncia también Marina Casado, con
la palabra limpia del regreso, en el poema “Un faro con el nombre de
esperanza”, enunciado que también recuerda a otro cantautor: Manu Chao. La voz
se hace más sosegada y dispuesta a la celebración, encarece el instante para
preservar en él aquellos frutos que impulsan una nueva latitud: “Ahora que he
despertado, / no me cierres tus ojos, / sigue siendo aquel faro / en la noche
con niebla de la pena, / aquel faro que el mundo / conoce con el nombre de
esperanza”.
El epílogo se apropia de un conocido tópico del legado clásico para
agrupar las huellas finales. El apartado “Ubi
sunt” rastrea el ser fugaz del tiempo, la cadena de instantes vivenciales
como tránsito hacia un horizonte crepuscular. Lo cotidiano tiene la imaginería
gastada de un pase de cine: “Tengo los ojos llorosos de pretéritos. / Tengo
todos los sueños conspirados / para perder la fe en la realidad. / La vida se
disfraza de domingo con las alas cerradas”. En esa elegía de la memoria hay una
exaltación de lo singular como lucha continua contra lo gregario. La poesía se
convierte en oficio de náufragos, en locos desclasados que reclaman una causa
perdida. También perdura la estela en el agua de los sentimientos, ese amor más
allá de la muerte que merece un estar a resguardo en la evocación; o la calidez
del homenaje a la identidad materna que brilla con emotiva luz entre la niebla
del ahora. Y sobre todo esa dermis que deja en la ciudad las pisadas de un
tiempo compartido de paraguas abiertos y arcoíris.
De las horas sin sol propone
una conversación con la voz íntima de la memoria en la que guardan turno de
palabra la mirada sombría de la pérdida, el poso de amargura de lo transitorio
y la claridad dormida del estanque en cuyo fondo reposan los reflejos de la
felicidad. En él encuentran sitio los remolinos aleatorios de lo cotidiano y el
terciopelo de la amanecida, ese empeño que pide, con palabras de familia
gastadas por el tiempo, el instante callado de quien busca todavía la luz tras el eclipse; ser feliz.
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