Ensayo sobre la lucidez José Saramago Traducción de Pilar del Río Editorial Alfaguara Madrid, 2004 |
ESTADO DE SITIO
La ausencia física de José Saramago (Azinhaga, Portugal, 1922),
fallecido en 2010 en Tías, Lanzarote, donde el narrador portugués vivía desde
1993, no ha oscurecido la plenitud de su conciencia ética ni un espíritu
crítico siempre en vela que muestra un compromiso sin claudicaciones con la izquierda y los más
desfavorecidos. Así que pocos trayectos literarios demandan
la urgente vocación de relectura. Abro por tercera vez las páginas de Ensayo sobre la lucidez que adquirí en
febrero de 2005, cuando llegaba a las librerías la cuarta reimpresión y los
periódicos magnificaban el talento singular del Premio Nobel de Literatura de 1998.
Me empuja el propósito de encontrar algo de luz (o tal vez un poco de optimismo medio ambiental que celebre el intermedio navideño) en la compleja noche
política que vive nuestro país, hecho un lodazal de pactos sin sentido, cansinas estrategias partidistas sin conciencia de futuro común y un zarrapastroso
independentismo que erosiona ángulos muertos, propicia la eclosión de la ultraderecha
más rancia, y es contemplado con el silencio cómplice de medios de comunicación
que abrevan en el conformismo y vocean a coro: “Aullemos, dijo el perro”.
El recordado Ensayo sobre la
ceguera, para muchos, y para quien esto escribe también, es la obra cumbre del
autor luso. Encuentra algunos pasos de continuidad en esta ficción que recupera
varios personajes ya conocidos: la mujer que fue caso único de visión normal
cuando todo el país padeció una ceguera temporal, el médico y otros
secundarios que ahora dejan oír sus pasos en un tiempo marcado por unas
elecciones municipales que arrojan más del ochenta por ciento del voto en
blanco y desacreditan completamente el rol progresista de los partidos
tradicionales.
Podríamos entender Ensayo sobre la
lucidez como una fábula política. Sus actores conceptuales son la
democracia, la fragilidad de sus cimientos y valores y el elenco de factores
circunstanciales que marcan la convivencia y sus azarosas navegaciones temporales. Así
se va desarrollando un hilo argumental donde el autoritarismo y la crueldad
deciden hacer del ejercicio democrático de la votación libre un delito que
merece investigación policial y métodos extremos de cloaca, como si fuese una
acción terrorista propia de una conspiración anarquista internacional. Para
descubrir al cerebro de este comportamiento colectivo los mecanismos del poder
mandan a la capital a un comisario de policía, un inspector y un
agente. En la ciudad no hay nada ningún
indicio de rebeldía y conspiración y es necesario entonces inventar un
culpable, hacer de la mentira una verdad.
El escribir de Saramago está basado en la precisión extrema y la
lentitud; los acontecimientos se ralentizan al máximo para que las secuencias
se perfilen con una caligrafía taxidérmica. Cada instante está lleno de
significado, soporta un eje de simetría entre forma y contenido. Los capítulos alcanzan en su plena madurez un
cuadro sugestivo de emociones contrapuestas y sombras diluidas, como si el
peligro fuera el habitante siniestro de cualquier esquina.
La sensación final del libro es demoledora. El poder es fascismo,
monopolio, exclusión y sentencia. Un tribunal severo que no duda en aplicar
estrategias maquiavélicas para que las libertades cívicas estén siempre bajo
control, en estado de sitio, esperando con los ojos cegados por el miedo la larga noche del
día siguiente.
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